Era una noche cualquiera de trabajo, al menos eso parecía. Tenía más de diez años trabajando como mesero y, aunque los eventos siempre traían cierta emoción, la rutina ya se había vuelto familiar. Sin embargo, aquella noche sería diferente, aunque yo aún no lo sabía. Salí del restaurante pasadas las tres de la mañana, cuando la ciudad ya dormía y solo se escuchaba el eco de mis pasos sobre la acera.
El restaurante estaba frente a una carretera solitaria, un tramo en el que no había absolutamente nada alrededor por casi un kilómetro. La oscuridad se extendía como un manto pesado, y la luz de las farolas era escasa y temblorosa. Al otro lado, podía ver la parada donde se juntan los taxis de ruta; un lugar que en plena noche parecía un oasis de sombras quietas. Por esa carretera pasaban tráileres y camiones pesados, cuyas luces iluminaban brevemente la soledad que me rodeaba.
Llevaba una bolsa con comida, sobras del buffet, que serían mi desayuno. Me sentía ligero, satisfecho de haber terminado un evento, pero también con la sensación habitual de cansancio que te deja la madrugada. Caminaba despacio, disfrutando del silencio, cuando algo llamó mi atención. Un tráiler apareció a alta velocidad, rugiendo por la carretera como si quisiera devorar la noche.
Lo que sucedió después no puedo explicarlo con lógica. A unos diez metros de mí, se desprendió algo de debajo del tráiler. Primero pensé que era un perro grande, uno de esos que se cruzan peligrosamente en las carreteras. Rodó, golpeándose de manera violenta contra el asfalto, y mi primer instinto fue pensar que estaba muerto. Me quedé mirando, paralizado por una mezcla de horror y curiosidad.
Pero entonces ocurrió lo imposible. Esa figura se levantó en cuatro patas, corrió unos metros y luego se irguió en dos. La vi avanzar, saltando una cerca de púas que protegía los terrenos llenos de maleza con una facilidad que me dejó helado. Sus gemidos eran desgarradores, algo entre un llanto humano y un sonido animal, como de mono, pero con un tono tan desesperado que me hizo retroceder un paso.
Mientras intentaba asimilar lo que acababa de presenciar, un carro rojo apareció al frente, cruzando la carretera desde el otro lado. La década de los 2010 estaba llena de historias sobre “levantones”, y mi mente no podía evitar pensar en eso. El carro se detuvo y luego se dio la vuelta en U, como si buscara algo. Mi corazón latía acelerado, y crucé el camellón con cautela.
El carro se detuvo junto a mí y un hombre bajó la ventanilla. Me miró con curiosidad y dijo: “¿Qué onda, carnal, viste eso? No manches, ¿qué habrá sido?” Su voz era casual, pero había un dejo de nerviosismo que me hizo entender que él también había visto algo extraño. Le respondí que no sabía qué era, pero que no me quedaría a averiguarlo.
Sin embargo, me siguió. Me ofreció un raite, insistiendo: “Vente, está retirado todo, no te vaya a salir esa cosa más adelante”. Algo en su tono me tranquilizó y, a la vez, me generó cierta incomodidad. Después de pensarlo unos segundos, acepté. Subí al carro y noté que era nuevo, impecable, con el olor característico de lo recién comprado.
Durante el trayecto me volvió a preguntar si había visto lo mismo que él. Le dije que sí, que se veía muy feo y extraño. Su atención parecía genuina; no había burla ni exageración en su mirada. Me ofreció pasar al Oxxo, preguntando si quería algo. Pedí un cigarro, y volvió con una caja completa. Quise regresarle la caja, pero me dijo que no fumaba, que era para mí. Pregunté cuánto le debía y su respuesta me dejó aún más desconcertado: “Nada”.
Fue en ese momento cuando un nervio recorrió mi cuerpo. Su mirada era intensa, curiosa, pero no de forma morbosa. Comentó algo que me dejó helado: “Hueles a comida, carnal”. Abrí la bolsa y le enseñé los restos del buffet: cortes de carne, sopa fría, pan, todo lo que había guardado. Le ofrecí, y sin dudarlo empezó a comer como si no hubiera probado bocado en días.
