La llamada que nunca debió existir: el día en que 14 estudiantes dejaron de ser humanos

Nunca olvidaré la mañana en que todo comenzó porque incluso ahora, tantos años después, puedo cerrar los ojos y escuchar el eco de ese teléfono, ese sonido cortante que rompió la quietud del pasillo como si fuera un presagio. Era martes, uno de esos días grises de final de semestre en los que la rutina pesa más de lo habitual y los estudiantes caminan con los hombros hundidos por la fatiga. Yo estaba revisando exámenes, intentando ignorar la ansiedad que siempre me dejaban esos papeles, cuando escuché a Megan llamar a la puerta del laboratorio con un tono extraño, como si ya supiera que algo estaba terriblemente mal.

Me dijo que la línea de emergencias internas había recibido una llamada sin identificador, solo ruido al principio, como estática, seguida de una voz que no parecía completamente humana. Esa fue su descripción, no la mía. Dijo que no sonaba como alguien pidiendo ayuda, sino como algo que intentaba imitar a una persona. Yo no lo creí. Ningún profesor lo habría hecho. En un campus lleno de bromistas, imitadores y estudiantes aburridos, recibir llamadas extrañas era casi parte del paisaje. Pero algo en los ojos de Megan me hizo guardar silencio. Ella no bromeaba. Ella temblaba.

Fue entonces cuando escuchamos el segundo timbrazo. No desde su teléfono, sino desde el mío. Miré la pantalla. Sin número. Sin registro. Solo un nombre que jamás había guardado, un nombre que no tenía por qué estar allí. Laboratorio S7. Sentí cómo el aire me dejaba el cuerpo por un momento. S7 no era un laboratorio en funcionamiento. Llevaba ocho años cerrado después del incendio. Sellado. Abandonado. Envuelto en rumores que ningún adulto responsable debía alimentar. Pero aun así, allí estaba ese nombre, brillando con una luz fría, casi mórbida, como si hubiese estado esperando el momento exacto para aparecer.

Respondí. No sé por qué lo hice. Tal vez por la curiosidad que siempre me ha llevado a los lugares donde nunca debería entrar, o tal vez por el deber profesional que intenta imponerse incluso ante lo desconocido. Lo que escuché al otro lado me acompañará hasta que ya no quede nada de mí. Al principio fue un susurro áspero, como si alguien hablara a través de un tejido húmedo. Luego se fueron formando palabras, aunque descompuestas, como si una lengua extranjera hubiese aprendido a pronunciar español desgarrando los sonidos. Profesor, dijo. Lo dijo tres veces. Profesor. Profesor. Profesor. Hasta que la última palabra se quebró en un chillido tan agudo que tuve que apartar el teléfono de la oreja.

Luego vino el silencio. No un silencio cualquiera. Un vacío. Un espacio donde nada respiraba. Un silencio que se sentía más vivo que cualquier cosa al otro lado de la línea. Y finalmente, una frase. Una sola frase. Están listos.

Megan y yo nos miramos sin necesidad de explicaciones. Sabíamos qué significaba. O al menos creíamos saberlo. En ese instante no imaginábamos la magnitud de lo que nos esperaba. Creíamos que se trataba de una broma cruel o de un intruso. No teníamos forma de anticipar que, en menos de una hora, catorce estudiantes brillantes, talentosos y completamente sanos desaparecerían como si jamás hubieran sido parte de nuestro mundo.

Caminamos juntos hacia el ala norte, donde estaba el acceso a la sección antigua del edificio. A cada paso la sensación de humedad aumentaba, como si la estructura misma exhalara un aire pasado, rancio, cargado de historias que nadie había querido contar. Nadie usaba esa parte desde el incendio. Nadie pasaba por allí sin sentir un cosquilleo en la nuca. Sin embargo, aquella mañana avanzamos como si algo más fuerte que nuestra voluntad nos empujara desde atrás.

Cuando llegamos a la puerta de seguridad, la encontramos abierta. Eso fue lo primero que nos indicó que nada de lo que recordábamos sobre ese lugar seguía intacto. Las cerraduras magnéticas no fallaban. Requerían un código y una tarjeta de acceso. Y no había manera de que los estudiantes tuvieran acceso. La luz roja parpadeaba como un corazón enfermo mientras el panel emitía un zumbido errático. Toqué el metal y estaba tibio, demasiado tibio para un pasillo sin calefacción. Sentí un impulso involuntario de retirarme, de dar media vuelta y olvidar todo, pero Megan ya había entrado. Ella siempre fue más valiente que yo.

En el interior del pasillo el olor cambió. Ya no era humedad vieja. Era algo más orgánico, algo que no pertenecería a un edificio universitario, un olor que recordaba a tierra removida y a carne que lleva demasiado tiempo a la sombra. Encendí mi linterna. La luz apenas logró penetrar la oscuridad. Era como si el pasillo se tragara la claridad, absorbiéndola palmo a palmo. Y entonces escuchamos las voces.

