
En marzo de 2018, Alejandro Dávila, un ingeniero de software de 34 años con residencia en Monterrey, Nuevo León, decidió emprender su viaje anual de “desconexión”.
Durante casi una década, estas incursiones en solitario a las regiones montañosas y remotas de México habían sido su forma de purificar la mente, un santuario donde el ruido de la ciudad y las presiones laborales se desvanecían.
Esta vez, su destino era una ruta especialmente exigente a través de la Sierra Norte de Puebla, adentrándose en barrancas profundas donde el acceso humano es escaso y el ecosistema, brutal en su aislamiento.
Alejandro, conocido por su metodología impecable y su preparación casi obsesiva, dejó un plan de ruta detallado en la posada, como siempre lo hacía.
Para su hermana, Elena Dávila, residente en Guadalajara, y sus compañeros de trabajo, su partida no fue inusual, solo la necesidad urgente de “desconectarse por completo” que sentía alguien acostumbrado al control absoluto de su entorno.
El 15 de marzo, Alejandro se registró en la Posada El Manzano en el pueblo mágico de Zacatlán de las Manzanas. El dueño, Ricardo Vázquez, lo recuerda estudiando mapas topográficos con una dedicación minuciosa.
Ricardo le advirtió sobre las condiciones peligrosas de las rutas altas debido a las lluvias tardías, pero Alejandro se mostró inamovible, confiado en su equipo y experiencia.
Partió antes del amanecer en la ruta del Río Apulco, un camino que exige conocimiento y respeto, especialmente en marzo. Su plan era ambicioso: seguir el sendero principal, desviarse por un camino de herradura menos conocido y llegar a una laguna de difícil acceso en la alta sierra.
Sin embargo, cuando el domingo llegó sin su regreso y, de forma más alarmante, al perder su llamada telefónica semanal ineludible con Elena, su hermana supo de inmediato que algo catastrófico había ocurrido.
La búsqueda oficial se puso en marcha al día siguiente, coordinada entre la Policía Estatal y los equipos de Protección Civil. A pesar del esfuerzo, los resultados fueron desalentadores.
Los perros rastreadores siguieron su olor por las primeras millas, confirmando que había iniciado el camino. Pero en el punto donde se desviaba, el rastro se desvaneció. No había señales de caída, de vegetación alterada, ni una señal de emergencia de su comunicador satelital. Alejandro Dávila había desaparecido como si la propia montaña lo hubiera devorado.
Tras dos semanas de búsqueda intensiva que cubrieron vastas zonas de barrancas y bosque nuboso, la operación se redujo. Alejandro fue clasificado oficialmente como extraviado en circunstancias desconocidas.
Su camioneta permaneció estacionada en la posada. Elena, negándose a aceptar una simple desaparición por accidente, contrató a una investigadora privada, Sofía Cruz, quien se especializaba en la búsqueda de personas en el desierto mexicano, pero incluso ella encontró un muro de silencio en la vasta geografía.
El Hallazgo Que Desafió la Lógica y los Antiguos Ritos Funerarios
Tres meses después, en junio, cuando el clima se había estabilizado, la historia de Alejandro Dávila dio un giro hacia lo verdaderamente sombrío y perturbador.
Un equipo de geólogos, contratados por el gobierno para estudiar la composición del suelo en una barranca remota, a unos 20 kilómetros de la ruta de Alejandro y de acceso casi imposible, hizo el descubrimiento que reabriría el caso bajo un nuevo y oscuro enfoque.
Cerca de la base de un ahuehuete milenario, notaron algo que sobresalía del suelo: la suela de una bota de senderismo.
Lo que encontraron la Dra. Mariana Flores y su equipo no era equipo olvidado. La bota todavía estaba unida a una pierna que desaparecía en la tierra en un ángulo antinatural. Un cuerpo había sido enterrado de forma vertical, de cabeza, con los pies posicionados justo debajo de la superficie. Este no era un entierro improvisado o casual.
