El enigma de Roberto Morales: el amado entrenador de fútbol que se desvaneció en el aire de Ciudad de México

En el corazón de la bulliciosa Ciudad de México, donde el caos y la vida se entrelazan en un baile perpetuo, hay historias que se niegan a ser olvidadas. Son relatos que desafían la lógica, que se burlan de la rutina y que dejan un vacío tan grande que ni siquiera el tiempo puede llenar. El caso de Roberto Morales es uno de ellos. Su nombre, sinónimo de esperanza para los niños de la colonia de Iztapalapa, se ha convertido en un eco de misterio y dolor que resuena en cada rincón de la capital.

Era un martes cualquiera, el 23 de octubre de 2023, en el Polideportivo de la colonia. Los gritos de los niños rebotaban en el aire, una sinfonía de alegría y esfuerzo bajo el sol de la tarde. En el centro de todo, como un faro, estaba Roberto Morales, de 45 años. Durante ocho años, había sido el corazón y el alma de ese lugar, el hombre que no solo enseñaba a patear un balón, sino que les enseñaba a los jóvenes a soñar. “¡El balón no se mueve solo!”, gritaba desde la banda, su silbato plateado brillando como una pequeña estrella. Pocos sabían que esas serían las últimas palabras que escucharían de su entrenador.

Roberto no era un hombre de grandes gestos, sino de acciones silenciosas y constantes. Trabajaba como contador, pero su verdadera vocación empezaba cuando la tarde caía y los niños del barrio, con sus balones desgastados y sus sueños intactos, se reunían en el campo. “El balón puede llevarte lejos de aquí”, les decía, “pero primero tienes que llevar algo bueno aquí adentro”. Diego Ramírez, uno de sus jugadores más prometedores, lo recuerda aún con una emoción palpable. “Nos decía eso mientras se tocaba el pecho. Era más que fútbol para él. Era vida”. Esa tarde, Diego fue uno de los últimos en verlo. Roberto, con su sonrisa tranquila, guardó los conos en su amada camioneta, una Ford F-150 roja que mantenía impecable, y se despidió con un “¡Nos vemos mañana, campeones!”. Una promesa que nunca pudo cumplir.

La vida de Roberto era tan predecible como el amanecer. Los martes y jueves, a las 4:30 de la tarde, llegaba al polideportivo. Su pickup, su “compañera de aventuras”, como le decía a su esposa, María Elena, era su orgullo. “Siempre decía que juntos iban a cambiar el mundo, un niño a la vez”, recuerda María Elena, con lágrimas que todavía brotan seis meses después de la desaparición. Esa tarde, el entrenamiento se había extendido 15 minutos más de lo habitual. “Los muchachos estaban jugando tan bien que no quise interrumpir”, le había comentado a Doña Carmen, la mujer que vendía refrescos junto al campo. “Están mejorando mucho. Pronto van a estar listos para el torneo”.

El último rastro confirmado de Roberto fue a las 6:45 pm en una gasolinera Shell en la carretera a Toluca. El empleado, Junior Pérez, lo recuerda vívidamente. “Don Roberto vino como siempre, cargó combustible y compró unas galletas. Me preguntó sobre mi hijo, que también jugaba fútbol. Era así de atento. Siempre se preocupaba por todos”. Las cámaras de seguridad lo captaron saliendo a las 6:52 pm, dirigiéndose hacia la carretera que lleva a las faldas del Nevado de Toluca. A las 8:00 pm, la ansiedad de María Elena comenzó a crecer. Roberto era un hombre de rutinas, y la cena, con su pepián favorito, era un ritual sagrado. A las 9:30 pm, ya había llamado a todos los hospitales. A las 10 pm, la policía le dijo que debía esperar 24 horas para reportar la desaparición. “Yo sabía que algo terrible había pasado”, dice María Elena. “Roberto nunca, nunca me habría dejado que me preocupara así”.

La búsqueda, al principio, fue un acto desesperado de amor. Los jugadores del equipo, liderados por Diego y su hermano Carlos, se convirtieron en una “pequeña armada”, recorriendo las calles de la colonia en busca de la pickup roja. “Todos queríamos encontrar al profe Roberto”, dice Carlos. “Él había hecho tanto por nosotros que era lo mínimo que podíamos hacer”. La comunidad se unió, demostrando el profundo impacto que un solo hombre puede tener.