No gritos. No conversaciones. Voces repitiendo sílabas sin sentido, murmurando al unísono como un rezo descompuesto. Avanzamos sin hablar, aunque el corazón de Megan golpeaba tan fuerte que parecía marcar el ritmo de nuestros pasos. Las voces provenían del fondo del pasillo, justo antes de la escalera que conducía al nivel subterráneo. S7. El número flotaba en nuestra mente como una advertencia.

Cuando llegamos al descanso de la escalera, la vimos. La puerta metálica con su pintura descascarada y su letrero oxidado, Sellado por orden del decanato, fechado ocho años atrás. Y sin embargo, la puerta estaba entreabierta. La luz que escapaba por la rendija no era luz eléctrica. No era luz solar. Era una claridad difusa, un brillo pálido que parecía respirar. Y las voces eran más fuertes, más insistentes, repitiendo un patrón que no pertenecía a ningún idioma conocido.

Megan murmuró mi nombre. No sé si para pedirme valor o para recordarse que yo estaba allí. Yo intenté responder, pero mi garganta estaba seca. La puerta se movió ligeramente, como si algo detrás la empujara con suavidad. Y entonces ocurrió. Un sonido seco, como el chasquido de una articulación humana, retumbó desde el interior y las voces se detuvieron de golpe. El silencio nos golpeó de lleno. Un silencio absoluto. Un silencio que parecía mirar.

Y desde ese silencio brotó una respiración. Lenta. Húmeda. Profunda. Una respiración que no pertenecía a ningún ser humano que yo haya conocido.

Se acercaba.

Y la puerta comenzó a abrirse.

La puerta se abrió lentamente frente a nosotros, y en ese instante comprendí que nada de lo que habíamos imaginado podía compararse con la realidad que aguardaba dentro del laboratorio. Un aliento helado escapó desde el interior, como si el cuarto respirara con un ritmo propio, una cadencia antigua y pesada que hizo que mis músculos se tensaran hasta doler. La luz blanquecina que emanaba del fondo tembló, y durante un segundo creí ver sombras desplazarse entre sí, fusionándose y separándose en un movimiento que parecía consciente. Megan dio un paso atrás, pero la curiosidad la atrapó tanto como a mí. Éramos dos seres diminutos frente a una puerta que jamás debió abrirse.

Entramos. No sé quién dio el primer paso, solo sé que la oscuridad se tragó el sonido de nuestros zapatos como si no quisiera dejar constancia de nuestra presencia. La sala S7 siempre había sido un rumor entre los estudiantes. Que allí se hicieron experimentos no autorizados, que allí trabajó un científico brillante pero obsesionado, que el incendio que la cerró no fue accidental. Los rumores se mezclaban con el miedo juvenil y nadie sabía qué era verdad y qué era simple mito. Pero al cruzar la puerta lo supe. Nada en aquel lugar tenía la inocencia de un rumor universitario. Ese sótano guardaba algo vivo, algo que no debería estar entre humanos.

La sala principal era más grande de lo que recordaba en los planos antiguos. Las paredes estaban cubiertas por una especie de humedad espesa que parecía latir con la tenue luz. Las mesas metálicas estaban cubiertas con restos de papeles quemados, probetas rotas y frascos sin etiquetas. Pero lo más perturbador no era el estado del laboratorio. Lo perturbador era el sonido. No las voces que habíamos escuchado desde el pasillo. Ahora era distinto. Era un murmullo múltiple, como si muchas gargantas hablaran al mismo tiempo pero sin decir una sola palabra coherente. Como un coro de respiraciones que intentaba aprender a hablar.

Megan me agarró del brazo con tanta fuerza que sentí cómo sus uñas traspasaban la tela de mi camisa. Su respiración era agitada, pero no era miedo puro. Había otra cosa en sus ojos. Una mezcla de horror y fascinación. Como si una parte de ella sintiera que estaba frente a un descubrimiento prohibido que redefiniría todo lo que sabía sobre la vida. Yo quería hablarle, decirle que debíamos salir, que el laboratorio no era seguro, que algo allí dentro nos observaba. Pero antes de pronunciar palabra vimos el origen de la luz. Al fondo de la sala había un cilindro de cristal de casi tres metros de alto, cubierto con un velo de vapor en su interior. La luz parecía provenir de allí. Una luz como de luna pálida, palpitante, inquieta.

Nos acercamos despacio. Cada paso parecía alterar la temperatura del aire. La atmósfera se volvía más pesada, como si una presión invisible descendiera sobre nuestros pulmones obligándonos a respirar más hondo. Era como entrar en la boca de algo gigantesco. Como si el laboratorio mismo fuera un organismo esperando ser alimentado. Cuando llegamos lo suficientemente cerca del cilindro, Megan levantó la mano y limpió una parte del cristal con la manga. Lo que vimos al otro lado me perseguirá mientras mi mente permanezca en este mundo.

