En julio de 2014, los bosques impenetrables del Mount Rainier National Park en Washington se convirtieron en escenario de un misterio que aún hoy hiela la sangre. Lindy y Mark Bates, una pareja de excursionistas experimentados provenientes de Oregón, desaparecieron sin dejar rastro durante una ruta que conocían bien. Su caso, inicialmente tratado como un trágico accidente, dio un vuelco ocho años después con hallazgos que desafían cualquier explicación lógica y que apuntan a la existencia de algo más que simples riesgos naturales.
La última caminata
El 12 de julio de 2014, los Bates fueron vistos por última vez por otro senderista, David Ames, cerca del Lago Moitch. Él los describió como animados y en plena forma. Llevaban equipo completo: GPS, teléfono satelital, provisiones para una semana, aunque solo planeaban cuatro días de recorrido. Nada en su preparación sugería que serían presa fácil de un accidente. Esa noche, Lindy debía llamar a su hermana como hacía siempre durante las excursiones. La llamada nunca llegó.
Al no regresar en la fecha prevista, el 16 de julio, sus familias dieron la alarma. Decenas de guardabosques y voluntarios iniciaron una búsqueda exhaustiva. Helicópteros con cámaras térmicas, perros rastreadores y equipos de escalada se desplegaron por la zona. El hallazgo que marcaría la primera grieta en la versión oficial llegó al tercer día: en mitad del sendero apareció una sola bota de Mark. No estaba rota ni dañada, simplemente desatada y abandonada.
Misterios en el sendero
La lógica dicta que un excursionista experimentado no dejaría su bota en medio del camino. Menos aún en un terreno montañoso y rocoso. Cerca de ese punto, los rescatistas encontraron ramas rotas y vegetación aplastada como si algo pesado hubiera descendido por la pendiente. Se exploró con equipo de escalada, pero no había ni cuerpos, ni sangre, ni rastros de pertenencias. Era como si la tierra misma se los hubiera tragado.
Tras seis días de búsqueda, las autoridades concluyeron: accidente. Probablemente uno cayó y el otro intentó ayudar. Sus cuerpos, aseguraban, debían estar en alguna grieta inaccesible. Caso cerrado. Pero las familias nunca obtuvieron un cierre real.
El hallazgo ocho años después
En octubre de 2022, un buscador de setas se adentró en un barranco húmedo y apartado. Bajo el musgo, su mano rozó algo duro: un cráneo humano. La policía acordonó la zona y pronto aparecieron más restos, pedazos de ropa térmica y mochilas deshechas. El ADN confirmó que se trataba de Lindy Bates.
La explicación parecía simple: al fin habían hallado los restos tras una caída. Pero entonces, los forenses descubrieron lo imposible.
Huellas gigantes y un golpe inexplicable
En el suelo húmedo, preservadas por capas de musgo, aparecieron cuatro huellas perfectas de un pie humano… descalzo, pero de un tamaño descomunal: 47 centímetros de largo y casi 20 de ancho. Los especialistas descartaron que fueran de oso. Tenían arcos, talón y dedos definidos. Para ponerlo en perspectiva, equivaldría a una talla 75 de calzado.
Más inquietante aún: en la pelvis de Lindy había una fractura que no se correspondía con una caída ni con dientes de animal. Era el resultado de un golpe directo con una fuerza brutal, como si una enorme masa hubiese impactado en un punto concreto.
Testimonios silenciados
El caso fue reabierto. Y entonces apareció la voz de Jacob Reed, un guardabosques retirado que participó en la búsqueda de 2014. Reed confesó que había callado durante años detalles que hoy cobran un sentido siniestro.
En el área cercana al botín de Mark, él y su equipo encontraron un trozo de tela azul —idéntico al de la chaqueta de Lindy— enganchado a tres metros de altura en un tronco. No había ramas rotas, como si alguien la hubiese lanzado o levantado hasta allí. También hallaron una zona de hierbas aplastadas, como un lecho, con un olor insoportable: mezcla de perro mojado, carne podrida y algo químico. En la corteza cercana recogieron pelos gruesos y oscuros de unos 30 centímetros de largo.
El informe oficial ignoró las muestras. Nunca se analizaron hasta 2022. El resultado fue desconcertante: ADN de un primate desconocido, sin coincidencias con especies conocidas ni con humanos.
Otros incidentes inquietantes
El misterio no termina ahí. En 2016, un grupo de madereros en la misma región denunció que durante la noche alguien arrojaba enormes piedras contra sus remolques. Escuchaban gruñidos guturales imposibles de identificar y encontraron un contenedor de acero de cientos de kilos volcado de la nada.
Años antes, un biólogo forestal, bajo anonimato, aseguró que en los años 90 su equipo ya había registrado ruidos extraños, árboles partidos a varios metros de altura y campamentos destruidos en circunstancias inexplicables. Todo fue silenciado por las autoridades.
¿Qué pasó con Mark Bates?
La gran incógnita permanece: Mark nunca fue hallado. Mientras los huesos de Lindy descansan en un archivo forense, el paradero de su esposo es un vacío lleno de hipótesis. ¿Murió en otra parte? ¿Fue arrastrado por la misma criatura? ¿Por qué solo ella apareció?
Algunos investigadores sugieren un escenario aterrador: no fue un accidente ni una simple defensa territorial. Fue un acto de agresión deliberada. Uno murió en el lugar, el otro fue llevado lejos.
Silencio oficial, miedo real
La versión oficial sigue siendo la del accidente. Pero los hechos no encajan: un botín abandonado, ropa colgada en los árboles, cabellos imposibles de clasificar, huellas gigantes y un hueso fracturado por un golpe no natural.
Aceptar la existencia de una criatura desconocida en los bosques de Washington sería admitir que no controlamos del todo la naturaleza. Significaría reconocer que algo poderoso y peligroso comparte territorio con los visitantes del parque. Y eso sería un golpe económico y político enorme.
Un misterio sin final
Han pasado más de diez años desde que los Bates desaparecieron. Lindy fue hallada en circunstancias que hielan la sangre, Mark sigue perdido. Las huellas de 47 centímetros, los cabellos de un primate sin nombre y los testimonios olvidados pintan un panorama inquietante.
Lo más escalofriante es que la criatura, sea lo que sea, no se ha ido. Permanece en las sombras del Mount Rainier, invisible para la mayoría, letal para quien tenga la mala suerte de cruzarse en su camino.
El caso Bates no tiene final feliz. Apenas un silencio incómodo y la certeza de que la montaña guarda secretos que nadie quiere enfrentar. Y una pregunta que persiste: ¿quién será el próximo?