La escena sugería una planificación meticulosa, una fuerza física considerable y, sobre todo, una metodología ritualística. El lugar, escogido para ser inaccesible y camuflado por la densa vegetación, indicaba un conocimiento íntimo de la Sierra Gorda que superaba a cualquier guía de turismo o mapa oficial.
Cuando el equipo de la Fiscalía General del Estado y el forense Dr. Ernesto Rojas finalmente llegó, el proceso de extracción fue lento debido a la dificultad del terreno.
El cuerpo, identificado posteriormente como Alejandro Dávila por su ropa y efectos personales, estaba envuelto en una lona resistente, no para esconderlo, sino de una forma que sugería preservación ceremonial.
Lo más inquietante fue la posición: las manos a los costados, sus pertenencias dispuestas alrededor de forma organizada, como si estuviera siendo preparado para un viaje eterno según algún rito ancestral desconocido.
Este nivel de organización y simbolismo descartaba un simple acto violento y señalaba una intención mucho más profunda y psicológicamente perturbada.
El Patrón de la Obsesión y el Depredador de las Rutas Mexicanas
El examen forense preliminar indicó que la causa del deceso fue un golpe contundente en el cráneo, pero la herida no era aleatoria, sino infligida con una precisión que sugería experiencia o un método específico.
El análisis del suelo en las botas de Alejandro no coincidía con ninguna zona de su ruta. El lugar del descubrimiento, tan remoto, implicaba que el perpetrador poseía una fuerza excepcional o que el acto había ocurrido precisamente allí, en ese escondite.
El carácter ritualístico de la sepultura llevó a la intervención de la FGR y a su Unidad de Análisis de Conducta.
La agente especial Diana Ramos, experta en crímenes con connotaciones rituales en entornos naturales, señaló que la posición invertida del cuerpo aparecía en ciertas tradiciones folklóricas y ocultistas como un medio para negar el descanso al espíritu o como un símbolo de “retorno forzado a la tierra”. La búsqueda de patrones reveló pronto una verdad aún más escalofriante.
En los últimos años, tres casos de excursionistas experimentados desaparecidos en rutas solitarias a lo largo de la Sierra Madre compartían similitudes inquietantes con el caso de Alejandro, incluyendo el posicionamiento cuidadoso de los restos y los efectos personales. La comunidad de montañistas y la prensa local comenzaron a especular sobre la existencia de un depredador en serie acechando en los parques nacionales de México.
El punto de inflexión llegó cuando se halló más evidencia enterrada bajo el cuerpo de Alejandro: una cartera y una pequeña cámara digital que no le pertenecían. La cartera contenía identificación de otro excursionista, Ricardo Solís, desaparecido 18 meses antes en la Barranca del Cobre.
La cámara, tras la recuperación de archivos dañados, reveló un patrón escalofriante: fotografías de vigilancia de excursionistas solitarios tomadas desde posiciones ocultas en la maleza, utilizando teleobjetivos. El atacante había estado acechando a sus víctimas durante semanas, incluso meses, antes de consumar sus actos.
La evidencia fotográfica demostró que el cazador había estado activo por lo menos tres años, eligiendo víctimas cuyas desapariciones serían atribuidas fácilmente a los riesgos inherentes de la alta montaña mexicana.
El Refugio en el Cañón y la Filosofía Perturbada de un Ex-Guardabosques
La investigación digital reveló que todas las víctimas compartían una conexión crucial: utilizaban el mismo foro en línea sobre senderismo y campismo para planificar sus rutas y compartir reportes.
Alguien, utilizando múltiples perfiles falsos, había estado monitoreando sistemáticamente los planes de viaje de estos excursionistas.
El rastro digital llevó a los agentes a una propiedad rural en los cañones de la Sierra Gorda, propiedad de Bernardo “El Lobo” Herrera, un hombre de 47 años y ex-guardabosques despedido cinco años antes por incidentes de acoso y comportamiento errático hacia turistas.
