EL REY CIEGO Y LA PROFETA DE CARTÓN: “TU FE ES LA ÚNICA LUZ QUE TE QUEDA”

El veredicto cayó como una guillotina invisible. Seco. Final. Irrevocable.

—El daño es absoluto, don Alejandro. Sus nervios ópticos son tejido muerto. No hay cirugía en Suiza, ni en el mundo, que pueda traerle de vuelta la luz.

Alejandro no parpadeó. Sus ojos, ahora dos pozos de obsidiana inútil, miraban fijamente hacia donde creía que estaba el médico. No había lágrimas. Los hombres como Alejandro, dueños de imperios y rascacielos, no lloraban ante la derrota; se calcificaban.

—Lárguese —susurró.

El silencio que siguió al portazo del médico fue más pesado que el mármol que cubría los pisos de su ático en Cartagena. Alejandro estaba solo. Rodeado de lujos que ya no podía admirar. Un Picasso en la pared que ahora era solo un lienzo con textura. Una vista al mar Caribe que ahora era solo el sonido de olas burlándose de él.

Un año.

Había pasado un año desde el accidente de coche. El metal retorcido. El olor a gasolina quemada. Y el silencio repentino de Elena, su prometida, en el asiento del copiloto. Ella murió al instante. Él sobrevivió para vivir en un ataúd negro.

Se levantó del sofá de cuero italiano. Sus manos tantearon el vacío. Sus dedos chocaron contra una escultura de bronce. La empujó. El estruendo del metal golpeando el suelo resonó como un disparo.

—¡Maldita sea! —rugió, su voz rompiéndose en la garganta.

La oscuridad no era solo falta de luz. Era una entidad. Un parásito que se alimentaba de su rabia. Alejandro había convertido su hogar en un mausoleo. Las cortinas estaban perpetuamente cerradas, bloqueando un sol que él consideraba un insulto personal. Había despedido a enfermeras, terapeutas y amigos. Solo quedaba el personal esencial, sombras silenciosas que caminaban de puntillas temiendo despertar al dragón herido.

Pero había una sombra que no temía.

Luna tenía ocho años y zapatos gastados. Hija de Carmen, la nueva cocinera, Luna poseía esa sabiduría inquietante que solo otorga la pobreza digna. Mientras su madre picaba cebollas y lloraba en silencio por las deudas, Luna exploraba la mansión.

Para ella, Alejandro no era un monstruo. Era un cuento triste.

Lo observaba desde el umbral de la puerta del despacho. Lo veía sentado en su silla giratoria, de espaldas al escritorio, mirando hacia la oscuridad eterna. Luna no veía a un millonario arruinado. Veía a un rey atrapado en una torre sin puertas.

—Huele a lluvia, señor —dijo ella una tarde. Su voz era pequeña, pero cortó el aire estancado de la habitación como una navaja.

Alejandro se tensó. Giró la silla bruscamente.

—¿Quién está ahí? ¡Dije que no quería a nadie!

—Soy Luna. La hija de Carmen.

—No me importa de quién seas hija. Sal de aquí.

—El cielo está gris, como el pelo de mi abuela. Y el mar está picado. Las nubes parecen caballos enfadados.

Alejandro golpeó el escritorio con el puño.

—¡Basta! —gritó—. ¡No me interesan tus metáforas estúpidas! ¡No hay gris! ¡No hay mar! ¡Solo hay negro! ¿Entiendes eso, niña insolente? ¡Todo es negro!

Luna no retrocedió. Se quedó allí, con sus manos entrelazadas a la espalda, observando la vena que palpitaba en la sien del hombre.

—Lo negro también es un color, señor. Es el color del descanso. Usted solo lo usa para esconderse.

—¡Fuera!

Alejandro agarró un pisapapeles de cristal y lo lanzó sin apuntar. El objeto se estrelló contra la pared, a un metro de la cabeza de la niña. El sonido del impacto fue terrible.

