El amanecer de diciembre llegó con un frío que mordía la piel y un cielo plomizo que apenas dejaba filtrar la luz. La estación de Atocha despertaba lentamente, entre el murmullo metálico de los trenes y el aroma dulce del café recién hecho que escapaba de las cafeterías. Las voces se mezclaban con los pasos apresurados, los anuncios por megafonía y el sonido lejano de una guitarra que intentaba hacerse oír entre la prisa.
Esa guitarra pertenecía a Elena Morales, una joven de veintisiete años con el cabello recogido bajo una bufanda roja y una mirada que combinaba dulzura y cansancio. Cantaba en el andén cinco, su rincón desde hacía dos inviernos, donde el eco de los trenes se mezclaba con sus canciones. Allí, entre las corrientes de aire y los billetes arrugados que caían en la funda de su instrumento, encontraba una forma de existir.
Elena no cantaba por fama ni por dinero. Cantaba para no olvidar quién era. Había llegado a Madrid con una maleta pequeña y una voz grande, con el sueño de ser escuchada en teatros y no en pasillos subterráneos. Pero la ciudad, implacable y hermosa, la había devorado poco a poco, hasta dejarla con una buhardilla alquilada en Lavapiés y una guitarra que sonaba más vieja que ella.
Esa mañana el aire era más denso, más lento, como si el tiempo dudara en avanzar. Comenzó a tocar “Luna de abril”, una canción que le acompañaba desde niña, aunque nunca recordaba quién se la había enseñado. Su voz se elevó suave y melancólica, flotando sobre el ruido, acariciando las paredes frías de la estación. Algunos transeúntes redujeron el paso, otros dejaron caer una moneda sin mirar.
Entre la multitud apareció una anciana empujando un carrito lleno de flores. Su abrigo gris parecía demasiado grande, sus pasos inseguros. Se detuvo justo frente a Elena y la observó con una expresión que mezclaba ternura y desconcierto. Durante un instante, los ojos de ambas se encontraron y algo invisible pareció reconocerse entre ellas.
Cuando la canción terminó, la anciana se acercó despacio, sacó una flor blanca del carrito y la depositó con cuidado en la funda de la guitarra. “Para que sigas cantando, hija”, murmuró antes de perderse entre la multitud. Elena intentó seguirla con la mirada, pero la marea humana la devoró enseguida.
Elena permaneció inmóvil unos segundos, sosteniendo la flor. Los pétalos temblaban, suaves y fríos, como si hubieran viajado desde otro tiempo. No entendía por qué aquella voz la había estremecido tanto. La palabra “hija” resonaba en su mente con un eco familiar.
Un niño pequeño se acercó después con una moneda y una sonrisa tímida. “Gracias, campeón”, dijo Elena, intentando recuperar la serenidad. Pero su mente seguía en otra parte, en esa mujer de abrigo gris que había desaparecido con la misma sutileza con la que había llegado.
El reloj marcó las nueve y cuarto. El tren de Sevilla llegó con su rugido habitual, levantando un soplo de viento que hizo vibrar las cuerdas de la guitarra. Elena volvió a cantar, esta vez una melodía más alegre, por petición del guardia Sergio, que la vigilaba desde lejos con expresión indulgente.
—Cinco minutos más, Morales —le dijo sonriendo—. Y que sea una canción feliz, por favor.
—Lo intentaré —respondió ella, y su voz volvió a llenar el andén.
Pero mientras cantaba, vio algo que le hizo detenerse a mitad de nota. La anciana estaba allí otra vez. Sin carrito. Sin flores. Solo de pie, observándola con los ojos húmedos. No se movía, no sonreía. Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La mujer parecía querer decir algo, pero no encontraba las palabras.
Entonces, una lágrima se deslizó por la mejilla de la anciana. Y sin más, desapareció entre la multitud.
El silencio que siguió fue casi sagrado. Elena dejó caer las manos y se quedó mirando la flor blanca en su funda. Tenía los bordes marchitos, como si hubieran cruzado demasiados inviernos. La tomó con cuidado, la olió, y un aroma leve, dulzón, le trajo recuerdos que no sabía que tenía.
Se sentó en un banco cercano. La megafonía anunciaba destinos y llegadas, pero todo sonaba lejano. Abrió su cuaderno, ese viejo compañero donde guardaba letras inacabadas, y colocó la flor entre las páginas.
Mientras el tren partía, susurró: “Ojalá mi madre pudiera oírme.”
El viento arrastró una hoja seca hasta sus pies. La estación volvió a su rutina. La vida siguió, pero algo en el aire había cambiado.
Al día siguiente, Elena regresó puntual. El mismo lugar, la misma bufanda, el mismo frío. Pero el rincón donde la anciana solía estar estaba vacío. El olor a flores frescas se había desvanecido. Solo quedaban unos pétalos secos en el suelo.
