Siempre quise tener una hermanita.
En nuestra casa de la colonia Del Valle, le rogaba a mis padres una y otra vez:
—Por favor, una hermanita, solo una.
Pero ellos solo se miraban, como si esa petición abriera una herida que yo no entendía.
Pasaron meses. Luego años. Y un día, sin previo aviso, llegó Lucía.
Recuerdo que mamá me llamó desde la puerta.
—Sofía, ven. Quiero que conozcas a alguien.
Y allí estaba. Pequeña, con los ojos grandes, negros, llenos de algo que no supe nombrar.
Tenía las manos frías, los labios apretados y un vestido que no era de los nuestros.
Mamá dijo que ahora sería parte de la familia.
Papá no habló. Solo asintió, con una mueca tensa.
Yo estaba feliz. Por fin tenía una hermana.
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para mirar su camita, tan ordenada, tan vacía. Quería asegurarme de que seguía ahí.
Cuando la escuché llorar por primera vez, pensé que era normal. Los bebés lloran, las niñas nuevas también. Pero su llanto no era como los demás. Era un sollozo contenido, temeroso, como si pedir consuelo fuera un delito.
Mamá decía que extrañaba su otra casa. Que pronto se acostumbraría. Que debíamos tener paciencia.
A veces papá la tomaba del brazo cuando el llanto se hacía más fuerte.
—Vamos al sótano —decía—. No queremos que los vecinos escuchen.
Yo me quedaba quieta, sin entender.
El sótano siempre había sido un lugar prohibido.
Una tarde, cuando mamá me dejó jugar con Lucía, intenté hacerla reír.
Le mostré mis muñecas, mis libros, mis marcadores. Ella los miraba con distancia, como si pertenecieran a otro mundo.
Decidí usar la etiquetadora de papá. Puse un nombre en cada cosa: “Sofía” para mí, “Lucía” para ella.
Así, pensé, no habría peleas.
Pero ella nunca reclamaba nada. Ni juguetes, ni dulces, ni abrazos.
Solo observaba.
A veces, al peinarla, notaba pequeños moretones en su cuello o en sus brazos.
Mamá decía que era porque jugaba brusco, que debía tener más cuidado.
Una noche, cuando Lucía no paraba de llorar, papá subió furioso.
Escuché pasos, un golpe, luego silencio.
Me escondí bajo las sábanas.
Cuando volvió a salir, tenía la camisa manchada.
Días después, Lucía volvió a llorar, más bajito.
Ya no gritaba.
Solo temblaba.
Yo la abrazaba y le decía que todo iba a estar bien.
Ella no respondía, pero a veces apoyaba su cabeza en mi hombro.
Y eso, para mí, era suficiente.
El día que todo cambió, estaba viendo la televisión. Era una tarde cualquiera, después de la escuela.
En las noticias apareció la foto de una niña.
Decían que se llamaba Regina.
Que había desaparecido hacía semanas.
Sentí un escalofrío.
El lunar junto a su ojo, el cabello lacio, la mirada triste…
Era Lucía.
—¡Mamá! —grité—. ¡Lucía está en la tele! ¡Pero le dicen Regina!
Mamá dejó caer la taza que tenía en las manos.
El sonido del vidrio rompiéndose llenó la cocina.
Papá entró, miró la pantalla, y su rostro se transformó.
—Te lo dije —gritó—. ¡Te dije que esto pasaría! ¡Su cara está en todas partes!
Apagó el televisor de un golpe.
Luego, con una voz que nunca le había escuchado, dijo:
—Hay que deshacernos de ella. Ahora.
Sentí un frío en el pecho.
Corrí hacia el cuarto y me paré frente a la puerta.
—¡No! ¡Ella es mi hermana! ¡No se la van a llevar!
Papá me empujó con tanta fuerza que caí al suelo.
—¡Tú no entiendes nada, Sofía! ¡Esa niña no es tuya!
Entonces mamá gritó.
—¡No te la vas a llevar! ¡A ella no!
Papá la miró con rabia.
—Estás loca —le dijo—. Ninguna de las dos debió estar aquí.
Mamá temblaba, pero no se movía.
Sus ojos brillaban de algo que no era miedo, sino determinación.
—Tú nunca me dejaste ser madre —le gritó—. ¡Cada vez que pude, me obligaste a detenerlo! ¡No me vas a quitar a esta niña también!
Tomó el jarrón de la mesa.
Hubo un ruido sordo.
Papá cayó al suelo.
El silencio que siguió fue absoluto.
Solo se oía nuestra respiración.
Mamá no lloró.
Solo me tomó de la mano.
—Vámonos, Sofía.
Fuimos al cuarto.
Lucía estaba despierta, mirándonos.
Mamá la levantó y murmuró:
—Vámonos, mis niñas.
Salimos corriendo.
No miramos atrás.
En la calle, mamá levantó la mano y detuvo un taxi.
Nadie preguntó nada.
Viajamos en silencio.
Nos bajamos frente a un centro comercial enorme, lleno de luces.
Mamá nos llevó a una banca junto al área de juegos.
Nos abrazó tan fuerte que dolía.
—Perdónenme, mis amores —dijo con la voz rota—. Tienen que quedarse aquí. Alguien bueno las va a encontrar. Las va a cuidar.
Le grité que no se fuera.
Pero ya se estaba levantando.
Nos dio un beso a cada una.
Y sin mirar atrás, se perdió entre la multitud.
Nos quedamos solas.
Lucía me miró con esos ojos enormes.
Por primera vez, no lloraba.
Me abrazó.
Y yo entendí.
Entendí que ya no era solo su hermana.
Era su refugio.
Lo único que le quedaba.
Esa noche dormimos en el área de juegos, abrazadas.
La gente pasaba, nos miraba, seguía su camino.
Nadie preguntó.
Hasta que una mujer se acercó.
Tenía uniforme de limpieza.
Nos dio una manta y una botella de agua.
—No estén solas, niñas —nos dijo—. Ya viene la seguridad.
Cuando los policías llegaron, nos preguntaron nuestros nombres.
Dije que yo era Sofía.
Que ella era Lucía.
No quise decir nada más.
Porque si decía “Regina”, sentía que la perdería.
Pasaron semanas.
Nos llevaron a un hogar temporal.
Los adultos hacían preguntas, escribían cosas en papeles, llamaban por teléfono.
Yo solo quería dormir abrazada a ella.
Con el tiempo, su verdadera familia apareció.
Lloraban al verla.
La llamaban Regina.
Ella no respondía.
Solo me miraba a mí.
—Vas a estar bien —le dije—. Vas a estar a salvo.
Se acercó y me susurró algo al oído.
Nunca lo repetí.
Fue nuestro secreto.
La vi irse de la mano de una mujer que lloraba y reía al mismo tiempo.
No supe más de ella.
A veces sueño con Lucía.
La veo correr en un jardín, libre, sin miedo.
Y sé que, de alguna manera, cumplí mi promesa.
Porque aquella niña asustada, con los ojos grandes y el corazón roto, por fin tuvo algo que nadie pudo quitarle:
Un nombre nuevo.
Una hermana que la quiso de verdad.
Y un recuerdo que sigue vivo, incluso cuando ya no estamos juntas.