El Precio de la Dignidad: La Limpiadora y El Don

El roce de la tela. Un susurro mortal.

William Castelliano no había planeado la emboscada. Había planeado, sí, la violencia controlada que ahora estallaba. Pero no la sensación hueca en el pecho al ver la grabación. Margaret. Ella era la variable que no había permitido. Un error. Un precio.

El almacén era una tumba de acero frío. Los focos proyectaban sombras largas, fantasmales. Olía a polvo y miedo. En el centro, atada a una silla industrial, estaba Margaret Hayes. Su cabello plateado, antes pulcro, estaba revuelto. Había un corte superficial sobre su ceja, una ofensa inaceptable a su dignidad.

“Por fin despierta,” dijo una voz. Seca, aburrida. Victor Gordano salió de las sombras. Traje de seda. Ojos de tiburón. Era el depredador que se había atrevido a tocar lo intocable.

Margaret levantó la cabeza. El dolor era un pulso sordo en la sien. Pero había algo más. Una rabia tranquila. Cincuenta años de trabajo duro no se desmoronan por un par de matones y un sociópata.

“No sé de qué habla,” dijo, su voz ronca, pero firme. No les daría la satisfacción del llanto.

Gordano sonrió. Fue un gesto feo. “La abuela del capo. Una bonita pieza de ajedrez, ¿no crees? William pagará, o… se quedará con el recuerdo.” Hizo un gesto. Uno de sus hombres, un bruto de cuello ancho, se acercó a Margaret. Su mano se levantó.

Acción.

El cristal de la ventana superior estalló en una lluvia de esquirlas brillantes. El sonido fue ensordecedor. Un grito de metal.

“¡Marco!” El rugido de William Castelliano. Llenó el espacio. No era un hombre. Era un trueno.

William irrumpió por la puerta principal, flanqueado por su equipo. Se movían como sombras entrenadas. Disciplina de acero contra el caos de Gordano.

“¡Aléjense de ella!” La furia en la voz de William era palpable. Era pura. Un odio visceral.

Gordano reaccionó, pero tarde. “¡Fuego! ¡Mátenlos!”

El almacén se convirtió en un infierno coreografiado. Bang. Silencio. Un gemido. William no llevaba arma. No la necesitaba. Era un arma viviente. Su traje de carbón se movía con fluidez letal. Esquivó un golpe, giró. El codo golpeó la garganta de un atacante. Un crujido sordo. El hombre cayó.

Margaret observó, hipnotizada. Esto no era la televisión. Esto era la verdad desnuda de la oscuridad que William habitaba. Un mundo de poder absoluto, donde la vida valía menos que un mal negocio. Sus ojos se fijaron en William. Su rostro, antes cincelado y tranquilo, era una máscara de venganza.

William se abrió camino hacia ella. Sus hombres neutralizaban al resto. Los disparos resonaban en la estructura metálica. Eran precisos. Mortales.

Gordano, al ver la derrota inminente, intentó escapar. Corrió hacia una salida lateral.

“¡Quieto, Victor!” La voz de William fue un látigo.

William estaba frente a Margaret. Sus manos se movieron para cortar las cuerdas. El cuchillo relampagueó. El alivio inundó a Margaret. Un torrente caliente.

En ese instante de vulnerabilidad, Gordano vio su oportunidad. Sacó una pistola oculta. El cañón brilló.

“¡Castelliano!” gritó Gordano.

William se interpuso. Reflejo puro. Sacrificio instintivo.

Margaret sintió un calor húmedo en el costado. No era suyo.

Dos disparos.

Gordano cayó de rodillas, el arma deslizándose de su mano. William se había movido tan rápido que la bala de Gordano impactó una viga de acero detrás de él, soltando chispas. Pero el dolor cruzó la cara de William.

Cayó junto a Margaret, su mano presionando su costado izquierdo. Sangre. Oscura y abundante.

“William. ¡William!” La voz de Margaret era aguda. Una emoción que no había sentido desde la muerte de su esposo. Miedo absoluto.

“Estoy bien,” susurró William, pero su aliento era corto. Su mirada se centró en Margaret. Pura preocupación. “Estás… a salvo.”

Marco y otro hombre llegaron corriendo.

“¡Boss! ¡Una ambulancia! ¡Ahora!” El pánico en Marco era evidente.

“No,” dijo William, su voz un hilo de seda rasgada. Poder, incluso en la caída. “Primero… sáquenla a ella.”

Margaret estaba desatada, pero no se movió. Su mente, habituada a la lógica, a la limpieza, se negó a aceptar el caos sangriento. Se agachó. Sus manos, las manos que habían limpiado por décadas, estaban ahora manchadas de rojo.

“Tengo que… tengo que presionar,” dijo, su mente de ama de llaves tomando el control. Acción. Tenía que detener la hemorragia.

