La Última Ascensión: Amor, Granito y Silencio en Mount Hooker

WYOMING, VERANO DE 2017

El viento era un látigo de hielo contra el granito. Nathan Cross se aferró, la luz de la tarde brutal y amarilla. Doscientos pies arriba y a la derecha. Vio el tejido. Gris, desgarrado, batiéndose. No era roca. Era una cicatriz.

Riley gritó desde abajo. Un eco cortado.

—¿Qué ves, Nath?

—Algo. Quieto. No es natural.

Tardaron una hora en llegar a la cornisa. El aire se hizo espeso, pesado. El lugar no era un campamento; era un santuario congelado. Dos portaledges, plataformas colgantes, una al lado de la otra. Ancladas perfectamente. Ni un solo error de colocación. El trabajo de escaladores profesionales.

Nathan se elevó. Se niveló con la primera. El sleeping bag estaba cerrado. Cremallera interior. Como si se hubieran acostado a dormir. La tela se detuvo. Y entonces lo vio.

Un cráneo. Limpio. Silencioso.

Su respiración se cortó. El arnés le apretó el pecho. Bajó la mirada a su propio cuerpo, a su sangre caliente. Cuatro años.

—Riley. Sube. Ahora.

Riley se balanceó. Entró en el segundo portaledge. Un gemido, bajo, sin aire. Otro esqueleto. Ropa técnica, preservada. Guantes plegados bajo la colchoneta. Una media barra energética, mordida.

No hubo caos. No hubo caída. No había cabos sueltos, ni ropa esparcida. Solo dos personas, envueltas en sus sacos, con la montaña como su última pared. Habían muerto en la cama.

LANGOSTAS, JULIO DE 2013

David Kramer, fuerte, 28. Jessica Parson, luz, 26. Él ajustaba el cordón de su bota. Ella lo miraba, una sonrisa de residente cansada.

—¿Cinco días? ¿Seguro, David? El hospital me necesita viva.

David se rió, pero sus ojos estaban fijos en el mapa. Una ruta trazada con bolígrafo técnico. Metódico. Impecable.

—Cinco días de gloria, Jess. El Wind River no te va a soltar, pero yo sí. Lo prometo. Volveremos para ese turno.

Ella le dio un beso. Un beso rápido, funcional, de despedida en el mundo. La última vez que él la sintió viva en tierra firme.

—Solo quiero que subamos. Que estemos arriba.

—Estaremos arriba —murmuró él, cargando la mochila. Un peso muerto de fe.

LA PARED, DÍA TRES

El Diario de David. Tinta temblorosa, la punta del lápiz casi rompiéndose.

*Julio 18. Día Tres. Jess tiene dolor de cabeza. Ibuprofeno. Dice que es altitud. No lo creo. Estamos en el campamento de 600. No es altitud. El cielo se pone turbio. *Mal.

Julio 19. Día Cuatro. Vomitó. Náuseas, mareos. Sus ojos no enfocan. Le di todo lo que tenía. Más. Mierda, Jess. ¿Qué está pasando? Tiene miedo. Yo tengo terror.

Alternó la mirada entre su nota y su novia. La cabeza de Jessica se inclinó sobre el borde del saco. Un sonido gutural y seco. No abría los ojos. Su frente estaba hirviendo bajo el casco rojo.

—Jess. Cariño. Mírame.

Ella solo se movió. Un aleteo de las manos. David sintió el pánico como un ácido caliente.

—Voy a bajar. Te dejaré anclada. Volveré. Encontraré ayuda.

Jessica abrió los ojos. Eran grandes, vidriosos. La visión de la muerte.

—No… —Su voz era un susurro roto—. No te vayas. Por favor.

El miedo de ella era más potente que el suyo. Él la miró. El abismo bajo sus botas era un pozo sin fondo. No podía dejarla morir sola. No podía abandonarla. No era su forma de amar.

Sacó el teléfono satelital. Una y otra vez. Nada. Granite, acero, silencio. Bloqueado.

—Estoy aquí, Jess. Estoy aquí.

LA PARED, DÍA SEIS

El aire era un vidrio. El sol se había ido. David estaba solo en su portaledge. Se había arrastrado hasta el suyo. La había revisado. Ya no respiraba.

El dolor no era tristeza. Era una amputación.

Miró su mano. Una ampolla sangrante. Era el único dolor que sentía. El otro, el verdadero, no tenía límite. Abrió la botella de analgésicos. Eran para emergencias, para el dolor paralizante de una fractura. Ahora, la emergencia era otra.

La entrada final. Un garabato. Apenas legible.

Julio 21. Día Seis. No se despierta. Le di todo. Me quedo. No voy a bajar solo. No vamos a fallar. No caímos. Ella se puso enferma. Si alguien encuentra esto: Dile a su madre que amamos las montañas. Dile a Andrew que lo siento.

Él no era un cobarde. Era un ancla.

Se bebió el agua con las pastillas. Una dosis masiva, rápida. Se sintió el calor en la garganta. Se metió en el saco, cerró la cremallera. Se acomodó. A su lado, a quince pies de distancia, la mujer que amaba era ya parte del silencio. Él no quería dejar el silencio. Quería unirse a él.

Cerró los ojos. La última imagen: La pared. El cielo. El granito.

CHEYENNE, VERANO DE 2017

Dr. Paul Jennings examinó los restos. Los huesos intactos. La ropa ordenada. La prueba tóxica del hueso.

—Sobredosis de analgésicos. En ambos. Niveles extremadamente altos.

El detective Cole apretó la mandíbula. Leía el diario. La sala de forenses se llenó de un frío que no venía del aire acondicionado.

—Ella se enfermó. Edema cerebral o infección fulminante. Y él se quedó. La esperó.

—No es un doble homicidio —dijo Jennings, con la voz suave—. Es un pacto. O un acto de devoción que se convirtió en suicidio. No hay signos de lucha. Él se acostó a su lado. Dejó el diario. Él quería que lo supiéramos.

Cole marcó el número de Andrew Kramer.

—Andrew. Los encontramos. Estaban juntos.

COLORADO, OTOÑO DE 2017

Andrew Kramer, el hermano, sostuvo el diario. Las páginas de papel resistente. Las palabras de David. Dile a Andrew que lo siento.

Él no estaba pidiendo perdón por morir. Estaba pidiendo perdón por hacer la elección más difícil.

Andrew subió al camión. Condujo de vuelta a Wyoming. Una urna con David, una urna con Jessica. Fue al claro al pie de Mount Hooker. El sendero estaba vacío. El aire era puro.

Tiró las cenizas. El polvo gris de sus vidas se elevó. El viento lo atrapó, lo llevó, lo sopló hacia la pared. La cara este.

La pared que se había llevado a su hermano. La pared que se había llevado a su amor.

Ellos no cayeron. Ellos ascendieron juntos.

Andrew se quedó mirando la roca. Dura. Indiferente. Los escaladores dejaron pequeñas ofrendas allí. Un mosquetón. Una nota descolorida. Una flor silvestre.

Andrew no dejó nada. Él se llevó la historia. La verdad.

David Kramer no se había rendido ante la montaña. Se había rendido a Jessica. Y ese, para Andrew, era el único final que le daba paz. Un dolor profundo, pero una paz.

Se dio la vuelta y se fue, dejando a la pareja en su sitio. El granito tenía sus restos. El cielo tenía sus almas. Y el mundo, por fin, tenía su respuesta. El amor es un ancla. A veces, el más mortal.

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