El joven que conquistó el mundo del billar con una escoba: la historia de Kaden Herrbach

—¿Sabes cuál fue mi primer taco de billar?
—¿Cuál? —preguntó el periodista, intrigado.
—Una escoba. Mi madre la cortó y le pegó cinta en la punta. Así empecé.
Kaden Herrbach tenía 18 años, y el acento de quienes han crecido entre humildad y sueños. Nació en Grain Valley, un pueblo tranquilo de Missouri, donde el billar era más un pasatiempo de bar que una ruta de vida. Pero él tenía algo distinto. No solo talento: tenía obsesión.
—A los 10 años ya me quedaba hasta la medianoche practicando —dijo—. Me echaban de los locales. No era edad para estar allí.
Pero Kaden insistía. Su madre, sola, con dos empleos, lo llevaba de vez en cuando a los torneos juveniles. Nunca tenían para la entrada. A veces alguien del público cubría el coste. Otras, simplemente lo dejaban jugar porque sabían que era bueno. Demasiado bueno.
—No sabíamos de reglas, ni federaciones, ni nada —recordó su madre—. Solo sabíamos que el taco parecía parte de su cuerpo.
A los 16 ya era campeón estatal. A los 17, campeón nacional juvenil. Pero el gran salto llegó este año: fue invitado al Campeonato Mundial Junior 10-Ball en España.
Y ahí empezó el problema.
—No teníamos dinero para el vuelo, ni el hotel, ni la inscripción —contó su madre—. Solo teníamos ganas.
Pero algo inesperado ocurrió.
El dueño del bar donde Kaden solía practicar sin pagar organizó un torneo benéfico. “Por el chico que nos representa a todos”, decía el cartel. Se vendieron entradas, camisetas, y hasta un pastel en forma de bola 8. En menos de una semana, el pueblo recaudó más de 6.000 dólares.
—Lo hice por él —dijo Donna, una anciana que donó sus ahorros de bingo—. Es el primer niño que conozco que soñó en grande en este pueblo.
Antes de viajar, Kaden visitó la vieja mesa de billar del bar, esa que conocía mejor que su propio dormitorio. Se inclinó, colocó una bola, y la empujó suavemente hacia la tronera. Clack.
—No se trata de ganar —le dijo al dueño—. Se trata de devolver lo que me dieron.
Cuando llegó a España, nadie sabía quién era ese muchacho con camiseta genérica y taco desgastado. Pero cuando empezó a jugar, el silencio lo rodeó.
—No pestañea —comentó uno de los entrenadores rivales.
—Tiene el temple de un veterano —dijo otro.
En la semifinal, perdió por una sola bola. Pero la ovación fue para él.
En la rueda de prensa final, un periodista le preguntó:
—¿Qué sientes al haber llegado tan lejos sin patrocinadores ni academia?
—Que no necesitas una mesa de billar en casa… si tienes un pueblo entero detrás.
La frase se viralizó. Cadenas deportivas lo compartieron. Y el alcalde de su ciudad anunció que le pondrían su nombre a la sala juvenil del centro cívico.
Esa noche, Kaden no durmió. Miró su taco viejo, el mismo desde hacía seis años. Y sonrió.
Porque los sueños, como las bolas de billar, a veces rebotan muchas veces antes de caer en el sitio justo.
Y cuando caen…
Suenan a verdad.

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