“Tres días de limpieza: el dolor silencioso de una madre separada de su hijo”

Hace tres días, Isabel limpiaba cada rincón de la casa como si el polvo no fuera el enemigo, sino el tiempo que la separaba de su hijo. Se había despertado antes del amanecer, aunque el autobús no llegaría al pueblo hasta la tarde. Tampoco podía dormir. Javier volvía a casa después de cinco años en Alemania. Cinco años en que solo lo había visto en fotos enviadas de vez en cuando y en videollamadas cortadas por la mala conexión.

En la cocina, la masa para los roscones fermentaba bajo un paño limpio. Había preparado la carne para las albóndigas la noche anterior, enrollándolas una a una hasta tarde. Las albóndigas habían cocido a fuego lento durante horas, llenando la casa con el aroma de la infancia de Javier. También había hecho una tarta de queso, como a él le gustaba de pequeño.

Isabel ahora se miraba en el espejo del dormitorio. Se había peinado con cuidado, se había puesto un pañuelo nuevo, comprado especialmente en el mercado. Observó las arrugas en las comisuras de sus ojos. Sus cincuenta y ocho años habían dejado huella, igual que el trabajo en el campo, las tareas de la casa y la ausencia de su único hijo.

“¿Me reconocerá?”, se preguntó, y luego se rio de lo absurdo del pensamiento. Ella era su madre. Pero ¿y él? ¿Lo habrá cambiado Alemania? ¿Seguirá hablando igual el español? ¿Le dará vergüenza la casa antigua, las calles polvorientas del pueblo?

Las vecinas habían pasado por la puerta toda la mañana, fingiendo tener algún quehacer, pero en realidad venían a curiosear. “Vuelve el chico de Isabel”, susurraban entre ellas. “Ahora es todo un señorito entre los alemanes.”

Solo quienes han criado hijos y los han visto marcharse saben que cada día de espera parece una pequeña eternidad.

Al mediodía, comenzó a preparar la mesa en el salón, ese que solo se usaba en ocasiones especiales. Un mantel bordado, cubiertos relucientes, los platos buenos sacados de la vitrina que permanecía cerrada el resto del año. En el centro de la mesa, colocó un ramo de flores frescas del jardín en un jarrón de cristal.

Cuando terminó, salió al patio y se sentó en el banco bajo el nogal. Desde allí podía ver la carretera principal y oír el autobús cuando llegara al centro del pueblo. Todavía faltaban horas, pero ella estaba lista para esperar. Su corazón latía como el de una muchacha antes de su primera cita.

¿Cuántos padres como ella aguardaban en los pueblos de España? ¿Cuántas madres contaban los días entre las visitas de sus hijos emigrantes? Ningún sacrificio le parecía demasiado si significaba que Javier tuviera una vida mejor, aunque el precio de la soledad a veces era difícil de soportar.

Cerca de las cuatro menos cuarto, oyó el claxon del autobús a lo lejos. Se levantó, se alisó el vestido, se arregló el pelo. Permaneció inmóvil unos segundos, como si absorbiera fuerza de la tierra bajo sus pies, y luego caminó hacia la puerta.

El autobús se detuvo en la plaza del pueblo, levantando una nube de polvo. Bajaron varias personas: una anciana con bolsas, dos adolescentes, un hombre de mediana edad. Y al final, un joven alto, con un traje azul marino, una maleta en una mano y un ramo de flores en la otra.

Isabel se quedó paralizada. Era él, pero no parecía el mismo. Más alto de lo que recordaba, más delgado, con el pelo corto y una elegancia que lo hacía parecer ajeno al paisaje del pueblo. Por un instante, la invadió la incertidumbre.

Entonces, el joven del traje alzó la mirada. Sus ojos se iluminaron, su sonrisa transformó su rostro. Dejó la maleta en el suelo y corrió hacia ella.

“¡Mamá!”, gritó desde la distancia.

Y de pronto, el traje elegante ya no importaba. Era su niño volviendo corriendo del colegio, el adolescente que la ayudaba en el huerto, el joven que le había prometido volver, por muy lejos que se fuera. En sus ojos, Isabel vio el mismo cariño, la misma ternura.

Cuando llegó a su lado, Javier se detuvo un instante, como queriendo observarla bien, asegurarse de que era la misma. Luego la abrazó con tanta fuerza que casi le cortó la respiración.

“Mamá”, susurró él, con el rostro hundido en su hombro. “Mi madre.”

Isabel sintió las lágrimas correr por sus mejillas. No podía hablar. Lo abrazaba fuerte, como cuando era pequeño y temía perderlo entre la gente. Olía diferente, a colonia cara y a tierras lejanas, pero seguía siendo su niño.

“Vamos a casa”, dijo al fin, secándose las lágrimas. “Te he esperado.”

Javier le entregó el ramo de flores, rosas blancas. Recogió la maleta y le ofreció el brazo. Juntos caminaron por la calle del pueblo, hacia la casa que los esperaba con las ventanas abiertas y la mesa puesta para el regreso del hijo.

Mientras avanzaban lentamente por el camino polvoriento, Isabel sentía cómo los años de soledad se derretían como la nieve bajo el sol de primavera. No importaba cuánto se quedara. No importaba si volvía a marcharse. Ahora estaba aquí, a su lado, y en este momento, el mundo era perfecto.

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