No era una persona. Tampoco algo completamente distinto. Era más bien un punto intermedio, una forma que conservaba la estructura de un ser humano pero con cambios que no correspondían a ninguna etapa de desarrollo conocida. Tenía extremidades demasiado largas para un adulto pero con la estructura ósea de un joven. La piel era traslúcida como la gelatina de un pez abisal, mostrando venas que parecían moverse bajo la superficie, contorsionándose en patrones que no obedecían a ninguna lógica biológica. Sus ojos estaban cerrados, pero no como quien duerme. Era como si estuvieran sellados desde dentro. Y su pecho se movía con un ritmo irregular, espasmódico, como si aún estuviera aprendiendo a respirar.

Lo peor no era su cuerpo.

Lo peor era que no estaba sol. Había figuras más pequeñas en el fondo del líquido, casi imperceptibles, como embriones de formas indefinidas que se acercaban y se alejaban del cuerpo central como satélites de un núcleo viviente. Me quedé paralizado. El cilindro no contenía un espécimen. Contenía una colonia.

Megan susurró mi nombre, pero su voz era apenas audible. Sus labios temblaban. Yo no podía dejar de mirar. Algo en aquella criatura parecía reconocer nuestra presencia. Como si cada célula de su cuerpo se despertara con nuestro calor. De pronto el murmullo se intensificó y un sonido como un lamento húmedo emergió del cilindro. Un sonido tan humano que me estremecí. Y entonces lo imposible ocurrió. La criatura abrió sus ojos.

No eran ojos humanos. No eran ojos animales. Eran profundos, oscuros y reflejaban una inteligencia que no pertenecía a nada nacido en la Tierra. Su mirada se clavó en nosotros con una precisión escalofriante. Y por primera vez desde que entramos, sentí una voz dentro de mi cabeza. No era sonido. Era una idea impuesta sin permiso. Una frase sin palabras. Un mensaje que no podía bloquear. No debieron venir. No debieron abrir.

Retrocedí. Megan retrocedió conmigo. Intenté correr pero mis piernas no respondían. El cilindro comenzó a vibrar como si algo en su interior se expandiera, presionando las paredes de cristal. El murmullo se volvió más fuerte, ahora sílabas entrecortadas, casi desesperadas. Había una intención en ese coro. Había un llamado. Un deseo. Y entonces entendí. No eran voces humanas tratando de comunicarse. Eran catorce. Exactamente catorce. Catorce tonos distintos, catorce respiraciones, catorce pulsos superpuestos.

Catorce estudiantes.

Megan gritó con un terror que jamás olvidaré. El cristal mostró una fisura fina pero audible. Una línea blanca cruzó el cilindro como una herida abierta. El líquido vibró. El cuerpo central se retorció. Las formas pequeñas se movieron como un enjambre enloquecido. El laboratorio entero pareció inclinarse hacia nosotros. Un temblor sacudió el suelo y el aire se llenó de un olor químico insoportable.

Corrimos. No recuerdo haber tomado la decisión. Mis piernas se movieron para salvarnos y ni siquiera tuve tiempo de mirar atrás. Megan cayó pero la levanté del brazo sin detenerme. El pasillo se estrechó a nuestro alrededor mientras la luz del cilindro destellaba detrás de nosotros como un relámpago sin sonido. A nuestras espaldas escuchábamos crujidos. Vidrio. Metal. Algo que se liberaba.

Subimos las escaleras sin respirar. Y cuando llegamos a la puerta del pasillo principal, la luz del laboratorio desapareció de golpe. Todo quedó en silencio.

Un silencio expectante.

Un silencio que sabía que volveríamos.

Cuando al fin alcanzamos el pasillo principal, cerré la puerta del sótano S7 con el peso completo de mi cuerpo. Megan se apoyó contra la pared opuesta respirando como si cada inhalación fuera un castigo. Durante varios segundos, ninguno de los dos fue capaz de hablar. Habíamos visto algo que no pertenecía a ningún mundo conocido. Habíamos despertado algo que llevaba décadas esperando ser descubierto. Pero lo peor no era lo que encontramos allá abajo. Lo peor era que sabíamos que ese ser, si se le podía llamar así, no era un accidente. Era el resultado. Era el propósito.

Megan rompió el silencio con un hilo de voz. Eso no estaba muerto. Lo que sea que es sigue creciendo. Sigue consciente. Y sabe que lo vimos. Yo quería contradecirla. Quería decirle que estábamos confundidos, que el miedo nos había hecho imaginar cosas imposibles. Pero las palabras que escuché en mi mente seguían repitiéndose con una claridad aterradora. No debieron venir. No debieron abrir. No eran palabras. Era un concepto que había invadido mi mente sin tocar mis oídos. Un pensamiento ajeno impuesto como una advertencia.

