LA GRIETA. 17 días y la ausencia que lo destruyó todo.

El mensaje de Daniela era frío, digital. Una súplica escrita en una fuente impersonal. Ricardo. Soy yo. Estoy lista para entregarme, pero quiero ver a los niños primero. Por favor, solo una vez. Era Daniela.

Ricardo sintió la náusea. La voz en su cabeza era la de Miguel: No quiero hablar de eso. La voz en su alma era la de Lucía: Tengo miedo de que mamá vuelva.

Miró la hora: once y media de la noche. La ciudad dormía.

¿Verlos? ¿Para qué? ¿Para que Daniela se alimentara una última vez de su dolor? ¿Para arrancarles la poca paz que habían encontrado en su regreso? La doctora Soto había sido clara. Cero contacto. El trauma era frágil, como un hueso recién soldado.

Ricardo se levantó. Su cuerpo se sentía pesado, de plomo.

Subió las escaleras. El pasillo estaba oscuro. Abrió la puerta de la habitación de Miguel. El niño dormía de lado, un puño cerrado contra la almohada. Una lágrima seca le marcaba la mejilla. Dolor. Ricardo se acercó, lo cubrió con la sábana. La impotencia lo golpeó. No podía borrar las once horas de hambre. No podía devolverle la inocencia.

Entró al cuarto de Lucía. La niña respiraba suavemente, abrazada a su oso. Su pelo rubio se esparcía sobre la almohada. Fragilidad. Ricardo se arrodilló, olió su cabello. El olor a jabón nuevo. No el olor a encierro, a orina, a miedo. Poder. Él era el guardián de ese nuevo olor.

Fue a la habitación de Valeria. La mayor no dormía. Estaba sentada en la cama, leyendo un libro con una pequeña lámpara. Sus ojos se fijaron en él. Eran ojos viejos.

“¿Qué pasa, papá?”, preguntó Valeria. Su voz era un susurro.

Ricardo se sentó en el borde de la cama. La luz amarilla iluminaba la venda en su muñeca.

“Mamá envió un mensaje”, dijo Ricardo. La voz le falló. “¿Quiere volver?” “Quiere verlos antes de entregarse a la policía.” Valeria cerró el libro. El golpe del cierre fue seco, final. “No la dejes”, dijo. No fue una súplica. Fue una orden. Poder. “¿Por qué?” “Porque la vi, papá”, susurró Valeria. “Cuando venía a dejarnos la comida, no parecía triste. Parecía… liberada. No la queremos aquí. No todavía. Tal vez nunca.”

Ricardo asintió. La decisión estaba tomada. Su redención no pasaría por la clemencia. Pasaría por la protección.

Se levantó, se inclinó y besó la frente de Valeria. “Gracias por decirme la verdad.”

Volvió al estudio. Tomó el celular. Abrió el mensaje de Daniela.

No. No vas a ver a los niños. Ya les hiciste suficiente daño. Voy a enviar tu número de ubicación a la agente Ruiz. Entrégate ahora. Es lo único que puedes hacer por ellos.

Escribió. Borró. Escribió de nuevo. Te veo en el hotel. Voy solo.

Mintió.

Sabía que si ella creía que él iba a negociar en persona, se quedaría allí. Acción.

Tomó las llaves del coche. Bajó a la cocina. Se aseguró de que la cerradura estuviera puesta. Revisó el candado de la puerta del cuarto de huéspedes. Por reflejo. Lo rompió de un nuevo tirón. No quería que nada que oliera a prisión se quedara en esa casa.

Salió.

Condujo por la ciudad vacía. El hotel que ella mencionó era de lujo, en el distrito financiero. Su tipo de escape. Dolor. Él había pagado ese lujo, indirectamente.

Al llegar, no subió. Estacionó a dos cuadras. Sacó su celular y llamó al número de la agente Ruiz. Eran la una de la madrugada.