Herrera vivía solo en un terreno extenso que colindaba con zonas populares de cañonismo y senderismo. La vigilancia confirmó que mantenía una red sofisticada de cámaras de fauna en todo el bosque. Cuando los agentes fueron a ejecutar la orden de registro, Herrera ya había huido.
El registro de su propiedad abandonada reveló el corazón de su obsesión: mapas detallados de senderos marcados con puntos de vigilancia, fotografías de docenas de excursionistas con notas sobre sus hábitos y, lo más impactante, un diario escrito a mano.
El diario reveló la ideología trastornada de Herrera. Él no consideraba sus actos como violencia, sino como una forma de “devolver” a los humanos a la naturaleza, creyendo que al quitarles la vida y enterrarlos en lugares que él consideraba “sagrados” o energéticos, estaba purificando la montaña.
La sepultura invertida era parte de su mitología personal, interpretando el rito como la “siembra” del excursionista para que se fusionara con el ciclo natural. La evidencia encontrada mostró al menos siete víctimas adicionales, con tumbas dispersas en áreas tan remotas de la Sierra que el descubrimiento parecía una probabilidad remota.
La búsqueda de Bernardo Herrera se convirtió en una cacería humana masiva que se extendió por múltiples estados, desde Querétaro hasta San Luis Potosí. Su ventaja era abrumadora: décadas de experiencia como guardabosques y un conocimiento íntimo de los escondites en los cañones.
Sin embargo, su base de operaciones fue descubierta por un equipo de alpinistas contratados por las familias de las víctimas: un sofisticado refugio escondido en un sistema de cuevas naturales dentro de un cañón profundo. El descubrimiento, aunque no condujo a su captura inmediata, forzó a Herrera a abandonar su santuario, dejándolo más vulnerable.
Un Final en el Cañón y un Legado de Seguridad y Respeto a la Tierra
La confrontación final no vino de una operación elaborada, sino de un encuentro fortuito. Un vigilante comunitario, durante un patrullaje de rutina, se encontró con un hombre desaliñado y desorientado que coincidía con la descripción de Herrera, intentando acercarse a una familia de turistas.
La huida que siguió demostró que las semanas de clandestinidad habían mermado su resistencia física. La persecución, asistida por apoyo aéreo y equipos de rastreo especializados, se prolongó por horas en la maleza. El Lobo Herrera se vio acorralado al borde de un precipicio. Su desesperación era evidente; murmuraba sobre voces que le ordenaban “la cosecha”.
La aprehensión de Bernardo Herrera se logró tras el uso de fuerza no letal cuando intentó embestir a los oficiales con un machete de monte. Su detención marcó el inicio de un largo y complejo proceso legal y psiquiátrico.
Fue declarado competente para ser juzgado a pesar de su evidente enfermedad mental, debido a la precisión metódica con la que planeó sus actos.
Elena Dávila, junto con las familias de otras víctimas, se convirtió en una defensora incansable, testificando con valentía sobre el impacto de los actos de Herrera. Su testimonio ayudó al jurado a comprender que el crimen era una violación de los valores que sus seres queridos atesoraban: la paz y la belleza de la naturaleza.
Herrera fue declarado culpable de todos los cargos de violencia premeditada y sentenciado a prisión de por vida. Su caso ha provocado cambios significativos: nuevos protocolos de seguridad en los parques nacionales de México, mayor coordinación entre las autoridades federales y locales, y un mayor control en los foros de ecoturismo en línea.
Elena fundó una organización en memoria de su hermano, dedicada a la educación sobre seguridad en la montaña y al apoyo a las familias de desaparecidos.
Cinco años después, aunque los senderos han recuperado su quietud, la memoria de lo que ocurrió en la Sierra Norte sigue siendo un recordatorio solemne de que, incluso en el lugar más bello y apartado, la mayor amenaza puede ser la oscuridad que reside en el corazón humano, y que la naturaleza, a pesar de su belleza, debe ser abordada con el máximo respeto y precaución.