“Le prometió embalsamar a su padre… y cuando lo hizo, algo inexplicable ocurrió”

El aire del anfiteatro olía a desinfectante y cera caliente. Las luces blancas, frías y despiadadas, revelaban cada rincón de la habitación donde la muerte era rutina y el respeto, una forma de amor silencioso. Yo era embalsamadora desde hacía más de diez años, y creía haber visto todo: cuerpos marcados por accidentes, rostros endurecidos por la ira, pieles que aún parecían temblar bajo la sombra de una vida reciente. Pero aquella vez, la muerte tenía un rostro que conocía demasiado bien.

Era el de mi padre.

Nunca imaginé que ese día llegaría tan pronto. Aún recuerdo cómo me tomaba del hombro cuando era niña, con esas manos grandes y seguras, mientras me decía que algún día sería fuerte, que no debía temerle a la muerte. “No hay nada que temer, hija”, solía repetir, “la muerte solo es un cambio de casa.”

Él siempre lo dijo con una calma que me irritaba. Pero ahora, al verlo frente a mí, inmóvil sobre la mesa metálica, comprendí lo que quiso decir. Era como si su cuerpo hubiese dejado de pertenecerle, pero su presencia todavía llenaba el lugar.

La habitación estaba en silencio, salvo por el zumbido del calentador de cera y el golpeteo de mis guantes contra el acero. Me había prometido a mí misma que haría el trabajo perfecta, sin temblores, sin lágrimas. Él me lo había pedido en vida, casi en tono de broma, durante una cena años atrás:
—Cuando me toque a mí, hija, quiero que seas tú quien me prepare. Nadie más.
Yo me reí, sin saber que aquella promesa se convertiría en una carga tan profunda.

Encendí la lámpara auxiliar, acomodé los instrumentos y respiré hondo. El cuerpo de papá estaba rígido, pero su expresión tenía algo de serenidad. Apliqué las primeras inyecciones con cuidado, moviéndome como si cada gesto fuera un acto de devoción. Cada paso era un adiós lento, metódico.

Mientras trabajaba, el aire acondicionado hacía un ruido insistente. Lo apagué; la habitación se volvió pesada, casi asfixiante. La cera comenzaba a derretirse en el recipiente. El olor dulce se mezclaba con el aroma metálico de los químicos.

Fue entonces cuando sentí el primer escalofrío.

Era esa sensación mínima, como cuando sabes que alguien te observa. Me giré. No había nadie. Solo los otros cuerpos cubiertos con sábanas blancas, inmóviles, ajenos. Sonreí con nerviosismo. “No empieces con tonterías”, me dije. Y seguí.

Empecé a aplicar la cera en el cuello, con movimientos suaves. Pero algo cambió. El silencio se volvió más espeso, como si el aire se coagulara. Sentí un leve roce en mi cabello. Un toque. Ligero, pero inconfundible.

Mi cuerpo se tensó.

Dejé la espátula sobre la mesa, giré lentamente y miré a mi alrededor. Nada. Solo el eco de mi respiración. “Estás nerviosa, es tu padre, claro que estás sensible”, razoné. Pero el corazón me latía con una fuerza absurda.

Intenté volver a concentrarme. Le hablé en voz baja, como si mi voz pudiera calmar el temblor interno:
—Tranquilo, papá… ya casi termino.

Lo dije con ternura, pero las palabras apenas salieron. El aire se volvió más frío. Lo sentí otra vez. Esa caricia. Esta vez más clara, como si una mano invisible pasara por mi cabeza de manera lenta, cuidadosa, casi paternal.

La piel se me erizó por completo.

Di un paso atrás, mi respiración se aceleró, el calor de la cera me ardía en los dedos. Quise convencerme de que era una corriente de aire, una sugestión… pero no había ventanas abiertas. Ni un sonido ajeno.

Me aparté del cuerpo, temblando. Caminé hacia la puerta y la abrí con brusquedad. El pasillo estaba vacío. Afuera, el sonido de la lluvia se colaba por las rendijas del techo.