“Agente Ruiz”, dijo con voz firme. “Sé dónde está Daniela. Le envío la ubicación ahora. Necesito que se asegure de que no se acerque a la casa. Y que no se le permita hablar con mis hijos.”

Hubo un silencio. Después: “Entendido, señor Mendoza. Gracias.”

Ricardo colgó. Se quedó en el coche, viendo cómo dos patrullas discretas se acercaban al hotel. El corazón le martilleaba el pecho. No había habido un grito, ni un disparo. Solo el fin. El fin de una vida, de una mentira, de un matrimonio.

Esperó. Diez minutos. Quince.

Finalmente, vio a Daniela. Salió escoltada por dos oficiales. Llevaba el mismo vestido elegante con el que había viajado, pero estaba arrugado. Su rostro estaba roto. No lo buscó. No miró hacia ningún lado. Solo caminó, un cascarón vacío. Se subió a la patrulla y se fue.

Ricardo no sintió alivio. Solo un vacío frío. Esto era lo que quedaba de la mujer que amó.

Condujo a casa. El sol estaba a punto de salir.

Al llegar, no fue a la cama. Se sentó en la sala, justo donde había llorado la noche anterior. Esperó.

A las siete, Valeria fue la primera en bajar. Entró a la sala, lo vio. Sus ojos se detuvieron en la mesa de café. Encima, no había maletines, ni contratos, ni recibos de hotel. Había tres libros de cuentos, un paquete de plastilina y una nota: Buenos días. Papá hizo panqueques.

Valeria sonrió. Una sonrisa pequeña, cautelosa, pero real.

“La llamaste, ¿verdad?”, preguntó. “Sí.” “¿Y viene?” “No”, dijo Ricardo. “La policía se la llevó. No volverá a hacerles daño.” Valeria respiró. Soltó el aire en un suspiro largo, que parecía venir de un lugar muy profundo en su pecho. Se acercó a él. “Gracias, papá”, dijo otra vez. Redención.

Después bajó Miguel. Miró los panqueques, después miró a Ricardo.

“¿Qué pasó con mamá?”, preguntó sin rodeos. “Ya no está. Elegí quedarme con ustedes.” Miguel no dijo nada. Se acercó a la mesa, tomó un panqueque, lo mordió. El gesto era normal. Terriblemente normal. “Están buenos”, dijo. Y por primera vez, Ricardo sintió que Miguel lo estaba viendo de nuevo. No al millonario ausente, sino al padre.

Lucía bajó última, corriendo. Vio los panqueques, gritó de alegría.

“¡Papá, panqueques!” Ricardo se agachó y ella se lanzó a sus brazos. “Hoy vamos a ir a terapia, después al parque”, dijo él. “Y luego vamos a jugar a lo que quieras.” “¿Y no vas a trabajar?” “No, mi amor. Hoy no. Mañana tampoco. Ni pasado mañana. Voy a trabajar aquí, en casa. Contratos terminados. Viajes cancelados. Me quedo aquí.” Poder.

Lucía lo besó en la mejilla. El beso era dulce, pegajoso. Se fue corriendo a la mesa.

Ricardo se sentó en la silla que solía ser de Daniela. Los observó. Valeria cortando trozos pequeños para Lucía. Miguel comiendo con la mirada en el plato. No era una escena de postal. Era una escena marcada por la guerra. Pero estaban juntos.

Tomó una taza de café. Miró por la ventana. El sol de la mañana entraba por el ventanal, inundando la cocina. Se sintió cansado, pero por primera vez en diecisiete días, no se sintió solo.

Sabía que lo más difícil estaba por venir: la terapia, las preguntas, el proceso legal, el fantasma de Daniela. Pero Ricardo lo enfrentaría. Porque ahora tenía a sus hijos. Y ellos lo tenían a él. Estaban presentes.

Él no había llegado a tiempo para evitar la herida, pero había llegado a tiempo para detener la hemorragia. Y eso era suficiente para empezar.

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