William sonrió, un gesto pequeño y torcido. Redención. “Siempre… cuidando de alguien.”

🖤 La Confesión y El Pacto
En el coche blindado, William se recostó, pálido. Marco conducía a una velocidad que desafiaba las leyes. Margaret estaba a su lado, sosteniendo un trozo de tela presionando la herida. No había hospital. Solo un lugar seguro.

“¿Quién era él? ¿Gordano?” preguntó Margaret, su voz ya no temblaba. La adrenalina se había transformado en una fuerza helada.

“Un rival,” respondió William, forzando la voz. “Un hombre que no entiende… el respeto.”

“¿Me usó para llegar a ti? ¿Por eso estabas vigilando mi casa?”

William asintió. “Lo siento, Margaret. Fui arrogante. Creí que el respeto que tengo por ti me protegería… a ti. Fui un estúpido.”

“Fuiste un hombre decente en un momento en que necesitaba uno. No te llames estúpido,” lo corrigió Margaret. Poder. “Dime la verdad. Toda.”

William miró a Margaret. Sus ojos azules, tan intensos, estaban llenos de dolor y algo más. Confianza.

“Mi padre… era el Don. Yo heredé su imperio de mierda,” comenzó William. “Tráfico de drogas, casinos, la construcción sucia. Todo. Y yo lo hice crecer. Lo hice… eficiente. Pensé que podía mantener mi alma intacta separando mis negocios de mi vida personal. Pero no se puede. El monstruo… siempre muerde.”

“Lo sé,” dijo Margaret suavemente.

“¿Qué sabes?”

“Sé que te interpusiste. El disparo fue para ti. Tú te moviste para proteger. Incluso sangrando… te preocupaste por mí. Eso no es un monstruo.” Dolor y amor, una mezcla extraña.

Llegaron a un edificio de piedra negra. Un fortín en medio de la ciudad. William fue llevado al interior. Margaret lo siguió.

Una hora después, Margaret estaba en una sala de espera de lujo, tomando té. Su ropa había sido reemplazada por un albornoz de seda. El médico de William —un hombre tranquilo y curtido— le informó que la bala había rozado, sin dañar órganos vitales. William viviría.

Marco entró. Silencioso, respetuoso. “El Boss quiere verla, Sra. Hayes.”

Margaret entró a un dormitorio palaciego. William estaba en la cama, vendado. Tenía aspecto agotado, pero sus ojos estaban claros.

“Marco se encargará de Gordano. No volverá a ser un problema,” dijo William. No era una promesa. Era una sentencia.

“Lo sé,” dijo Margaret. “No quiero saber los detalles.”

“Te daré una opción, Margaret. La que te di antes, pero sin trampas.” William se incorporó ligeramente. “Opción uno: te doy una nueva vida. Un rancho en Oregón. Una identidad limpia. Dinero. Te desconectas de mí. Estarás a salvo, pero sola.”

“¿Y la dos?”

“Te quedas. En esta casa. Con mi protección. Cuerpo de seguridad las 24 horas. Nunca trabajarás. Tu casa, esa pequeña casa por la que luchaste, será tuya de por vida, libre de impuestos. Serás mi… huésped permanente.” Hizo una pausa. “Estarás a salvo, pero siempre cerca. En mi mundo. Nunca estarás sola, pero siempre en la mira.”

Margaret se sentó en el borde de la cama. Miró al hombre poderoso, el criminal, el protector. El hombre que se había desangrado por ella.

“La primera opción es lo que la gente sensata haría,” dijo. “La segunda… es lo que mi marido habría hecho.”

Ella tomó su mano. Fuerte. Sus manos de trabajadora.

“Yo me quedo, William,” dijo Margaret. “Me quedo, pero no soy una huésped. Y no soy una abuela. Soy tu conciencia. Y a partir de hoy, si te quedas a mi lado, vas a empezar a usar ese poder para algo más que la oscuridad. Me vas a ayudar a limpiar la suciedad de este mundo, no solo de los pisos.”

William no se rió. No sonrió. Solo miró a Margaret con una profunda comprensión. Redención.

“¿Qué sugieres, Margaret Hayes?”

“Sugiero que empecemos por ese fondo de caridad para cuidadores de ancianos que prometiste, pero hagámoslo bien. Y sugiero que empecemos por limpiar el barrio de Englewood. Es un lugar muy sucio.”

William asintió. Su mano devolvió el suave apretón.

“Hecho, Margaret. Trato cerrado.”

El peligro no había desaparecido. Estaba a su alrededor. Pero en el corazón de Margaret, por primera vez en años, el miedo había sido reemplazado por la determinación. La limpiadora de casas acababa de asociarse con el Don de Chicago. Y ambos sabían que la verdadera limpieza estaba a punto de comenzar.

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