Al amanecer del 24 de octubre, la búsqueda oficial comenzó. El inspector Miguel Sandoval de la Fiscalía General de Justicia fue asignado al caso. “En mis 20 años de servicio, he visto muchas desapariciones”, dice Sandoval. “Pero algo sobre este caso me inquietó desde el primer momento. Roberto Morales no tenía enemigos, no tenía deudas, no había problemas familiares. Era como si la tierra se lo hubiera tragado”. La falta de un motivo aparente hacía que el misterio fuera aún más denso.

A las 11:30 de esa misma mañana, un ejidatario, Esteban Tui, hizo el primer descubrimiento significativo. A unos 15 kilómetros de donde Roberto había sido visto por última vez, entre la espesura de los árboles, encontró algo rojo. Era la camioneta de Roberto. Estaba perfectamente estacionada, las llaves colgaban del encendido, la radio sintonizada en la estación de música ranchera que siempre escuchaba, y su termo de café aún tenía líquido tibio. Era un cuadro de normalidad que contrastaba de forma escalofriante con la situación. En el asiento del pasajero, estaba su mochila de entrenador, con una libreta llena de los nombres de sus jugadores y una foto de su equipo, sonriendo en un momento de triunfo.

Sin embargo, lo más extraño fue lo que faltaba. El silbato principal de Roberto, el plateado que siempre llevaba colgado al cuello, había desaparecido. “Ese silbato era su amuleto”, explica María Elena. “Fue el primero que compró cuando empezó a entrenar”. También faltaban su celular, su billetera y los zapatos de fútbol que siempre llevaba en una bolsa especial. Eran objetos personales, íntimos, que habían sido seleccionados para desaparecer, mientras que la camioneta, un objeto de valor, fue dejada intacta.

Al día siguiente, los perros de búsqueda fueron traídos al lugar. Siguieron un rastro que se dirigía hacia el bosque espeso del nevado, pero a los 20 metros, el rastro se desvaneció. “Era como si Roberto hubiera volado”, comentó el sargento López, el oficial a cargo de los perros. “Los perros estaban confundidos, daban vueltas en círculos. En mis 15 años haciendo esto, nunca había visto algo así”.

La investigación se intensificó, pero las pistas eran un callejón sin salida. Más de 100 personas fueron entrevistadas, y la historia era siempre la misma: Roberto era un buen hombre, sin enemigos. La única “controversia” en su vida era su eterna discusión sobre si América o Chivas era el mejor equipo de fútbol de México. Las cámaras de tráfico no mostraron la pickup en ningún otro punto después de la gasolinera. Las semanas se convirtieron en meses, y las falsas alarmas se multiplicaron, cada una subiendo y bajando la montaña rusa emocional de la familia.

María Elena, con una fuerza que no sabía que tenía, organizó búsquedas comunitarias cada fin de semana. “No podía quedarme en casa esperando. Tenía que hacer algo. Cualquier cosa”. Los jugadores de Roberto, ahora sin su guía, participaban religiosamente en las búsquedas. “Era nuestra manera de honrar al profe”, dice Diego. “Él nunca se habría rendido con nosotros, así que nosotros no nos íbamos a rendir con él”.

A medida que pasaba el tiempo, las teorías comenzaron a circular. Algunos hablaban de un secuestro por la camioneta, aunque el abandono de esta no tenía sentido. Otros sugerían un accidente, aunque la falta de rastro de los perros y los equipos de búsqueda lo hacía poco probable. Los más supersticiosos, por su parte, susurraban sobre las leyendas del Nevado, diciendo que la montaña ocasionalmente reclamaba a aquellos que se aventuraban demasiado cerca de sus secretos ancestrales. “Mi Roberto no era un aventurero”, insistía María Elena, con la voz quebrada por la frustración. “Era un hombre de rutinas. Iba al trabajo, venía a casa, entrenaba a los niños. Los fines de semana veíamos películas y visitábamos a mi madre. No era el tipo de hombre que…”

La oración de María Elena se queda en el aire, sin terminar, al igual que la historia de su esposo. Un hombre bueno, con una vida simple y un impacto extraordinario, se desvaneció en la niebla de un misterio que, hasta el día de hoy, se niega a disolverse. Su silbato plateado, su billetera y su celular se perdieron en la nada, mientras su camioneta, un fiel testigo silencioso, se mantiene como un monumento a una pregunta que nadie puede responder. ¿Qué le pasó a Roberto Morales? La verdad parece estar escondida en la sombra del Nevado, esperando a ser descubierta o, quizás, a permanecer en silencio para siempre.

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