Aún mareado, levanté la mirada y noté que el pasillo estaba más oscuro que antes. La luz de emergencia parpadeaba con una cadencia irregular. Algo en el aire había cambiado desde que bajamos. Como si el edificio respirara más rápido. Como si estuviera despierto.

Tenemos que avisar a alguien, dije al fin. Seguridad, la policía, un laboratorio externo, no sé. Alguien tiene que cerrar esto para siempre. Megan negó con la cabeza de inmediato. Si llamamos a alguien destruirán todo sin entenderlo. No saben lo que representa. Yo no pude evitar mirarla con incredulidad. Megan, eso no es un descubrimiento científico. Eso es una abominación. Ella apretó los dientes. No entiendes. Si ese experimento se completó sin registro oficial, entonces alguien lo ocultó. Alguien importante. Si destruimos pruebas, perdemos la oportunidad de exponer a los responsables.

No me gustó lo que vi en sus ojos. Era la misma mezcla peligrosa de miedo y fascinación que noté desde que entramos al laboratorio. Algo dentro de ella necesitaba respuestas a cualquier costo. En cambio yo solo quería salir ileso de ese lugar. No era cobardía. Era intuición. Algo en aquel sótano nos había marcado. Y mientras más tiempo pasábamos allí, más fuerte se hacía esa marca.

Iré por ayuda, dije, buscando mi teléfono. Pero cuando lo encendí no había señal. Ni una barra. Pasé a modo avión y lo quité de nuevo. Nada. Megan revisó su propio teléfono. Tampoco. Es el sótano, dijo. La radiación de los equipos o las paredes de concreto muy gruesas lo bloquean. Yo sentí un escalofrío que no quise interpretar. El silencio se volvió más denso a nuestro alrededor. No era solo falta de señal. Era ausencia total de sonido. Incluso nuestras respiraciones parecían quedar atrapadas cerca del suelo.

Tenemos que salir, dije. Ahora. Megan asintió sin fuerza. Y empezamos a caminar por el pasillo rumbo a la escalera principal. Cada paso resonaba con un eco que antes no estaba allí. Como si alguien caminara detrás de nosotros repitiendo el ritmo exacto de nuestros pies. Me detuve. Megan también. El eco se detuvo con nosotros.

No mires atrás, me dijo Megan con un hilo de voz. Si miras, le das forma. Yo tragué saliva. Nunca había deseado tanto salir de un edificio. Caminamos más rápido. La escalera estaba a unos metros. Estiré la mano para abrir la puerta metálica cuando escuchamos un sonido que nos detuvo en seco. Un crujido profundo. No provenía del pasillo. No venía del techo. Venía de abajo.

Del laboratorio S7.

Megan retrocedió dos pasos. No puede ser. No puede estar pasando. El crujido se convirtió en un lamento húmedo. Una vibración que recorrió el piso bajo nuestros pies. Luego un golpe. Seco. Violento. Como si algo gigantesco hubiese impactado contra una superficie muy rígida. Mi corazón dio un salto doloroso. Era el cilindro. Algo lo había golpeado desde dentro. Algo que no quería quedarse allí.

Abrí la puerta de la escalera. Subimos corriendo. Esta vez no esperé a que Megan pudiera seguirme. Le agarré el brazo y la obligué a moverse. Las luces parpadeaban. Un zumbido eléctrico surgió de las paredes. Cada escalón vibraba bajo nuestros pies. Cuando por fin alcanzamos el primer piso, nos lanzamos hacia la salida de emergencia. Respiré aliviado al ver la luz del exterior filtrándose por las ventanas sucias.

Pero apenas abrí la puerta del vestíbulo principal, una corriente de aire helado nos golpeó. Todo el edificio tembló con una sacudida profunda. El sonido subió por las paredes como el rugido de un animal despertando. Sin pensarlo dos veces crucé el umbral. Y entonces ocurrió algo que me heló la sangre.

El sonido se detuvo.

Todo quedó en silencio absoluto.

Y luego escuché mi nombre. No en el pasillo. No en el aire. Dentro de mi cabeza. Una voz que no era voz. Un pensamiento que no era mío. Una palabra que llevaba un peso inmenso.

Vuelve.

Me giré como si alguien me hubiese sujetado por la nuca. Megan me agarró del pecho intentando detenerme. Su rostro estaba empapado en lágrimas. Gritó algo pero no pude escucharlo. Era como si el mundo alrededor se hubiera apagado excepto por esa única orden en mi mente. Vuelve. La criatura me llamaba. Sabía quién era. Conocía mi nombre. Conocía mi mente. Había entrado en mí como si la barrera entre nosotros fuera tan delgada como el cristal que lo contenía.

