El libro que te elige: el misterioso secreto de una librería en Quito

Elías había vivido tanto entre libros que su voz ya sonaba como una página que se abre lentamente. Cada movimiento suyo tenía el ritmo pausado de quien aprendió que el tiempo, entre letras y silencios, no se mide por relojes sino por historias.

Su librería se alzaba en una esquina del viejo centro de Quito, donde las calles todavía conservaban el eco de los tranvías y los balcones parecían colgar del cielo. Desde afuera, apenas se distinguía un letrero gastado: “Librería de memoria”. Nadie sabía si ese era su nombre o una advertencia.

Dentro, el aire olía a papel húmedo, a tinta dormida. Los estantes eran más altos que los hombres, tan juntos que formaban pasadizos estrechos donde apenas cabía una persona. Y en medio de todo, Don Elías, con sus gafas de montura dorada y sus manos manchadas de polvo.

No era un librero común. No organizaba por autores ni por géneros. Cada libro tenía su lugar no por lo que decía, sino por a quién había tocado. Para Elías, un libro no era solo un conjunto de páginas: era un testigo.

Una tarde gris, cuando la lluvia repicaba contra los ventanales, un hombre cruzó la puerta. Su abrigo largo chorreaba, y llevaba una bufanda que le ocultaba medio rostro. Miró los estantes con la cautela de quien teme encontrar algo que no quiere recordar.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Elías, sin moverse de su silla.

El hombre dudó. Su voz salió baja, temblorosa.
—Busco un libro… pero no sé cuál.

Elías asintió con la serenidad de quien ya ha escuchado esa frase antes. Caminó despacio entre los estantes, pasando los dedos por los lomos, como quien acaricia rostros conocidos. Se detuvo de pronto, extrajo un volumen de tapas verdes y lo colocó frente al hombre.

—Este.

El desconocido lo tomó. En la primera página, con letra tenue, se leía un nombre: Gaspar.

—Ese es mi nombre —susurró, sorprendido.

Elías solo asintió.
—Los libros recuerdan a quien los toca.

Gaspar frunció el ceño. Abrió el libro al azar. Las líneas parecían hablarle directamente. Había frases subrayadas que no recordaba haber escrito, pero que describían con exactitud lo que sentía.

“Hay días en los que uno se despierta siendo otro, sin saber en qué momento se fue quien éramos.”

Sintió un nudo en la garganta. Pasó las páginas con manos temblorosas. Cada palabra parecía un espejo.

“No busco quien me entienda. Solo busco no tener miedo de oírme.”

—Este libro… —murmuró—. Fui yo quien lo escribió.

Elías lo miró con compasión.
—No. Este libro fuiste tú quien lo vivió. Lo dejaste aquí hace muchos años. Dijiste que no te pertenecía. Pero los libros no olvidan. Solo esperan.

Gaspar cerró el tomo. Lo sostuvo contra el pecho. Sintió que algo, dentro de él, se reacomodaba. Como si por fin las piezas rotas encontraran su sitio.

Esa noche volvió a casa con el libro bajo el brazo. No lo abrió. Lo dejó sobre la mesa, junto a una vela encendida. Lo miró durante horas. Era como mirarse a sí mismo, pero sin miedo.

A la mañana siguiente, despertó más liviano.

Volvió a la librería una semana después. Elías lo recibió con una leve sonrisa, sin necesidad de palabras.

—¿Tienes más como este? —preguntó Gaspar.

Elías señaló un rincón oscuro.
—Todos esos esperan. Fueron dejados por personas que no estaban listas para recordarse. Algunos llevan siglos aguardando.

Gaspar caminó entre los estantes. Tomó un libro con tapas azules. En la primera hoja, un nombre: Alicia. Lo abrió. Dentro había cartas sin enviar, pensamientos dispersos, confesiones escritas al margen. No eran historias inventadas. Eran vidas.

Pasó la tarde leyendo en silencio. A veces sonreía, otras lloraba. Cada libro era un espejo distinto, y cada espejo devolvía un rostro que había amado, una voz que había olvidado.

Al caer la noche, Gaspar dejó sobre el mostrador un cuaderno de tapas rojas.
—Este es mío —dijo.

Elías lo tomó con cuidado.
—¿Quieres dejarlo aquí?

—Sí. Ya no necesito esconderlo.

En la primera página se leía: “Lo que fui cuando no sabía quién era.”

Durante los días siguientes, comenzaron a llegar otros visitantes. Algunos entraban por curiosidad, otros por nostalgia. Todos salían con los ojos distintos. Como si hubieran leído algo que los nombraba sin permiso.

Una mujer de cabello gris abrió un libro y reconoció la letra de su padre, muerto hacía treinta años. Un joven encontró entre las páginas de un tomo polvoriento la dedicatoria que había escrito a su primer amor. Un niño descubrió un cuento firmado por su madre antes de que lo abandonara.

Cada uno salía con algo que no sabía que estaba buscando.

Elías observaba desde su mesa, en silencio. Para él, cada reencuentro era una página que se cerraba en paz. Sabía que no era un vendedor. Era un guardián.

Una noche, Gaspar volvió. Traía un brillo nuevo en los ojos.
—He empezado a escribir de nuevo —dijo—. Pero no para olvidar. Sino para recordar sin miedo.

Elías asintió.
—Eso hacen los libros. No curan. Acompañan.

Gaspar recorrió el lugar una vez más. Los estantes ya no le parecían laberintos, sino caminos. Caminos que conducían a otros, pero también a uno mismo.

Antes de irse, se detuvo frente a un libro encuadernado en cuero viejo. No tenía título. Lo abrió. En la primera página, una frase: “A veces los libros eligen a quien los necesita, no a quien los busca.”

Lo cerró con una sonrisa.

Días después, un nuevo visitante cruzó la puerta. Era una muchacha joven, con los ojos llenos de cansancio.
—No sé qué busco —dijo.

Elías se levantó, caminó entre los estantes y le entregó el cuaderno rojo de Gaspar.

La muchacha lo abrió, leyó las primeras líneas y se quedó inmóvil.
En su rostro se reflejó algo parecido a un amanecer.

Porque hay libros que no se leen: se recuerdan.
Hay historias que no se inventan: nos encuentran.

Y en aquella librería escondida entre las calles de Quito, donde los estantes susurraban nombres olvidados, Elías seguía escuchando.

Cada libro hablaba.
Cada alma respondía.

Y así, entre páginas que respiraban memoria, el mundo seguía escribiéndose una y otra vez.

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