Luna salió corriendo. Alejandro se quedó respirando agitadamente, sintiendo cómo el odio hacia sí mismo le quemaba el estómago. Se tocó la cara. Estaba ardiendo. Odiaba su debilidad. Odiaba necesitar ayuda para ir al baño. Odiaba que una niña de ocho años tuviera la audacia de hablarle de colores cuando él vivía en el infierno.

La guerra continuó durante semanas.

Alejandro se negaba a comer. “La comida no tiene sabor si no puedes verla”, decía, empujando platos de porcelana fina que terminaban rotos en el suelo. Se negaba a aprender Braille. Se negaba a usar bastón. Cada negativa era un ladrillo más en la pared de su prisión. Su cuerpo, antes atlético, comenzó a atrofiarse. Sus pómulos se marcaron. Su barba creció descuidada.

Se estaba dejando morir. Era un suicidio lento, pasivo y doloroso.

Luna, sin embargo, era implacable. Tenía la terquedad de la fe. Su abuela le había dicho una vez: “Los ojos solo ven la piel; el corazón ve el alma. Y ese hombre tiene el alma rota, mija”.

Un martes, Luna entró con una flor. Un jazmín.

Se acercó sigilosamente hasta el escritorio donde Alejandro yacía con la cabeza entre los brazos. Dejó la flor cerca de su mano.

El aroma.

Dulce. Penetrante. Inevitable.

El olor golpeó a Alejandro como un puñetazo en el plexo solar. Era el perfume de Elena. Ella usaba aceite de jazmín. El recuerdo fue tan vívido, tan visual, que por un segundo vio su sonrisa.

Pero la visión se desvaneció, dejando solo el vacío negro. El dolor fue insoportable.

Alejandro se levantó de un salto, tirando la silla. Sus manos barrieron el escritorio buscando la fuente de ese olor tortuoso. Encontró la flor. La estrujó en su puño hasta que los pétalos se convirtieron en una pasta húmeda.

—¡¿Por qué me torturas?! —bramó, girándose hacia donde sentía la presencia de la niña—. ¡¿Quién te crees que eres?!

—Es jazmín, señor. Es alegre.

—¡No es alegre! ¡Es muerte! —Alejandro lanzó los restos de la flor hacia ella—. ¡Deja de intentar arreglarme! ¡Estoy roto! ¡Mis ojos están muertos!

—Sus ojos sí —dijo Luna, con una calma que helaba la sangre—. Pero usted no.

—¡Lárgate y no vuelvas nunca! ¡Dile a tu madre que están despedidas! ¡Las quiero fuera de mi casa esta noche!

El silencio que siguió fue absoluto. Luego, el sonido de unos pequeños pasos alejándose.

Alejandro se dejó caer al suelo. Se ovilló en posición fetal sobre la alfombra persa. Lloró. Pero no fue un llanto de liberación. Fue un llanto de rabia pura, venenosa.

Esa noche, el cielo de Cartagena cumplió la profecía de Luna.

La tormenta no llegó; estalló. El viento aullaba golpeando los ventanales blindados del ático como si quisiera arrancarlos. Los truenos sacudían los cimientos del edificio.

Alejandro estaba en su despacho, borracho de whisky y de miseria.

El ruido era ensordecedor. Para un ciego, el sonido se magnifica, se vuelve físico. Cada trueno era una bomba detonando dentro de su cráneo. Se levantó tambaleándose, buscando la botella.

Su mano chocó contra algo.

No era la botella. Era el marco de plata. La foto de Elena. La última foto que se tomaron juntos, en París, dos días antes del accidente. Él sabía exactamente dónde estaba. Siempre la tocaba. Recorría el borde de plata fría imaginando que era el perfil de ella.

El marco cayó.

El sonido del cristal rompiéndose fue, para Alejandro, el sonido del fin del mundo.

—¡No! —gritó.