Megan me sacudió con fuerza. Sus ojos estaban llenos de terror. No puedes volver ahí. No puedes. Pero el llamado seguía. Fuerte. Exigente. Familiar. Como si una parte de mí hubiera quedado atrapada en ese sótano oscuro.

Entonces un estruendo retumbó en la profundidad del edificio. Un sonido final. Definitivo. Un estallido de cristal rompiéndose en mil pedazos.

El cilindro se había roto.

La luz que venía desde abajo iluminó el hueco de la escalera como un latido inmenso. Y el aire se llenó de un olor químico espeso mezclado con algo que no pertenecía a este mundo. Megan me tiró hacia fuera del edificio justo cuando las luces explotaron una por una en una secuencia descendente. El edificio entero pareció gemir como un organismo herido.

Cayó polvo desde las paredes. Algo se movía en los niveles inferiores. Algo grande. Algo que había esperado décadas para sentir el aire libre sobre su piel translúcida.

Salimos del edificio y corrimos por el estacionamiento vacío. La noche nos envolvió con un frío repentino. Detrás de nosotros el edificio quedó en silencio absoluto.

Pero no por mucho tiempo.

Una sombra se desplazó detrás de la ventana más baja. No la reconocí. No tenía forma definida. Era como si aún estuviera adaptándose al aire. A la luz. A la libertad.

Y en medio del silencio de la noche escuché la última palabra que la criatura puso en mi mente.

Comienzo.

La idea de regresar al sótano número 7 me desgarraba por dentro como si una mano invisible intentara arrancarme el corazón desde adentro. Había pasado días intentando convencerme de que no tenía que volver, que ya había visto demasiado, que había escuchado suficiente, que la verdad podía quedarse incompleta y seguiría siendo verdad. Pero cada vez que cerraba los ojos volvía a ver las sombras moviéndose como cuerpos sin dueño y a escuchar la respiración entrecortada de algo que no tenía boca.

El silencio de mi apartamento se había convertido en un enemigo. Cada crujido de la madera del piso sonaba como pasos. Cada vibración del refrigerador se sentía como un latido ajeno. Y cada vez que me miraba en el espejo veía los ojos de la niña que yo fui a los diecisiete años, los mismos ojos que habían visto una puerta abrirse sola y a un hombre que ya estaba muerto seguir caminando.

Yo sabía que si no volvía, nunca más tendría paz. La curiosidad y el miedo se habían mezclado dentro de mí hasta convertirse en un veneno que me recorría entera. Cuando finalmente tomé la decisión, no fue valentía lo que me movió sino desesperación. Necesitaba recuperar algo que había perdido sin darme cuenta. Quizá era mi nombre. O quizá era mi verdad.

El camino hacia la vieja instalación era igual de largo, pero esta vez no había lluvia ni tormenta. Era un día triste, seco y gris, de esos que parecen existir fuera del tiempo, como si nadie más en el mundo estuviera respirando. El edificio seguía abandonado, inclinado hacia un lado como si estuviera cansado de guardar secretos. La puerta principal, esa puerta que la vez anterior parecía a punto de caer, ahora estaba ligeramente entreabierta. No recordaba haberla dejado así. Sentí un escalofrío recorrerme desde el cuello hasta la espalda.

Entré.

La penumbra me recibió como una boca abierta. El aire era más pesado que antes, casi espeso, como si algo lo hubiera llenado con su presencia. Caminé despacio, sintiendo el latido en la garganta, un ritmo frenético que no podía controlar. Cada paso resonaba en el vacío como un aviso, como si fuera anunciando mi llegada a algo que ya sabía que venía.

El pasillo que conducía al sótano número 7 estaba más oscuro que la última vez. Las paredes parecían haber envejecido décadas en solo unos días. Una capa de polvo cubría el piso, pero lo que me heló la sangre fueron las huellas. No humanas. No animales. Huellas que parecían dedos demasiado largos, arrastrándose. Señales de que algo había subido desde lo profundo y después había vuelto a bajar.

Mis manos comenzaron a temblar.

Di un paso más y el aire cambió. Un olor metálico, como sangre seca, flotaba alrededor. Y entonces escuché el sonido. Un susurro apagado, como voces que no estaban hechas para hablar. Voces que no tenían garganta. Voces que repetían algo que no entendí al principio. Pero mientras más avanzaba, más claras se volvían. Era mi nombre. No el nombre que uso ahora, sino el que usaba cuando todavía era una estudiante que creía en promesas.

Me detuve de inmediato. Mi pecho se contrajo. No podía ser real. Nadie quedaba con vida dentro de esa instalación. Nadie que pudiera pronunciar nada. Y sin embargo ahí estaban, llamándome, arrastrando mi nombre como si lo estuvieran probando por primera vez.

