El 14 de julio de 2014, Mark Jensen y su hijo Luke, de 15 años, salieron de Anchorage rumbo al Parque Nacional Wrangell-St. Elias, un territorio tan vasto como Suiza, lleno de glaciares, ríos indomables y montañas imposibles. Su plan era simple: un fin de semana de pesca, fogatas y noches bajo las estrellas. Mark, exjefe de bomberos y profesor de secundaria, era un hombre meticuloso. Empacó provisiones de sobra, un mapa detallado, un localizador personal de emergencias y hasta cerillas a prueba de agua. Luke, reservado y tranquilo, preparó su caña de pescar, su termo favorito y un cuaderno en blanco. Parecía un viaje más.
La última señal llegó desde un gasolinera en Chitina, cuando Mark escribió a su esposa Rachel: “No hay señal más adelante. Te amo. Nos vemos el domingo”. Fue un mensaje que nunca llegó a entregarse. Horas después, Luke publicó en Instagram una foto del inicio del sendero. “Offrid, catch you later”, escribió. Sería su último gesto digital antes de perderse en el silencio del bosque.
El domingo por la noche, Rachel esperaba en casa con la luz del porche encendida. Ni el motor de la camioneta sonó, ni hubo llamada, ni un mensaje. El lunes, desesperada, denunció la desaparición. Al poco tiempo, la policía estatal encontró la camioneta perfectamente estacionada en el inicio del sendero. En su interior: una camisa doblada, las llaves, el equipo de pesca atado. Nada fuera de lugar, salvo lo más inquietante: nadie había firmado el libro de registro del sendero.
Comenzó entonces una de las búsquedas más intensas de la región. Helicópteros, perros rastreadores y decenas de voluntarios exploraron durante dos semanas valles, ríos y montañas. Pero no había huellas, no había ramas rotas, no había campamentos, ni fogatas, ni siquiera una botella de agua caída. Era como si el bosque hubiese borrado todo rastro. La tormenta que azotó aquellos días borró aún más cualquier posible evidencia.
Las teorías surgieron de inmediato. Algunos hablaron de un ataque de oso, otros de hipotermia durante la tormenta. Los más oscuros sugirieron que Mark, de carácter reservado, pudo haber planeado no regresar jamás. La ausencia de pruebas dio rienda suelta a la especulación en medios, foros y programas de televisión. Mientras tanto, Rachel se enfrentaba a un vacío insoportable. “Mark siempre avisaba. Siempre. No se iban a desaparecer así, sin más”, repetía.
El 14.º día de búsqueda, la operación se dio por concluida. El informe oficial cerró con una frase que dolía como una sentencia: “Ningún signo adicional encontrado. No se recomienda continuar a menos que aparezcan nuevas pruebas”. Para el Estado, Mark y Luke estaban “presuntamente fallecidos”. Para Rachel, esa palabra era inaceptable.
Los años siguientes estuvieron marcados por silencios y pequeñas esperanzas. Un piloto aseguró ver un objeto brillante en un valle. Un cazador creyó distinguir dos figuras en la nieve. En 2021, un excursionista encontró un guante infantil con un desgarro idéntico al de los que Luke usaba. Las pruebas de ADN fueron inconcluyentes, pero para Rachel, bastó para mantener la llama viva.
Diez años después, la historia de los Jensen sigue siendo un enigma. Rachel mantiene la habitación de Luke intacta: su cama deshecha a medias, sus zapatos bajo la ventana, su cuaderno abierto sobre el escritorio. Cada julio, compra un regalo de cumpleaños y lo guarda en una caja, con la esperanza de algún día entregarlo. Cada noche, enciende la luz del porche, como un faro para los que aún no han vuelto.
El caso Jensen es mucho más que una desaparición sin resolver. Es un retrato brutal de cómo la naturaleza puede borrar huellas, pero también de cómo el amor y la esperanza se niegan a desaparecer. Aunque los informes oficiales lo cataloguen como “caso frío”, para Rachel nunca estará cerrado. Mientras no haya cuerpos, mientras no haya una verdad, Mark y Luke no están muertos. Solo están perdidos, en algún lugar del vasto y silencioso corazón de Alaska.
