Tío, llévate a mi hermanita, por favor no ha comido en días dijo, girándose bruscamente y paralizándose de sorpresa.
Tío, por favor cuídala. Tiene mucha hambre
Aquella voz débil, cargada de desesperación, atravesó el bullicio de la calle y sorprendió a Javier. Iba deprisa, casi corriendo, como si algo invisible lo persiguiera. El tiempo apremiaba: millones de euros pendían de una decisión que debía tomarse aquel día en la junta directiva. Después de perder a Lucía su esposa, su luz, su sostén, el trabajo se había convertido en el único sentido de su vida.
Pero aquella voz
Javier se volvió.
Ante él había un niño de unos siete años, delgado, despeinado, con los ojos llorosos. Entre sus brazos llevaba un pequeño bulto del que asomaba el rostro de una bebé. La niña, envuelta en una manta raída, gemía débilmente, y el niño la apretaba contra sí como si fuera su único refugio en un mundo indiferente.
Javier dudó. Sabía que no podía perder tiempo, que debía seguir. Pero algo en la mirada del niño o en aquel simple «por favor» le removió algo profundo en el alma.
¿Dónde está vuestra madre? preguntó, agachándose junto a él.
Prometió volver pero hace dos días que no aparece. La espero aquí, por si acaso su voz temblaba, al igual que sus manos.
Se llamaba Mateo. La bebé era Aitana. Estaban completamente solos. Ni nota, ni explicaciones solo la esperanza a la que el niño de siete años se aferraba como un náufrago a un salvavidas.
Javier les ofreció comida, llamar a la policía, avisar a los servicios sociales. Pero al oír «policía», Mateo se estremeció y susurró con angustia:
Por favor, no nos lleven. Se quedarán con Aitana
Y en ese momento, Javier entendió que no podía marcharse.
En una cafetería cercana, Mateo comió con avidez mientras Javier alimentaba a Aitana con leche de fórmula comprada en una farmacia. Algo olvidado comenzaba a despertar dentro de él, algo que había permanecido enterrado bajo una coraza de hielo.
Marcó a su asistente:
Cancela todas las reuniones. Hoy y mañana también.
Más tarde llegaron dos policías: García y Núñez. Preguntas rutinarias, trámites estándar. Mateo apretaba la mano de Javier con fuerza:
No nos mandarás a un orfanato, ¿verdad?
Javier no esperaba sus propias palabras:
No lo haré. Lo prometo.
En la comisaría, una trabajadora social, Laura antigua amiga y experta en estos casos aceleró los trámites. La custodia temporal quedó formalizada.
Solo hasta que encuentren a su madre repetía Javier, más para sí mismo que para los demás.
Los llevó a su casa. El coche estaba en silencio, como una tumba. Mateo sostenía a su hermana sin hacer preguntas, susurrándole palabras dulces y tranquilizadoras.
El piso de Javier, amplio y luminoso, con vistas a la ciudad, parecía un cuento de hadas para Mateo. Nunca había conocido tanto calor ni comodidad.
Javier se sentía perdido. No sabía nada de biberones, pañales o rutinas infantiles. Tropezaba con los paquetes de toallitas, olvidaba horarios
Pero Mateo estaba ahí. Callado, atento, tenso. Observaba a Javier como a un extraño que podía desaparecer en cualquier momento. Y, sin embargo, ayudaba: meciendo a Aitana, cantándole nanas, acostándola con una delicadeza impropia de su edad.
Una noche, Aitana no conseguía dormirse. Lloriqueaba, se movía inquieta. Entonces Mateo se acercó, la tomó en brazos y comenzó a cantarle en voz baja. En minutos, la niña se durmió.
Sabes calmarla muy bien dijo Javier, con calidez en la voz.
Tuve que aprender respondió el niño, sin reproche, solo como un hecho innegable.
En ese momento sonó el teléfono. Era Laura.
Encontramos a su madre. Está viva, pero en rehabilitación por drogas. Si la completa y demuestra que puede cuidarlos, se los devolverán. Si no, el Estado tomará la custodia. O tú podrías hacerlo.
Javier guardó silencio. Algo se encogió dentro de él.
Puedes hacerte cargo legalmente. Incluso adoptarlos. Si es lo que realmente quieres.
No estaba seguro de estar preparado para ser padre. Pero sabía una cosa: no quería perderlos.
Esa noche, Mateo dibujaba en un rincón del salón.
¿Qué va a pasar con nosotros ahora? preguntó, sin levantar la vista del papel. Su voz contenía miedo, dolor, esperanza y el terror a ser abandonado de nuevo.
No lo sé respondió Javier con honestidad, sentándose a su lado. Pero haré todo lo posible para que estéis seguros.
Mateo guardó silencio un momento.
¿Nos quitarán de aquí? ¿De esta casa?
Javier lo abrazó. Fuerte. Sin palabras. Quería transmitirle: ya no estás solo. Nunca más.
No os dejaré ir. Lo prometo.
En ese momento lo entendió: esos niños ya no eran extraños. Eran parte de él.
A la mañana siguiente, Javier llamó a Laura.
Quiero ser su tutor legal. Su padre.
El proceso fue largo: evaluaciones, entrevistas, visitas. Pero Javier lo afrontó todo, porque ahora tenía un propósito. Dos nombres: Mateo y Aitana.
Cuando la custodia temporal se convirtió en algo permanente, Javier compró una casa en las afueras, con jardín, pájaros al amanecer y el aroma de la hierba mojada.
Mateo floreció. Reía, construía fuertes con cojines, leía en voz alta, colgaba sus dibujos en la nevera con orgullo. Vivía, realmente vivía, sin miedo.
Una noche, al acostarlo, Javier le arropó y le acarició el pelo. Mateo lo miró y susurró:
Buenas noches, papá.
Javier sintió calor en el pecho y un nudo en la garganta.
Buenas noches, hijo.
En primavera, la adopción se hizo oficial. La firma del juez solo confirmó lo que su corazón ya sabía.
La primera palabra de Aitana «¡Papa!» valió más que cualquier éxito profesional.
Mateo hizo amigos, se apuntó al fútbol, a veces llegaba a casa con una pandilla ruidosa. Javier aprendió a hacer coletas, preparar desayunos, escuchar, reír y volver a sentirse vivo.
Nunca planeó ser padre. Nunca lo buscó. Pero ahora no concebía su vida sin ellos.
Fue difícil. Fue inesperado.
Pero fue lo más hermoso que jamás le había pasado.