El sótano número 7 apareció ante mí como una herida abierta. La puerta estaba cerrada esta vez, pero vibraba ligeramente, como si algo respirara detrás. Me acerqué sin querer hacerlo realmente y coloqué una mano sobre el metal frío. Sentí un pulso. Un pulso que no era humano. Un pulso que no pertenecía al mundo de la luz.

Quise retroceder, pero la puerta se abrió sola con un susurro largo.

El interior estaba completamente transformado. La habitación que antes estaba vacía ahora tenía marcas circulares en el piso, como si algo hubiera arrastrado su cuerpo alrededor una y otra vez. En las paredes había manchas oscuras que no quise tocar. Y en el centro, justo donde habían desaparecido los estudiantes hace tantos años, había una figura sentada de espaldas.

Mi corazón casi se detuvo.

Era pequeña. Encogida. Parecía un niño o una niña, pero su espalda era demasiado rígida, demasiado tensa. Su cabello caía como hebras secas. Y la forma en que respiraba era irregular, casi convulsiva. Me quedé paralizada, incapaz de avanzar o retroceder.

Entonces habló.

No se volteó. No se movió. Solo dijo con una voz que parecía hecha de ecos quebrados:

Tú volviste.

La piel de mis brazos se erizó de inmediato. Era la voz más triste que había escuchado en mi vida, pero también la más equivocada. No era humana. No pertenecía a este lado de la realidad.

Antes de que pudiera responder, la figura comenzó a levantarse muy lentamente. Sus articulaciones sonaron como huesos que no estaban bien unidos. Una sensación de frío profundo me rodeó, un frío que venía del suelo y subía hasta mis costillas como si quisiera romperlas desde adentro.

Dio un paso hacia mí.

Y otro.

La luz tembló, las sombras se estiraron como dedos. Y entonces, justo cuando la figura se detuvo a pocos metros, levantó la cabeza.

Y me vio.

Y en sus ojos reconocí algo que me hizo retroceder con un grito ahogado.

Porque no eran los ojos de un niño.

No eran los ojos de un humano.

Eran los ojos de alguien que yo había conocido diecisiete años atrás.
Alguien que había sido mi compañero.
Alguien que nunca debió haber regresado.

Alguien que, según todos, estaba muerto.

Y sin embargo me miraba como si nunca se hubiera ido.

No supe si grité o si el sonido quedó atrapado en mi garganta. Lo único que recuerdo es el peso del aire volviéndose insoportable cuando esos ojos se clavaron en mí. No eran los ojos del muchacho al que yo había admirado en silencio durante meses, aquel que siempre parecía tener respuestas para todo, que soñaba con ser médico y salvar vidas. No, estos ojos estaban huecos. Negros. Como si algo hubiera arrancado la vida que les pertenecía y después les hubiera obligado a seguir viendo.

Él dio un paso más hacia mí y el sonido que produjo su cuerpo al moverse me hizo retroceder sin pensar. Era un crujido extraño, como si cada hueso estuviera mal colocado y necesitara acomodarse con cada movimiento. Cuando abrió la boca para hablar, la mandíbula pareció descolocarse por un instante, como si no recordara cómo funcionaba.

Te dije que volverías.

Su voz no era suya. Era una mezcla de su tono de adolescente y algo más profundo y roto, como si hablara desde una caverna hundida dentro de sí mismo. Mis manos comenzaron a sudar, la respiración se volvió un espasmo difícil de controlar y tuve que apoyarme contra la pared para no caerme.

Sabía su nombre. Sabía quién era. Y esa certeza me golpeó como un puño en el pecho.

Daniel.

El chico que se había sentado a mi lado el día que nos asignaron al grupo. El que me prestó su chaqueta cuando temblaba de frío el día de la excursión. El que nos había sonreído a todos antes de desaparecer sin dejar rastro en el sótano número 7. Su rostro era el mismo, pero de alguna manera no lo era en absoluto. Su piel estaba demasiado pálida, como si la luz no pudiera tocarla. Sus labios tenían un tono grisáceo. Y sus movimientos eran tan extraños que parecían imitar a un humano sin entender realmente cómo debía funcionar un cuerpo.

Quise hablar, decirle su nombre, preguntarle qué había pasado, pero no pude. Solo un hilo de aire salió de mi garganta. Él inclinó la cabeza, como si estuviera tratando de recordar algo importante, como si mi presencia despertara un eco de lo que había sido alguna vez.

Tú estabas ahí. Tú viste la puerta. Tú escuchaste la llamada.

Cada palabra era un golpe. Yo no quería recordar, pero las imágenes regresaron de inmediato. La luz parpadeando. Esa voz grave que resonó en el pasillo. El olor metálico. Y la sensación de que algo se abría bajo nuestros pies. Daniel dio otro paso, acercándose más de lo que podía soportar. Mi cuerpo entero tembló.