Se lanzó al suelo. De rodillas. Frenético.

Sus manos golpearon el mármol, buscando. Palpando.

—¿Dónde estás? ¡Elena!

Sus dedos encontraron el cristal roto. Sintió el corte agudo, el dolor inmediato, pero no le importó. Siguió buscando. La sangre comenzó a manchar el suelo, cálida y pegajosa.

—¡Maldita sea! ¡No puedo encontrarla! —sollozó, golpeando el suelo con los puños ensangrentados—. ¡No puedo verla!

Estaba rodeado de fragmentos afilados. Cortado. Sangrando. Solo. La tormenta rugía afuera, pero el huracán dentro de su pecho era más violento.

—¡Señor!

La voz vino desde la puerta.

—¡Vete! —aulló Alejandro, levantando una mano chorreando sangre—. ¡Déjame morir en paz!

Sintió unos pasos rápidos. Y luego, unas manos pequeñas.

Luna no tuvo miedo. Vio la sangre. Vio al gigante derrumbado. Vio los cristales. Y no corrió.

Se arrodilló frente a él, ignorando los vidrios que crujían bajo sus propias rodillas.

Agarró las manos de Alejandro. Las manos grandes, temblorosas y heridas del millonario quedaron atrapadas entre las manos pequeñas y callosas de la niña pobre.

Alejandro intentó soltarse.

—¡Suéltame! ¡No me toques!

—¡No! —gritó ella, con una fuerza que no parecía pertenecer a una niña—. ¡Pare!

—¡Estoy ciego! ¡No sirve de nada! ¡Todo está roto!

—¡Usted no está ciego porque no pueda ver, don Alejandro! —La voz de Luna atravesó el trueno—. ¡Usted está ciego porque es un cobarde!

Alejandro se quedó paralizado. La palabra “cobarde” resonó en la habitación. Nadie, nunca, le había hablado así.

—Tiene los ojos cerrados —continuó Luna, apretando sus manos sangrantes, manchándose ella misma con la sangre de él—. Pero su alma todavía sirve. ¡Su corazón todavía late! ¡Deje de llorar por lo que perdió y empiece a usar lo que tiene!

Alejandro respiraba entrecortadamente. El olor a ozono de la tormenta se mezclaba con el olor metálico de su sangre.

—No hay luz… —susurró él, con la voz rota—. No me queda luz.

Luna soltó una de sus manos y la puso sobre el pecho de Alejandro, justo sobre su corazón.

—Aquí está —dijo ella, suavemente ahora—. Abre los ojos de tu corazón, señor. Tu fe es la única luz que necesitas. Si puedes sentir esto, puedes ver.

Abre los ojos de tu corazón.

La frase flotó en el aire, suspendida entre el dolor y la esperanza.

Alejandro dejó de luchar. Sintió el calor de la mano de la niña. Sintió el latido furioso de su propio corazón bajo la palma de ella. Boom-boom. Boom-boom.

Estaba vivo.

A pesar del accidente. A pesar de la oscuridad. A pesar de su deseo de morir. Su cuerpo insistía en vivir.

Un sollozo profundo, visceral, subió desde su estómago. Alejandro inclinó la cabeza hasta que su frente tocó el hombro pequeño de Luna. Y se rompió. Lloró como un niño, gritando su dolor, su miedo, su soledad.

Y Luna no se movió. Lo abrazó, manchando su vestido barato de sangre y lágrimas de millonario, sosteniendo el peso de un hombre destrozado mientras la tormenta amainaba afuera.

El amanecer trajo un silencio diferente. No era el silencio de la tumba. Era el silencio de la expectativa.

Alejandro estaba sentado en el sillón, con las manos vendadas. Carmen, la madre de Luna, había curado sus heridas la noche anterior, temblando, esperando el despido. Pero el despido nunca llegó.

Alejandro escuchó los pasos de Luna entrar en la habitación.

—Abre las cortinas —dijo él. Su voz era ronca, pero firme.

