La mansión de Alejandro siempre había sido sinónimo de lujo, elegancia y silencio. El tipo de silencio que solo puede existir en los hogares donde todo parece estar bajo control. Pero esa noche, el silencio se rompió con un grito tan desgarrador que heló la sangre en sus venas.
Era la voz de su madre.
Alejandro dejó caer el vaso de vino que tenía en la mano. El cristal se hizo trizas contra el suelo de mármol. Por un instante, todo pareció detenerse. Su corazón latía con tanta fuerza que apenas podía escuchar otra cosa.
—¿Mamá? —gritó, corriendo hacia las escaleras.
El eco de su voz resonó en los pasillos, pero no hubo respuesta. Solo aquel grito que seguía repitiéndose en su mente.
Bajó los escalones de dos en dos, con el alma encogida, sin entender lo que estaba a punto de descubrir. El olor a perfume caro flotaba en el aire, mezclado con algo metálico, algo extraño, algo que no pertenecía a ese hogar.
Cuando llegó al salón, la escena lo dejó petrificado.
Su madre estaba en el suelo, las manos temblando, la mirada llena de pánico. Frente a ella, Valeria, su novia, la mujer que creía amar, sostenía un objeto en la mano. Era un frasco. Uno pequeño, transparente, con un líquido rojizo que Alejandro nunca había visto antes.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, con la voz quebrada.
Valeria dio un paso atrás. Por primera vez, no sonrió. Esa sonrisa perfecta, la que había conquistado a medio mundo, había desaparecido.
—No es lo que parece —dijo con un tono seco, sin apartar la mirada de su madre.
Pero la madre de Alejandro sí habló. Y sus palabras cayeron como cuchillos.
—¡Ella quería envenenarme!
El mundo se detuvo.
Alejandro sintió un vacío en el pecho, como si todo el aire se hubiera ido de repente. Quiso negar lo que acababa de escuchar, pero la mirada de su madre no mentía. Era la misma mirada que lo había protegido de niño, que lo había guiado en cada paso. Y ahora, esa mirada estaba cargada de miedo.
Valeria dejó caer el frasco. El líquido se derramó sobre la alfombra blanca, tiñéndola de rojo.
—¡No! —gritó Alejandro, corriendo hacia su madre.
El aroma químico del líquido era inconfundible. No era vino. No era perfume. Era veneno.
Valeria trató de escapar, pero Alejandro la detuvo. La agarró del brazo con fuerza, como si en ese gesto intentara atrapar también todas las mentiras que habían compartido.
—¿Por qué? —le susurró, casi sin voz.
Valeria lo miró con frialdad.
—Porque tú lo tienes todo… y yo no tengo nada.
Las palabras resonaron en su mente una y otra vez, como un eco que no podía silenciar.
Alejandro llamó a emergencias, mientras su madre, con el rostro pálido, trataba de recuperar el aliento. Los minutos se hicieron eternos. La ambulancia llegó con sirenas que rompieron la noche, pero el verdadero ruido estaba dentro de él: el ruido de la traición.
Horas después, en el hospital, los médicos confirmaron que su madre estaría bien. Había ingerido solo una pequeña cantidad, suficiente para causar daño, pero no para matarla. Alejandro sintió alivio… pero también una ira que no sabía cómo contener.
La policía interrogó a Valeria, quien no intentó negar nada. Dijo que todo había sido un “error”, una “impulsividad del momento”. Pero Alejandro sabía la verdad: nada en ella había sido un accidente.
Durante días, la prensa llenó titulares con su historia. “La novia del millonario arrestada por intento de homicidio.” Las cámaras rodeaban su mansión, y los flashes iluminaban lo que quedaba de su reputación.
Alejandro no hablaba con nadie. Pasaba las noches sentado frente al fuego, recordando cada detalle: las cenas románticas, las risas, las promesas. Todo se había vuelto una mentira.
Una tarde, mientras su madre descansaba, él fue al despacho. Allí encontró algo que lo destrozó aún más. Una carpeta. En ella, extractos bancarios y documentos legales. Valeria había transferido discretamente grandes sumas de dinero a cuentas desconocidas. Lo había estado robando durante meses.
Cada línea de ese papel era una puñalada.
Alejandro comprendió entonces que su amor no había sido más que un juego. Ella no lo amaba. Lo usó. Lo manipuló. Y cuando su madre descubrió la verdad, quiso silenciarla.
El juicio fue rápido. Valeria fue condenada a ocho años de prisión. No mostró remordimiento. Solo una sonrisa triste, la misma con la que lo había engañado por tanto tiempo.
El día de la sentencia, Alejandro la miró por última vez.
—Te amé de verdad —le dijo.
Ella respondió con voz fría:
—Yo también… a mi manera.
Después de eso, nunca volvió a verla.
El tiempo pasó, pero las cicatrices no desaparecieron. Alejandro decidió vender la mansión. Cada rincón de esa casa le recordaba su dolor. Compró una pequeña casa junto al mar, donde vivió en paz con su madre.
A veces, al atardecer, miraba el horizonte y pensaba en todo lo que había perdido. Pero también en lo que había aprendido. El amor, entendió, no siempre llega vestido de pureza. A veces se disfraza de deseo, de poder, de ambición.
Y aunque su corazón aún guardaba heridas, también sabía que había sobrevivido.
Porque no hay riqueza más grande que descubrir la verdad antes de que sea demasiado tarde.