Era la Nochebuena de 1992 y el Aeropuerto de Barajas brillaba con luces navideñas, sus pasillos decorados con guirnaldas y estrellas que colgaban de los techos altos. Los últimos viajeros apresurados cruzaban los corredores, arrastrando maletas y saludando a familiares entre abrazos y risas nerviosas. Afuera, la nieve comenzaba a cubrir los tejados cercanos, haciendo que la ciudad pareciera un cuadro detenido en el tiempo.
Elena Voss ajustaba su chaqueta azul marino y se miraba en el reflejo oscuro de una tienda cerrada. Tenía 27 años y llevaba cinco trabajando como azafata para Aerolíneas Transcontinentales. Las guardias en Nochebuena eran algo habitual, pero el ambiente del aeropuerto le provocaba siempre un cosquilleo de inquietud. A su lado, Carolyn Hunt, de 32 años y veterana de nueve años en la misma compañía, arrastraba su maleta con la habilidad de quien conoce cada rincón del aeropuerto.
—Todavía no me creo que nos hayan puesto a las dos de guardia esta noche —dijo Carolyn, con el aliento formando pequeñas nubes en el aire frío cerca de las ventanas del terminal—. Mis hijos me matarán si no llego a tiempo para la mañana de Navidad.
Elena sonrió, aunque sus ojos no compartían la misma alegría.
—Al menos tú tienes niños esperándote. Yo tengo una cena congelada y un gato que probablemente ni notará si me voy.
Caminaban juntas por la terminal C, sus pasos resonando en los pasillos cada vez más vacíos. La mayoría de las tiendas ya habían cerrado, con sus rejas metálicas bajadas y aseguradas. Un conserje pasaba la fregona a lo lejos y, en algún lugar, una radio reproducía en bajo volumen “Noche de Paz”.
—Voy a tomar un café de esa máquina cerca de la puerta C47 —dijo Elena, señalando adelante—. ¿Quieres algo?
—Sí, voy contigo. Todavía nos queda al menos una hora antes de que nos liberen —respondió Carolyn.
Doblaron por un pasillo lateral, uno de los muchos que se ramificaban desde la terminal principal. Las luces fluorescentes parpadeaban de manera intermitente, alternando la claridad y la sombra sobre el suelo pulido. La temperatura parecía descender conforme se alejaban del bullicio principal, y Elena se ajustó la chaqueta con fuerza.
—Este lugar da miedo cuando está vacío —murmuró.
—Siempre he odiado estos pasillos traseros —asintió Carolyn—. Parece que no terminan nunca.
Llegaron al pequeño rincón de máquinas expendedoras, con tres máquinas y unas pocas sillas de plástico. Elena introdujo monedas en la cafetera mientras Carolyn apoyaba la espalda contra la pared. La máquina zumbó y gorgoteó, finalmente produciendo un café de un color más marrón que negro.
—Feliz Navidad para mí —dijo Elena, tomando un sorbo y frunciendo el ceño de inmediato.
Fue entonces cuando lo oyeron. Un sonido proveniente del final del pasillo. No eran pasos exactamente, sino algo que arrastraba, algo pesado. Carolyn se enderezó.
—¿Has oído eso? —preguntó.
Elena dejó el café, su expresión cambiando de casual a alerta.
—Sí… probablemente solo mantenimiento.
Pero el sonido volvió a sonar, más cerca ahora, un arrastre rítmico que hizo que la piel de Elena se erizara con un miedo inexplicable.
—Carolyn, ¿hola? —llamó, su voz reverberando por el pasillo vacío.
No hubo respuesta, solo ese arrastre creciente, acercándose con cada segundo. Elena dio un paso atrás, sus instintos gritándole que algo estaba mal.
—Quizá deberíamos volver a la terminal principal —sugirió.
Carolyn no discutió. Reunieron sus cosas con rapidez, pero al girarse, las luces del pasillo se apagaron por completo, sumiéndolas en la oscuridad absoluta. Y en esa oscuridad, escucharon algo más: pasos detrás de ellas, lentos, seguros… implacables.