Luna se detuvo.

—¿Señor?

—Abre las malditas cortinas, Luna. Quiero sentir el sol.

El sonido de la tela pesada arrastrándose fue música. Y luego, el calor. Alejandro sintió el sol golpearle la cara. Vio un resplandor rojo a través de sus párpados, una sensación térmica que había negado durante un año.

Respiró hondo.

—Describe el mar —ordenó. No fue una orden cruel. Fue una súplica.

Luna sonrió. Se acercó al ventanal.

—Hoy el mar está tranquilo, don Alejandro. Parece una sábana azul que alguien acaba de planchar. Y el sol está haciendo que el agua brille como si hubieran tirado millones de monedas de oro en la superficie.

Alejandro cerró los ojos físicos y abrió los otros. Pudo verlo. Las monedas de oro. La sábana azul.

—¿Y el cielo? —preguntó.

—Azul claro. Limpio. Como si la tormenta de anoche lo hubiera lavado todo.

Alejandro asintió lentamente.

—Llama a mi asistente —dijo—. Dile que busque al mejor instructor de Braille del continente. Y dile que doble tu sueldo y el de tu madre.

—No necesitamos el dinero, señor —dijo Luna.

—Lo sé —Alejandro giró la cabeza hacia ella—. Pero van a necesitarlo para pagar tu colegio. Vas a estudiar, Luna. Vas a ser lo que quieras ser. Porque tú fuiste la única que tuvo el valor de decirme la verdad.

Dos años después.

El auditorio estaba lleno. El murmullo de trescientas personas cesó cuando Alejandro subió al escenario.

No llevaba gafas oscuras para ocultar sus ojos. Caminaba con un bastón blanco, elegante, con movimientos fluidos y seguros. No necesitaba ver los escalones; los sentía. Había mapeado el mundo con sus otros sentidos.

Se ajustó el micrófono.

En la primera fila, una niña de diez años con un uniforme escolar impecable le sonreía. A su lado, su madre lloraba de orgullo.

—Hace dos años, yo era un hombre muerto que respiraba —comenzó Alejandro. Su voz resonaba con una autoridad nueva, templada por la humildad—. Tenía todo el dinero del mundo, pero era el hombre más pobre de Cartagena. Vivía en la oscuridad, no porque mis ojos no funcionaran, sino porque mi espíritu se había apagado.

Hizo una pausa.

—La gente piensa que la ceguera es una tragedia. Y lo es, si dejas que te defina. Pero descubrí que hay algo peor que no poder ver el mundo exterior: es no poder ver la luz interior.

Alejandro extendió la mano hacia la primera fila, aunque no podía verlos.

—Una niña me enseñó que la fe no es esperar a que Dios te devuelva lo que perdiste. La fe es usar lo que te queda para construir algo nuevo. Ella me dijo: “Abre los ojos de tu corazón”.

Sonrió, y la sonrisa transformó su rostro cicatrizado por el dolor en algo hermoso.

—Hoy inauguramos el Instituto “Luz del Corazón”. No vamos a devolverle la vista a nadie aquí. La ciencia tiene límites. Pero vamos a enseñarles a ver. Vamos a enseñarles que la oscuridad es solo un lienzo donde podemos pintar nuestra propia luz.

Los aplausos estallaron. Fueron atronadores.

Pero Alejandro no escuchaba los aplausos. Escuchaba, con su oído entrenado y sensible, el latido constante y rítmico de la vida.

Bajó del escenario y, con la precisión de un radar, caminó hacia Luna. Se agachó frente a ella.

—¿Cómo se ve el futuro hoy, Luna? —preguntó en un susurro.

Luna tomó la mano de Alejandro y la puso sobre su propia mejilla.

—Brillante, don Alejandro. Se ve brillante.

Alejandro asintió. Ya no necesitaba sus ojos. Tenía algo mucho mejor.

Tenía visión.

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