Cuando una televisión en blanco y negro enseñó a un niño el valor de lo compartido

Cuando era niño, en mi casa no había televisión. Ni luz eléctrica. La noche se llenaba únicamente del parpadeo de una vela que mi madre cuidaba como si fuera oro.

Esa luz temblorosa iluminaba los contornos del pequeño cuarto de adobe y dejaba que las sombras danzaran en las paredes mientras nosotros nos acomodábamos cerca de la mesa, tratando de leer o conversar con suavidad para no gastar demasiado la mecha. La oscuridad no me asustaba; más bien me enseñaba a observar, a escuchar, a valorar cada chispa de claridad.

Pero en la casa de la vecina, doña Rosa —una mujer de voz fuerte y corazón noble— existía algo que, para mí, era pura magia: una televisión. Una caja grande de madera que parecía contener el mundo entero en su interior, una ventana a lugares que solo existían en sueños y cuentos.

Cada tarde, después de la escuela, mis hermanos y yo corríamos hasta su cerca de madera. Tocábamos la puerta despacito, casi temblando, esperando que su voz nos invitara a entrar: “Pásenle, muchachos, pero siéntense calladitos.”

Y cuando eso ocurría, era como si nos abrieran las puertas del cielo. Nos sentábamos derechitos, sin movernos, con los ojos brillando frente a la pantalla en blanco y negro. Caricaturas que parecían vivir, comerciales que nos hacían reír por la simple curiosidad de ver objetos desconocidos y noticias que ni entendíamos, pero que nos hacían sentir que el mundo era enorme y que nosotros, por un instante, éramos parte de él.

No todos los días teníamos suerte. A veces tocábamos la puerta una y otra vez, y nada. Veíamos la luz de la televisión por la rendija y sabíamos que estaba encendida, pero doña Rosa no respondía.

Nos quedábamos un rato en silencio, con la ilusión apagándose poco a poco, y nos íbamos arrastrando los pies. Nunca hubo enojo. Nunca hubo reproches. Porque entendíamos, sin saberlo, que lo que se da sin obligación vale el doble, que la generosidad verdadera no se fuerza ni se exige.

Con el tiempo, aprendimos que la puerta cerrada también enseñaba algo. Nos enseñaba paciencia, respeto y gratitud. Nos enseñaba que los momentos especiales no se exigen: se agradecen. Esa lección se quedó conmigo más que cualquier programa o caricatura. Recordarla me hace sonreír incluso ahora, cuando las pantallas llenan cada hogar y cada calle está iluminada por luces artificiales.

Cada tarde que nos sentábamos frente a la televisión de doña Rosa, yo sentía un cosquilleo de asombro que aún hoy puedo recordar. Las sombras bailaban alrededor de la habitación, pero la luz del aparato era fija, cálida y poderosa.

Todo parecía posible: podía viajar a lugares que nunca había visto, conocer personas que jamás existirían en mi calle, sentir emociones que no entendía pero que me atrapaban. Mis hermanos se inclinaban hacia la pantalla, los ojos abiertos como platos, y yo me dejaba llevar por ese hechizo silencioso.

Doña Rosa nunca exigía nada a cambio. Su puerta se abría y nos invitaba a entrar, simplemente porque quería compartir. Nunca nos reprendió si hacíamos ruido o si no comprendíamos algún programa. Su bondad no estaba en palabras pomposas ni en gestos grandilocuentes; estaba en cada acto sencillo de permitirnos soñar, de dejarnos ver más allá de nuestro pequeño mundo de adobe y velas.

Recuerdo una tarde en particular, cuando la lluvia caía con fuerza y el viento azotaba los árboles. Habíamos corrido hasta su casa, empapados y temblando, y al llegar la luz de la televisión brillaba desde la rendija de la puerta. Tocamos suavemente, y doña Rosa apareció, su delantal húmedo, una sonrisa cálida y su voz firme: “Pásenle, muchachos.

Que no se enfríen.” Ese día vimos un programa de dibujos que narraba las aventuras de un grupo de niños en un mundo fantástico. Reímos, gritamos de emoción y nos quedamos mirando hasta que la luz de la pantalla nos recordó que la noche caía y que el hogar nos esperaba.

Esos momentos eran mágicos no por la televisión misma, sino por el acto de compartir. El aparato era un puente que conectaba nuestros pequeños sueños con la inmensidad del mundo. Doña Rosa nos ofrecía no solo imágenes y sonidos, sino una oportunidad de imaginar, de sentir y de aprender. Aprendimos a esperar, a valorar y a respetar ese regalo silencioso.

Con los años, comprendí algo importante: la verdadera magia no estaba en la televisión, sino en el corazón de quien compartía su luz. Porque cada gesto de generosidad, por pequeño que pareciera, podía transformar la vida de alguien. Cada vez que nos invitaba a entrar, aprendíamos lecciones que ni libros ni maestros podían enseñarnos: la gratitud, la paciencia, la alegría de recibir sin merecer y el respeto hacia los demás.

Nunca olvidaré el olor del café en su cocina, mezclado con el aroma del pan recién hecho y el suave sonido de la madera de la televisión encendida.

Nunca olvidaré cómo nos sentábamos, quietos, tratando de absorber cada imagen, cada sonido, cada emoción que aquella caja de madera podía ofrecer. Incluso los momentos en que no podíamos ver nada, cuando la puerta permanecía cerrada, nos enseñaron algo valioso: que la espera y el deseo aumentan la importancia de lo que recibimos, y que la generosidad verdadera no depende de la obligación.

Con el tiempo, esas tardes frente a la televisión se convirtieron en recuerdos que iluminan mi memoria. Me enseñaron a valorar lo compartido, a agradecer lo pequeño, a esperar con paciencia y a descubrir la alegría en los gestos sencillos. La bondad de doña Rosa no solo me permitió ver caricaturas o noticias, sino que me mostró cómo un acto de generosidad puede crear magia en la vida de un niño y permanecer para siempre.

Incluso ahora, con todas las pantallas que llenan las casas modernas, cierro los ojos y puedo regresar a aquel cuarto con piso de cemento, al aroma del café, a la risa contenida y a la luz parpadeante de la vela que iluminaba nuestra infancia. Y comprendo que lo que realmente aprendí no fue sobre la televisión, sino sobre la gratitud, la paciencia y la bondad. Aprendí que la magia más grande no proviene de los aparatos, sino de los corazones que los usan para compartir.

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