En abril de 1990, Samantha Brooks, una maestra de ciencias ambientales de 33 años, emprendió con entusiasmo una de las rutas más famosas y desafiantes de Nueva Zelanda: el Milford Track. Amante de la naturaleza y experta excursionista, soñaba con recorrer los paisajes que tanto había enseñado a sus estudiantes. Pero lo que debía ser una travesía de cuatro días se convirtió en una de las desapariciones más misteriosas de la historia del país.
El tercer día de la caminata, Samantha partió del refugio Mintaro con destino al Dumpling Hut. El clima era perfecto en la mañana, pero al avanzar el día las nubes comenzaron a cubrir el cielo. Varios excursionistas la vieron alegre, equipada con su mochila roja y entusiasmada por fotografiar orquídeas nativas para sus clases. Aquella sería la última vez que alguien la vería con vida.
Cuando no llegó al refugio esa noche, se activaron las alarmas. El clima había empeorado drásticamente con lluvia torrencial y vientos de 60 km/h. A la mañana siguiente, su mochila apareció junto a un río. Adentro había mapas, su pasaporte y comida a medio comer, pero faltaban su cámara y su diario. El hallazgo inquietó a los investigadores: la escena parecía alterada, más propia de una intervención humana que de un accidente.
Durante dos semanas, más de 60 personas participaron en una búsqueda masiva por aire y tierra. Se revisaron cuevas, pasos montañosos y ríos, pero no hubo rastro alguno. Apenas una huella de sus botas, encontrada lejos del sendero principal, aportó un pequeño indicio: alguien la había sacado de su ruta.
Los rumores comenzaron a crecer. Algunos excursionistas reportaron encuentros extraños con un guardabosques de la zona, un hombre cuya actitud había incomodado a varias mujeres. Sin embargo, la falta de pruebas concretas y el paso del tiempo llevaron a que el caso quedara archivado como otro de los grandes misterios de la naturaleza.
Los años pasaron y el recuerdo de Samantha se convirtió en leyenda entre los senderistas. Su familia, especialmente su hermana Margaret, jamás dejó de exigir respuestas. Mientras tanto, Nueva Zelanda reforzó sus protocolos de seguridad en los parques nacionales, obligando a excursionistas a llevar dispositivos de localización y viajar en compañía.
No fue hasta 2015 que la verdad comenzó a emerger. Trabajadores del Departamento de Conservación encontraron restos humanos enterrados bajo árboles caídos, a tres kilómetros del sendero principal. Los fragmentos de botas coincidían exactamente con los que llevaba Samantha el día de su desaparición. El análisis forense confirmó lo inevitable: se trataba de ella.
Lo que siguió fue aún más estremecedor. Los huesos mostraban signos de violencia y bajo sus uñas se preservaron rastros de ADN ajeno. Esa evidencia, imposible de analizar en 1990, reveló que Samantha había luchado ferozmente contra su agresor. El perfil genético coincidía con un nombre conocido: Thomas Kelly, un guardabosques que había trabajado en el Milford Track y que había muerto en 1994 en un accidente de montaña.
La investigación posterior destapó un patrón aterrador. Kelly había sido trasladado varias veces de distintos senderos tras quejas de excursionistas mujeres, pero jamás fue formalmente sancionado. En su taquilla, olvidada tras su muerte, aparecieron fotografías de mujeres tomadas sin su consentimiento, mapas marcados con zonas apartadas del sendero y registros obsesivos de excursionistas solitarias.
Todo encajaba. Kelly había aprovechado su posición para vigilar y seleccionar a sus víctimas. Conocía a la perfección los protocolos de búsqueda y participó en las operaciones de rescate, guiando intencionalmente a los equipos lejos de la verdad. No solo Samantha: al menos tres mujeres más desaparecieron en circunstancias similares en senderos donde él trabajó.
El descubrimiento sacudió a toda Nueva Zelanda. Lo que se había considerado durante décadas un misterio natural resultó ser la obra de un depredador que utilizó el paraíso natural como su terreno de caza. La indignación fue tal que el Departamento de Conservación reformó completamente sus protocolos: controles psicológicos obligatorios para empleados, rotación de personal en áreas aisladas y un sistema más estricto de vigilancia y denuncias.
Hoy, en el Milford Track, un pequeño memorial recuerda a Samantha Brooks y a otras excursionistas desaparecidas en aquellos años. Su historia es un recordatorio doloroso de que incluso en medio de la naturaleza más pura pueden esconderse peligros humanos.
Para su familia, el hallazgo supuso un cierre a medias. “Samantha murió luchando, y ahora al menos sabemos la verdad”, declaró su hermana Margaret. La justicia llegó tarde, pero gracias a la ciencia y a la perseverancia, el silencio de la selva finalmente habló.
La tragedia de Samantha Brooks cambió para siempre la forma en que Nueva Zelanda protege a sus excursionistas y reveló un oscuro capítulo oculto entre los paisajes más hermosos del mundo.