Lo que un albañil encontró bajo una vieja casa podría cambiar la manera en que ves el cemento para siempre

Durante más de veinte años trabajé como albañil. He visto accidentes, engaños, secretos que la gente entierra para olvidar… pero nada, absolutamente nada, se compara con lo que descubrimos aquella tarde en la vieja casa del barrio San Miguel.

Era una construcción antigua, con muros gruesos y olor a humedad, una de esas casas que parecen absorber el tiempo. La dueña, una mujer mayor de rostro pálido, nos dijo que quería convertirla en un pequeño hotel. Pero desde el primer día, el aire del lugar se sentía pesado, como si cada ladrillo respirara algo que no debía.

Mi compañero de siempre, el Goyo, decía que la casa estaba “encantada”. Yo reía, pero había momentos en que incluso su voz sonaba diferente, más baja, más seria. Había manchas en las paredes que no salían ni con ácido, ruidos en el sótano cuando todos dormían y un silencio tan denso que cortaba el pensamiento.

El sótano era un misterio. La dueña insistía en que no lo tocáramos. Decía que estaba sellado por seguridad. Pero un día, mientras cavábamos para reforzar una columna, el pico del Goyo golpeó algo duro, algo que no estaba en los planos.

—Debe ser una piedra vieja —dijo él, limpiando el polvo.

Pero no era piedra. Era cemento antiguo, con cortes irregulares y un sello oxidado en el centro. Cuando lo vimos, sentimos esa punzada extraña en el estómago que avisa que algo no anda bien. Llamamos al capataz, pero como era viernes, nos dijo que esperáramos al lunes.

No pudimos. La curiosidad nos ganó. Nos quedamos esa noche, los dos solos. Bajamos con una lámpara vieja y un cortafierro. El silencio era tan profundo que escuchábamos nuestro propio pulso. Cuando rompimos el bloque, un olor nos golpeó: tierra podrida, encierro, humedad de años.

Debajo había un hueco, pequeño, forrado con ladrillos antiguos. Dentro, algo envuelto en tela. El Goyo lo levantó con cuidado. Lo que vimos nos heló la sangre.

Era una muñeca. Pero no cualquiera. Tenía dientes humanos cosidos en una boca torcida, ojos reales, secos, incrustados en la tela, y cabello auténtico, pegado con algo oscuro.

Retrocedí instintivamente.
—Tírala, Goyo. Tírala ya.

Pero él no se movió.
—Está caliente —susurró.

—¿Qué decís?

—El trapo… está caliente.

Lo toqué, y sí. Vibraba, como si respirara. Sentí un pulso leve, vivo. Salimos corriendo. Dejamos la lámpara, las herramientas, todo.

Al día siguiente, cuando regresamos con el capataz, el hueco estaba cerrado. Perfectamente sellado, sin una grieta. El cemento liso. Nuestras herramientas, limpias, apiladas. Nadie creía nuestra historia.

El Goyo no volvió al trabajo. Lo llamé una y otra vez, sin respuesta. Hasta que una vecina me dijo que lo había visto parado frente a la casa de madrugada, mirando el sótano, con los ojos fijos, vacíos.

Esa noche volví. No sé por qué. Quizás para entender. Quizás para comprobar que no estaba loco. El sótano estaba abierto. Bajé con una linterna. El aire era distinto, húmedo y caliente.

En las paredes había símbolos pintados con algo oscuro, como barro o sangre vieja. Cruces invertidas, círculos, huellas de manos pequeñas. En el centro, una mesa de piedra. Y sobre ella, la muñeca.

Ya no era un trozo de tela. Estaba erguida, tensa, como si tuviera huesos dentro. Sus ojos ya no eran secos: brillaban, húmedos, conscientes.

Y en una esquina, de rodillas, estaba el Goyo. Su rostro pálido, la boca manchada de rojo, las manos aferradas a un pedazo de tela.
—¿Qué hacés acá? —le grité.

No respondió. Solo levantó la cabeza y murmuró:
—No debimos tocarla.

La luz parpadeó. Detrás de la mesa algo se movió. Pequeño, encorvado. Su piel era como barro fresco, sus ojos hundidos, y en su boca había una sonrisa llena de dientes desiguales.

No recuerdo cómo escapé. Solo que desperté afuera, tirado sobre la grava, con las manos ensangrentadas y la linterna rota.

La policía revisó el lugar. No encontraron nada. Ni símbolos, ni muñeca, ni mesa. El sótano vacío. El Goyo desaparecido.

Dejé el trabajo, vendí mis herramientas, me mudé. Pero cada vez que huelo cemento fresco, siento ese mismo aire pesado. Esa respiración invisible que parece seguirme.

Hace poco, pasé frente a una obra nueva. Escuché a un obrero decir que habían encontrado “una figura vieja” bajo el suelo. Que alguien intentó tirarla, pero que al día siguiente volvió a aparecer en el mismo lugar.

Pregunté por el que la encontró. Me dijeron que no volvió al trabajo.
Su nombre era Gregorio.
Le decían “el Goyo”.

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