
La inmensidad de la Sierra Madre Oriental se tragó a un hombre en septiembre de 2009. El Inspector de la Guardia Ambiental, Ricardo Torres, de 38 años, salió en solitario para una patrulla de rutina de tres días, con la misión específica de investigar una remota mina abandonada donde se habían reportado movimientos sospechosos y actividades ilícitas.
Acompañado únicamente por su fiel caballo, “Rayo,” Torres había registrado meticulosamente su ruta y el punto de retorno. No obstante, al caer la noche del tercer día, el protocolo de comunicación se interrumpió abruptamente.
Una operación de búsqueda inicial no arrojó resultados, encontrando solo las últimas pisadas de “Rayo” antes de que las huellas desaparecieran misteriosamente en la roca volcánica, dejando un vacío total en la vasta y hostil geografía de la sierra. El caso se archivó como una de las incontables “desapariciones sin resolver” del norte de México.
El velo del misterio se descorrió seis años después, en el verano de 2015. Un grupo de exploradores, mientras escalaban una barranca profunda y poco conocida, se topó con un hallazgo que estremeció a las autoridades: el esqueleto de un caballo. Atascado en una grieta casi inaccesible del cañón, los restos presentaban fragmentos de una montura de servicio.
Los veterinarios forenses confirmaron, gracias a una lesión antigua y muy particular en la extremidad delantera del animal, que se trataba de “Rayo”, el caballo del inspector desaparecido.
Este descubrimiento descartó inmediatamente la versión de un accidente de rutina y catapultó el caso de nuevo al centro de la atención pública, siendo reclasificado por la Procuraduría como un incidente criminal altamente probable.
La investigación se centró entonces en la mina que Ricardo Torres tenía planeado inspeccionar. Las autoridades encontraron la zona convertida en un campamento improvisado.
Había barriles, residuos de procesos químicos y restos de equipos, todo indicando la presencia de un narcolaboratorio clandestino a gran escala, camuflado bajo la fachada de una empresa extractiva. Lo más revelador fue el hallazgo de un pequeño trozo de cinturón con un número de serie que coincidía con el equipo de radio de Torres.
La evidencia era irrefutable: el inspector había llegado a su destino y había sido testigo de la operación. El testimonio de un hombre, anteriormente vinculado al grupo de crimen organizado que operaba el sitio, describió el instante trágico: Torres confrontó a los responsables, quienes, bajo las órdenes de su líder, un “empresario” local conocido como “El Toro,” ordenaron su “neutralización” para proteger la operación multimillonaria.
El punto final de la búsqueda llegó en una polvorienta cisterna abandonada a unos cientos de metros del laboratorio. Buzos tácticos recuperaron un bulto cuidadosamente envuelto en lona y atado con cables, hundido intencionalmente para ocultarlo.
Dentro, se encontraron los restos del inspector. Entre sus pertenencias, se identificó un llavero con el emblema federal y un cuchillo con las iniciales R.T. grabadas.
El examen forense confirmó la naturaleza violenta del deceso, revelando la causa fatal. El testimonio del colaborador también detalló la brutalidad con que forzaron al caballo, “Rayo,” a caer por la barranca para simular una caída accidental.
El caso conmocionó al país, revelando la colusión entre la delincuencia organizada y las estructuras empresariales que operan en zonas fronterizas. En el Tribunal Federal, “El Toro” y sus cómplices fueron declarados culpables de delincuencia organizada y de los actos violentos que resultaron en la pérdida del servidor público.

La sentencia fue implacable, marcando un hito en la lucha contra la impunidad en las áreas protegidas de México. Ricardo Torres, quien cumplió con su deber de proteger la naturaleza y la ley hasta el final, fue honrado póstumamente, su historia resonando como un recordatorio de los peligros que enfrentan los guardianes de la ley en las regiones más remotas de la Sierra.