Me senté en una banca, las piernas convertidas en gelatina. Intenté pensar con lógica: fatiga, tensión, duelo. Sí, eso debía ser. Respiré profundamente, una, dos, tres veces. No podía fallarle. No ahora.

Esperé a que llegara Martín, el otro embalsamador. Cuando entró, su expresión cambió al verme tan pálida.
—¿Estás bien?
—Sí… sí, solo… el aire me mareó —mentí.

Volvimos juntos al anfiteatro. Con su presencia, el miedo se diluyó. Terminamos de maquillar, de vestir, de acomodar las flores en torno al ataúd. Todo transcurrió sin sobresaltos.

Pero en el fondo, algo en mí había cambiado.

Esa noche, cuando el cuerpo de mi padre fue llevado a la capilla, me quedé observando su rostro. Se veía tranquilo, como si el tiempo se hubiese detenido justo antes de su última sonrisa. Toqué su mano fría y juraría que por un instante sentí un leve calor.

Durante los días siguientes, el suceso me rondó la mente como un eco. No se lo conté a nadie. Los demás hablaban del funeral, de los arreglos, de los pésames, mientras yo seguía pensando en esa caricia invisible.

Pasaron las semanas, y volví al trabajo. Todo parecía normal. Pero algo… algo persistía. Cada vez que preparaba un cuerpo, me parecía oír un susurro, una respiración que no era mía. A veces, el aire se movía de una forma sutil, como si alguien caminara a mi alrededor.

Una tarde, mientras limpiaba instrumentos, escuché una voz baja, tenue, casi confundida.
—Hija…
Me quedé helada. El bisturí cayó al suelo.
Miré hacia la sala. Vacía.

No sabía si estaba enloqueciendo o si, de alguna forma, él seguía allí. Esa idea no me aterraba. Me consolaba.

Empecé a quedarme más tiempo después de las guardias, hablando en voz baja con los cuerpos, contándoles historias, como hacía con él. Era absurdo, pero me tranquilizaba.

Una noche, sin embargo, comprendí que había cruzado una línea.

Había terminado de embalsamar a un hombre mayor y me disponía a cubrirlo cuando noté algo extraño. En el reflejo del acero quirúrgico, detrás de mí, se veía una silueta. No era la mía. Era la de un hombre alto, con los hombros anchos… exactamente como mi padre.

Me giré con el corazón desbocado. Nadie. Solo el sonido del reloj.

Sentí entonces una mezcla de alivio y tristeza. Si era él, si realmente seguía ahí, no quería que se quedara atrapado.
Esa noche fui a su tumba. Llevé una flor y una promesa nueva.

—Papá —susurré frente al mármol húmedo—, ya puedes irte. Te juro que estoy bien.

El viento sopló fuerte, moviendo las hojas de los árboles. Fue un sonido extraño, casi como una respiración profunda. Cerré los ojos. Sentí de nuevo ese toque leve en mi cabello. Una última caricia. Esta vez no tuve miedo.

Con el paso del tiempo, empecé a entender. Aquella experiencia no había sido un castigo ni una alucinación. Había sido un regalo. Un último adiós.

Desde entonces, cada vez que una familia me entrega el cuerpo de un ser querido, pienso en mi padre. En lo que sentí aquel día. En la fragilidad que une a los vivos y a los muertos. Porque en el fondo, la muerte no es más que una frontera de aire.

A veces, cuando estoy sola en la sala, siento esa presencia cálida otra vez. Y sonrío. Sé que es él. Observándome, asegurándose de que sigo cumpliendo mi promesa: hacer que cada cuerpo, cada rostro, sea tratado con la misma ternura con la que lo hice con el suyo.

He aprendido a no temer. Porque, al final, todos somos solo eso: amor suspendido entre dos mundos, esperando el momento de descansar.

Y aunque el silencio del anfiteatro siga siendo profundo, ya no me asusta. Porque ahora sé que dentro de ese silencio… también habita el amor.

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