Te necesitábamos.

La frase se clavó en mí como una aguja helada. ¿Quiénes? ¿Los catorce estudiantes desaparecidos? ¿Los que volvieron como él? ¿O algo más que yo aún no había visto? Daniel levantó una mano temblorosa y por un momento pensé que iba a tocarme. Pero se detuvo a centímetros de mi rostro, como si algo lo detuviera, como si existiera una frontera invisible entre nosotros.

Su mano estaba fría, más fría que cualquier piel humana. Y de sus dedos goteaba un líquido oscuro que se deslizaba silenciosamente hasta el piso. Cuando la luz tenue lo tocó, supe que no era sangre. Era demasiado espeso y parecía moverse por sí mismo, como si estuviera vivo.

Retrocedí un paso y él pareció sentirlo como un rechazo. Su rostro se contrajo con un gesto indescriptible, una mezcla de tristeza y furia reprimida. La habitación pareció encogerse, como si las paredes respiraran.

No debiste volver sola.

Sus palabras hicieron que mi corazón se detuviera por un instante. Sentí un escalofrío recorrerme desde la nuca hasta los pies. Antes de que pudiera pedirle que explicara, un sonido resonó detrás de él. Algo similar a un golpe seco, como un hueso quebrándose. Daniel giró la cabeza de una manera antinatural, casi completa, hasta mirar hacia el fondo de la sala.

Y entonces lo escuché.

Un arrastre lento. Pesado. Como si algo grande se moviera en la oscuridad.

Mi piel se erizó por completo. No podía ver más allá de Daniel, pero lo que fuera que estaba allí parecía enorme. Cada paso que daba hacía vibrar el suelo con un ritmo inquietante. La sombra comenzó a expandirse frente a nosotros, creciendo como si llenara los rincones más profundos del sótano.

Daniel volvió a mirarme con esos ojos rotos.

Ya viene. No te quiere a ti. Te necesita.

Su voz se quebró en la última palabra y un temblor recorrió su cuerpo entero. La sombra se detuvo a solo unos metros detrás de él. Entonces escuché un sonido que jamás podré olvidar, un gruñido profundo, húmedo, como si algo respirara a través de decenas de gargantas que no estaban hechas para respirar.

Y en medio de ese sonido, distinguí un detalle que me paralizó el alma.

Había más de una respiración.

Había muchas.

Demasiadas.

Daniel abrió la boca para decir algo más, pero no alcanzó. Un brazo oscuro, largo, imposible, lo envolvió por la cintura y lo arrastró hacia la penumbra con una velocidad que me hizo soltar un grito que rebotó en todas las paredes.

La sombra se lo llevó.

Y solo quedó el eco de su voz diciendo mi nombre como una súplica ahogada.

Me quedé sola.

Pero no en silencio.

Porque las respiraciones seguían allí.

Y cada una de ellas sabía quién era yo.

El sonido de esas respiraciones se convirtió en una marea que no podía detener. Cada inhalación profunda vibraba en mis costillas como si el aire perteneciera a otro mundo y estuviera intentando colarse dentro de mí. Quise correr, pero mis piernas no respondieron al principio. Estaban congeladas, como si el miedo se hubiera transformado en raíces que me clavaban al suelo.

La oscuridad frente a mí ya no era solo sombra. Era presencia. Era forma. Era una acumulación de cuerpos que no deberían existir juntos, moviéndose de maneras demasiado sincronizadas para ser humanas y demasiado caóticas para ser otra cosa. No podía ver rostros, solo siluetas entrelazadas, como si decenas de figuras hubieran sido comprimidas en un solo cuerpo gigantesco que latía en un ritmo grotesco.

Dio un paso. No, varios. O tal vez era un solo paso compuesto por muchas extremidades a la vez. El sonido fue como si la piedra respirara y crujiera al mismo tiempo. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que me desmayaría. Y entonces, entre el murmullo húmedo de esa criatura imposible, escuché mi nombre.

Pero esa voz sí la reconocí.

No pertenecía a Daniel.

No pertenecía a ninguno de los catorce estudiantes.

Pertenecía a alguien que no debería estar allí.

Mamá.

Mi mente se quebró por un instante. Esa palabra era la última que esperaba escuchar en aquel lugar. La última que debía existir en la boca de algo así. Mi madre había muerto hacía tres años. Yo misma la había despedido. La había sostenido de la mano mientras respiraba por última vez. Aquella criatura no podía saber eso.

Y sin embargo lo sabía.

Esa voz sonó otra vez. Más clara. Más profunda. Más terrible.

Mamá. Ayúdame.

Retrocedí tanto que golpeé la espalda contra la pared. El contacto frío me devolvió un sentido mínimo de realidad. Aquello no era mi madre. Era un eco, una imitación perfecta sacada de algún rincón de mi mente que jamás había compartido con nadie. Y entender eso me provocó algo aún peor que el miedo.