Esperó. Miró hacia las escaleras, hacia los pasillos. Nada. La anciana no llegó.
Buscó refugio en la cafetería de la estación. El camarero, un hombre de bigote amable, le sirvió un café con leche.
—Hoy hace más frío que ayer —dijo—. Y la señora de las flores… no la he visto esta mañana.
Elena levantó la vista, sorprendida.
—¿La conoce?
—Solo de verla —respondió el hombre—. Siempre venía temprano. Decía que las flores eran su forma de recordar.
Elena se quedó en silencio. Esa frase se le clavó como una espina. ¿Recordar qué? ¿A quién?
Los días pasaron y la rutina siguió su curso. Pero la presencia de aquella anciana no la abandonaba. Cada vez que abría su cuaderno, la flor blanca parecía más viva, como si se resistiera a marchitarse del todo.
Una noche, en su buhardilla, Elena encendió la vieja radio. Una voz femenina hablaba de un reportaje sobre mujeres desaparecidas en Madrid durante los años 80. Entre los nombres, escuchó uno que le hizo perder el aliento: Isabel Morales.
Su propio apellido.
Elena corrió hacia su cajón y sacó una carpeta con documentos viejos. Entre ellos, la única foto que tenía de su madre adoptiva, Carmen, una mujer generosa que la había criado en Toledo. Carmen le había contado que la habían encontrado en un hospital, sin nombre ni pasado. Nunca había preguntado más.
Pero ahora algo se agitaba en su interior. Una intuición. Un llamado.
Volvió a la estación al amanecer siguiente. Cantó como siempre, pero esta vez entre cada verso buscaba en las caras ajenas el rostro de aquella anciana. No apareció.
Al caer la tarde, Sergio, el guardia, se acercó con una expresión grave.
—Oye, Elena. —dijo con voz baja—. Han dejado esto para ti en la oficina.
Era un sobre blanco, sin remitente. Dentro había una foto antigua. Una mujer joven, con un abrigo gris y una sonrisa suave, sostenía en brazos a una niña con una bufanda roja.
En el reverso, unas palabras escritas con tinta azul:
“Luna de abril. Para mi hija, Elena.”
Elena sintió cómo el suelo se le movía bajo los pies. Las lágrimas le nublaron la vista. Esa era la canción. Esa era su voz.
La anciana del andén cinco no era una extraña. Era su madre.
Pasó la noche entera caminando por Madrid, con la foto en el pecho y la bufanda cubriéndole el rostro. Cada esquina, cada farola, cada sombra le parecía familiar de pronto. La ciudad que la había rechazado la abrazaba ahora con un secreto que tardó veintisiete años en revelarse.
A la mañana siguiente, regresó a Atocha. El aire olía a tierra húmeda y a despedidas. Colocó la flor blanca sobre el banco donde siempre se sentaba la anciana. Cantó “Luna de abril” una vez más, con una voz distinta, más cálida, más libre.
La gente comenzó a detenerse. Algunos lloraban sin saber por qué. Otros grababan con sus teléfonos. Pero Elena no cantaba para ellos. Cantaba para su madre.
Cuando terminó, una ráfaga de viento cruzó el andén, levantando pétalos blancos que danzaron en el aire como copos de nieve. Por un momento, el mundo pareció detenerse.
Sergio se acercó y colocó una mano en su hombro.
—¿Todo bien, Morales?
Elena asintió.
—Sí. Ahora sí.
Aquel día no aceptó monedas. Cerró la funda de la guitarra, guardó el cuaderno y salió caminando sin prisa, como si el tiempo, por fin, le hubiera hecho un lugar.
Esa noche, en su buhardilla, encendió una vela junto a la foto. Abrió su cuaderno y escribió una nueva canción. La tituló “La flor blanca del andén cinco”.
Las notas hablaban de reencuentros imposibles, de trenes que no se detienen y de amores que sobreviven al olvido. Cuando terminó, sintió una calma que nunca antes había conocido.
Semanas después, un periodista que pasaba por Atocha escribió sobre “la chica de la bufanda roja” cuya voz había conmovido a toda una estación. El artículo se volvió viral. Las radios querían entrevistarla, las discográficas querían grabarla.
Pero Elena no buscaba fama. Solo quería cantar.
Regresó una última vez al andén. La flor que había dejado allí había desaparecido, pero en el suelo, justo donde solía estar el carrito de flores, crecía una pequeña planta blanca. La observó con ternura.
Quizá la vida siempre encuentra una manera de florecer, pensó.
Y mientras el tren hacia Sevilla partía, Elena volvió a cantar. Su voz, ahora más fuerte y luminosa, llenó la estación como una promesa.
El viento llevó su melodía por los pasillos, mezclándola con los ecos de la ciudad. Y en algún lugar, más allá del tiempo y de la muerte, una mujer con abrigo gris sonreía.