El silencio se volvió pesado, casi tangible, mientras Elena y Carolyn trataban de orientarse en la oscuridad total. Sus respiraciones se mezclaban con el eco de sus propios pasos, que parecían más ruidosos de lo habitual. Cada sombra, cada reflejo de luz de emergencia intermitente, parecía moverse por sí mismo.
—¿Quién… quién está ahí? —preguntó Carolyn, su voz temblando.
Ninguna respuesta. Solo el sonido arrastrado y los pasos que seguían detrás de ellas, acercándose, lentos pero constantes. Elena buscó en su bolso la linterna del móvil, pero la batería estaba baja, y apenas emitió un haz débil que apenas iluminaba unos centímetros delante de sus pies.
—Tenemos que salir de aquí… ahora —dijo Elena, más para convencerse a sí misma que a Carolyn.
Empezaron a correr, guiándose por la memoria de los pasillos, girando esquinas y cruzando puertas de servicio que normalmente permanecían cerradas. El eco de sus zapatos sobre el suelo pulido resonaba como un tambor inquietante. Y aun así, detrás de ellas, los pasos nunca cedían. Era como si algo, o alguien, conociera cada movimiento que hacían antes de que lo hicieran.
Finalmente, alcanzaron una escalera de emergencia que conducía al nivel inferior de la terminal. Elena empezó a bajar los escalones de dos en dos, sosteniendo con fuerza la barandilla mientras Carolyn la seguía de cerca. Cada respiración era un jadeo, cada paso un riesgo de tropezar.
—Rápido… no mires atrás —jadeó Elena.
Pero incluso mientras bajaban, el sonido detrás de ellas se intensificaba. No era un simple arrastre: había un ritmo calculado, casi humano, pero demasiado pesado, demasiado firme, como si alguien o algo enorme estuviera siguiendo cada uno de sus movimientos.
Llegaron al vestíbulo de carga, un lugar que normalmente estaba desierto a esas horas. Entre cajas y carretillas, intentaron encontrar una salida, alguna puerta que condujera a la calle o al estacionamiento. Pero las puertas estaban cerradas, bloqueadas desde el exterior. La sensación de estar atrapadas crecía con cada segundo.
—Esto no tiene sentido —dijo Carolyn, desesperada—. Nadie más está aquí, ¿verdad?
Elena negó con la cabeza, pero no podía evitar que su mente se llenara de imágenes de películas de terror que habían visto de adolescentes. La lógica desaparecía cuando el miedo te empuja a cuestionar la realidad.
Y entonces lo vieron. Una sombra alta y oscura emergió del final del pasillo, demasiado grande para ser humana. Su figura estaba distorsionada por la poca luz, sus movimientos eran extraños, mecánicos. Elena y Carolyn se quedaron paralizadas, incapaces de gritar o moverse. La sombra avanzó un paso y luego otro, como si midiera cada movimiento de ellas antes de atacar.
—¡Corramos! —gritó Elena, y esta vez su voz fue suficiente para romper el hechizo del miedo.
Empezaron a huir de nuevo, zigzagueando entre cajas y carros, tratando de alcanzar la puerta de emergencia más cercana. Pero cada intento de abrirla resultaba inútil: la cerradura estaba trabada. Detrás de ellas, la sombra se acercaba más rápido, cada arrastre de pies resonando como un martillo en sus corazones.
Elena buscó frenéticamente una salida y vio una pequeña puerta de mantenimiento al fondo. Se lanzó hacia ella, Carolyn detrás, y con un esfuerzo desesperado logró girar la manija. La puerta se abrió lentamente, revelando un pasillo angosto que conducía al exterior. Pero justo cuando creían estar a salvo, un sonido seco y metálico resonó detrás de ellas: la sombra había alcanzado la puerta, y algo frío y pesado tocó el borde, impidiéndoles escapar con facilidad.
—¡Rápido, entra! —gritó Elena, empujando a Carolyn dentro mientras el frío viento de la noche comenzaba a filtrarse.
No podían ver lo que las seguía, solo sentían su presencia, la amenaza invisible que las acechaba desde el otro lado de la puerta. Y mientras corrían por ese pasillo oscuro hacia la libertad, supieron que algo en el aeropuerto estaba observando, esperando, y que esa Nochebuena no sería la misma para nadie que cruzara aquel lugar.