Se terminó toda la comida en cuestión de minutos y, aun así, me dejó llevarlo hasta mi casa. Vivía solo en ese tiempo, y la sensación de vulnerabilidad me recorrió mientras caminábamos hacia la puerta. Me pidió entrar por un vaso de agua; no tenía, así que le ofrecí un refresco. Me sorprendió su forma de comportarse: tranquila, educada, pero extrañamente intensa, como si cada palabra tuviera un peso.
Hablamos durante casi dos horas sobre la vida, el trabajo, las mujeres, y los pequeños detalles que parecen banales pero que, en realidad, te revelan la esencia de una persona. Había una conexión extraña, inmediata, como si lo conociera desde siempre. Sentía que estaba frente a alguien que podría haber sido mi mejor amigo, alguien que pensaba y sentía igual que yo en tantas cosas.
Al final, me preguntó: “Oye, carnal, ¿y de aquí cómo me voy?” Me di cuenta de que no sabía cómo regresar, que estaba tan perdido como yo lo habría estado en su lugar. Su presencia era un contraste extraño: humana y normal, pero con un aire que sugería que no pertenecía del todo a este mundo.
Me dijo su nombre, pero al día siguiente, la memoria me falló. No recordé ni su rostro ni su nombre. Todo lo que quedó fue la sensación de que había encontrado a alguien especial, alguien que entendía la vida de una manera que nadie más lo hacía. Esa noche me enseñó que lo inexplicable puede cruzarse con lo cotidiano de formas que no se pueden comprender.
A veces, en medio de la rutina, recuerdo esos gemidos que sonaban como de mono, el salto imposible sobre la cerca, y el silencio que siguió. Recuerdo el carro rojo y la calidez inesperada de alguien que apareció de la nada, que compartió comida, conversación y compañía sin pedir nada a cambio.
Ese encuentro me dejó marcado. La carretera solitaria, la figura que cayó del tráiler, el hombre desconocido… todo quedó grabado en mi memoria como una experiencia que mezcla lo real con lo surreal. A veces me pregunto si realmente lo vi, o si fue un sueño lúcido provocado por la soledad y la madrugada.
Pero sé que no fue un sueño. La sensación de realidad era demasiado intensa: el olor de la comida, la textura de la bolsa, la voz del hombre, la manera en que reía y comía. Cada detalle era tangible, y al mismo tiempo imposible de explicar con palabras.
Con los años, he intentado racionalizarlo, buscar explicaciones: ¿fue un animal deformado? ¿un ser de otra dimensión? ¿o simplemente la mente humana jugando trucos en la madrugada? Ninguna explicación encaja del todo, y cada vez que lo intento, siento que pierdo algo esencial del recuerdo.
Lo que aprendí esa noche es que algunas experiencias no necesitan explicación. A veces, lo que importa no es entender, sino vivir, sentir y recordar. Esa mezcla de miedo, sorpresa y empatía que sentí me enseñó más sobre la vida y sobre la humanidad que muchos años de experiencias normales.
Nunca volví a ver al hombre ni a la figura que cayó del tráiler. No volví a pasar por esa carretera a esa hora, y nunca supe si alguien más la había presenciado. Pero cada vez que pienso en él, siento un extraño consuelo, como si un amigo perdido hubiera cruzado mi camino, aunque fuera solo por unas horas.
Esa madrugada se convirtió en un recuerdo que no envejece, un evento que desafía la lógica y que aún hoy me hace reflexionar sobre la vida, el destino y los encuentros imposibles. Cada vez que cierro los ojos, puedo ver su sonrisa, escuchar su voz, sentir que, por un momento, la soledad se llenó de algo que no se puede nombrar.
Y así, entre la oscuridad de la carretera, el ruido de los tráileres y la soledad de la madrugada, comprendí que hay historias que solo la vida puede escribir, encuentros que solo el destino puede provocar, y experiencias que solo el corazón puede recordar.
Desde entonces, cada vez que paso por una carretera solitaria, no puedo evitar mirar a mi alrededor, esperando quizás ver otra vez algo imposible, algo que me recuerde que el mundo está lleno de misterios que no necesitan explicación, solo respeto y asombro.