Significaba que aquello podía entrar en mis recuerdos.

La criatura se acercó más y una parte de su cuerpo se desprendió del resto, como un brazo hecho de sombras y carne informe, extendiéndose hacia mí. No sabía si iba a tocarme, atraparme o simplemente reconocerme. Pero lo que sí sabía es que si ese brazo me alcanzaba, yo no saldría de ese sótano nunca más.

Entonces lo escuché.

Un sonido diminuto. Débil. Pero claro.

Mi nombre. Susurrado desde la oscuridad, pero esta vez no por la criatura. Era otra voz. Una voz cansada. Dolorida. Pero humana.

Daniel.

Su rostro apareció en el borde de la penumbra. Estaba arrodillado, temblando, con las manos cubriéndose la cabeza. Parecía estar luchando consigo mismo, como si una parte de él quisiera regresar y otra parte lo arrastrara hacia la oscuridad. Al ver mis ojos, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse.

Corre.

Apenas lo dijo, la criatura reaccionó con un rugido que no parecía provenir de una sola boca, sino de muchas. El suelo vibró tan fuerte que sentí que iba a colapsar. Daniel dio otro paso hacia mí, extendiendo una mano que se retorcía mientras lo hacía, como si sus huesos intentaran volver a tomar la forma correcta.

Corre.

Esta vez gritó. Un grito que parecía desgarrarlo.

Y algo dentro de mí despertó. El pánico se convirtió en impulso. El miedo se transformó en movimiento. Mis piernas finalmente respondieron y comencé a correr sin mirar atrás. Pasé junto a mesas oxidadas, cables rotos, frascos vacíos que chocaban entre sí. El aire estaba helado y espeso, como si intentara frenarme. La criatura rugió de nuevo, un sonido tan profundo que sentí que me arrancaba el alma.

Escuché pasos detrás de mí. Unos arrastrados. Otros veloces. Otros inconsistentes, como si múltiples cuerpos intentaran seguirme al mismo tiempo. No sabía si eran los restos de los estudiantes. No sabía si era la entidad principal. No sabía si era Daniel intentando alcanzarme para ayudarme o atraparme.

No sabía nada.

Solo corría.

El pasillo parecía interminable. La luz de mi linterna parpadeaba, amenazando con apagarse en el peor momento. Cuando vi la escalera que llevaba a la salida, sentí algo parecido a una esperanza absurda. El acceso estaba abierto. La puerta metálica de arriba brillaba como un faro en medio del infierno.

Pero justo cuando di el primer paso, algo me sujetó el tobillo.

Caí de bruces contra el escalón. La linterna rodó hacia abajo, iluminando por un segundo aquello que me sostenía.

Un brazo.

Blanco. Huesudo. Demasiado largo.

Daniel.

Él me miró desde abajo, con un rostro lleno de dolor que no supe interpretar. No sabía si intentaba salvarme o impedir que saliera. Sus labios se movieron, pero al principio no escuché nada. Solo cuando acerqué el cuerpo para tratar de liberarme, pude distinguirlo.

No vuelvas.

Sentí su mano aflojarse. Y entonces, como si algo lo hubiera arrancado hacia atrás, desapareció en la oscuridad.

Me levanté tambaleando y subí los escalones como si mi vida dependiera de cada movimiento. Cerré la puerta de metal de un golpe, asegurándola con la cadena oxidada. Detrás de ella, el ruido se volvió ensordecedor. Golpes. Gritos. Rasguños. Voces humanas. Voces no humanas. Susurros que conocían mi nombre con una precisión imposible.

Y luego.

Silencio.

Un silencio tan profundo que dolió.

Salí tambaleando del edificio, respirando el aire nocturno como si fuese la primera bocanada de vida en siglos. Llamé a emergencias con manos temblorosas. No recuerdo qué dije. No recuerdo cómo llegué al camino principal. Solo recuerdo la sensación de que algo me estaba observando desde las ventanas oscuras.

Las autoridades acordonaron el lugar.

Sellaron el sótano número siete.

Dijeron que no encontraron nada dentro.

Nada.

Ni cuerpos.

Ni rastro.

Ni pruebas.

Solo paredes limpias y un piso sin marcas.

Pero yo sé lo que vi.

Sé lo que escuché.

Sé que Daniel estaba allí.

Y sé que no estaba solo.

Desde aquella noche, todas las madrugadas a las tres diecisiete escucho un golpe suave en mi ventana.

Tres golpecitos.

Siempre los mismos.

Siempre a la misma hora.

Y después, la misma frase.

Susurrada con una voz que ya no es humana.

No vuelvas.

Pero sé que algún día tendré que volver.

Porque algo quedó allí abajo.

Mi nombre.

Y no pienso dejar que lo siga llamando.

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