El frío cortante de la noche los golpeó al salir del pasillo de mantenimiento. La nieve recién caída crujía bajo sus pies mientras corrían hacia el estacionamiento vacío, con las luces de emergencia parpadeando a lo lejos. El aire estaba helado, pero nada de eso importaba: lo único que sentían era el terror que las había perseguido a lo largo de interminables pasillos y escaleras del aeropuerto.
Elena y Carolyn llegaron al borde de la calle de acceso al aeropuerto, respirando con dificultad, y miraron hacia atrás. La sombra que las había seguido simplemente había desaparecido. No había rastro de lo que las había acechado. Sin embargo, una sensación de horror persistente permanecía en sus cuerpos, un frío que ninguna temperatura podía disipar.
Se abrazaron, temblando, incapaces de hablar al principio. Elena finalmente murmuró:
—¿Viste eso… de verdad?
Carolyn asintió lentamente, los ojos todavía abiertos de par en par:
—No… no podía ser humano. No… nada humano puede moverse así.
Mientras intentaban recomponerse, las luces de los vehículos del aeropuerto comenzaron a iluminar la zona. Un guardia de seguridad apareció, visiblemente sorprendido por verlas allí, cubiertas de nieve y temblando de miedo.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó, mirando de un lado a otro con desconfianza.
—Nos perdimos… —dijo Elena, incapaz de articular más palabras—. Nosotras… algo nos perseguía.
El guardia las escoltó hasta un lugar seguro dentro del aeropuerto, pero mientras caminaban por los corredores todavía iluminados, encontraron algo que las dejó sin aliento: detrás de una pared falsa, en un viejo conducto de mantenimiento, descubrieron restos humanos. Fragmentos, oscuros y cubiertos de polvo, que parecían llevar allí décadas. Entre ellos, encontraron objetos personales reconocibles: insignias de azafatas, relojes, identificaciones con los nombres de otras personas desaparecidas a lo largo de los años.
El corazón de Elena se detuvo un instante. Entre esos objetos, vio algo que jamás pensó encontrar: una pequeña placa con su nombre y el de Carolyn, junto a la fecha de 1992.
—No puede ser… —susurró Carolyn, sus manos temblando al tocar los restos—. ¿Eso significa… que… que nosotras…?
Antes de que pudieran reaccionar, una voz grave resonó desde la sombra de los conductos, fría y metálica:
—Finalmente habéis llegado…
Era entonces que comprendieron la verdad aterradora. El aeropuerto no solo había sido testigo de su desaparición décadas atrás, sino que algo, o alguien, había estado esperando, atrapando a quienes cruzaban esos pasillos solitarios, alimentándose de su miedo y desapareciendo sin dejar rastro. El horror que habían sentido esa noche no era casualidad: era un ciclo que se repetía una y otra vez, una maldición que convertía cada Nochebuena en un juego mortal para aquellos que se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado.
La realidad se quebró frente a ellas. El tiempo parecía no existir, y el aire helado se llenó de un murmullo creciente, como voces que provenían de todos lados y de ninguno. Mientras intentaban retroceder, la sombra emergió nuevamente, más definida, mostrando facciones que combinaban lo humano con lo inhumano, una visión imposible de describir.
Elena y Carolyn corrieron hacia la salida principal del aeropuerto, sus gritos resonando en los pasillos vacíos, pero incluso cuando alcanzaban la luz de la calle, sintieron que algo las seguía, que la presencia oscura nunca se iba, solo esperaba el próximo descuido.
La noticia se extendió meses después: obras en O’Hare revelaron restos antiguos que vinculaban varias desapariciones sin resolver. Nadie pudo explicar cómo los cuerpos y pertenencias habían permanecido ocultos durante décadas. La historia de Elena Voss y Carolyn Hunt se convirtió en leyenda, un recordatorio macabro de que, a veces, los lugares más transitados esconden los secretos más oscuros, y que la Navidad puede traer no solo alegría, sino también pesadillas que atraviesan el tiempo.
Desde entonces, cada Nochebuena, los empleados del aeropuerto evitan ciertos pasillos y nunca caminan solos después del anochecer, recordando que algunas sombras nunca desaparecen, y que las que caminan entre los vivos podrían no pertenecer a este mundo.