El misterio de las trillizas Morrison: del sótano escolar a la cacería de un maestro convertido en depredador serial

El 23 de mayo de 1986, Milfield, un pequeño pueblo de Massachusetts, quedó marcado por una tragedia que durante décadas permanecería sin respuesta. Rebecca, Rachel y Rose Morrison, tres hermanas trillizas de 18 años, desaparecieron misteriosamente en la escuela secundaria local a tan solo semanas de su graduación. Aquella tarde, su auto fue hallado en el estacionamiento, con las llaves dentro y sin señales de violencia. Durante años, la policía sostuvo la hipótesis de que las chicas habían huido juntas en busca de una nueva vida. Pero la verdad era mucho más oscura.

En 2012, un grupo de obreros que trabajaba en la remodelación del sótano de la escuela descubrió un cuarto sellado tras una pared de concreto. El hallazgo fue tan inesperado como aterrador: tres sillas alineadas, un diario rosado, una chaqueta con el emblema del equipo deportivo escolar y un anillo de graduación de la clase de 1986. Entre los objetos también había identificaciones con los nombres de las Morrison. El cuarto no solo revelaba pertenencias olvidadas; sus paredes mostraban marcas de desesperación, arañazos y las iniciales RM repetidas tres veces. Bajo ellas, un nombre grabado: Mr. Bradley.

La detective Sarah Chen asumió el caso con una pregunta inquietante: ¿quién era Bradley? La investigación llevó a un nombre que había quedado en las sombras: Thomas Bradley, un maestro de ciencias contratado en 1984 que había abandonado abruptamente la escuela en 1986, poco después de la desaparición de las chicas. Sus registros laborales eran inconsistentes, sus referencias falsas, y su rastro parecía diseñado para desvanecerse.

Los testimonios de antiguos alumnos comenzaron a trazar un perfil perturbador. Bradley mostraba un interés inusual en las rutinas personales de sus estudiantes, especialmente de las hermanas Morrison. Preguntaba sobre sus horarios, si sus padres trabajaban hasta tarde o cuándo estaban solas en casa. También ofrecía tutorías privadas fuera de la escuela, algo que varios alumnos consideraron extraño, pero que en los años 80 pocos se atrevían a cuestionar.

La reapertura del caso destapó otra pieza clave: registros de construcción de 1986 mostraban que Bradley, además de maestro, había creado una empresa llamada T. Bradley Construction. Con ayuda de Vincent Harper, el entonces jefe de mantenimiento del colegio, modificó el sótano para construir aquel cuarto oculto. Harper, ya anciano y con la memoria deteriorada, confesó décadas más tarde que había colaborado en el proyecto sin saber del todo lo que implicaba. Entre lágrimas, relató que las trillizas fueron mantenidas allí durante casi una semana, hasta que Bradley les dio una bebida que acabó con sus vidas. Después, los cuerpos fueron arrojados a un viejo pozo de agua en una cantera cercana.

Pero el horror no terminó en Milfield. El rastro de Bradley se extendió por el país bajo múltiples identidades. Tras dejar Massachusetts, trabajó en Oregón en una escuela privada hasta 1989, donde padres denunciaron comportamientos inapropiados. Poco después apareció en Phoenix, Arizona, bajo el nombre de Theodore Brooks. Allí, entre 1991 y 1992, desaparecieron al menos tres jóvenes estudiantes que habían tenido contacto con él.

Las cartas encontradas años después en poder de la familia Harper confirmaban lo que las autoridades temían: Bradley se jactaba, con un lenguaje en clave, de “ayudar a jovencitas a encontrar paz” y de “guiarlas lejos de sueños irreales”. Su aparente obsesión era impedir que adolescentes “abandonaran a sus familias” al marcharse a estudiar fuera, lo que coincidía con los planes de las Morrison de ingresar a la universidad.

El FBI terminó vinculando a Bradley con al menos 14 desapariciones en distintos estados, convirtiéndolo en uno de los depredadores más prolíficos de las últimas décadas. Lo más inquietante: un registro de 2003 lo ubicaba en un pequeño pueblo de Idaho, donde continuaba trabajando como profesor sustituto bajo otra identidad.

El caso de las trillizas Morrison no fue solo una tragedia familiar; abrió la puerta a destapar la doble vida de un hombre que se escondía tras el rol de maestro y constructor. Su historia muestra cómo la confianza ciega en figuras de autoridad y la falta de controles rigurosos permitieron que un asesino en serie operara impunemente durante casi 30 años.

Hoy, el nombre de Rebecca, Rachel y Rose Morrison ya no simboliza una simple desaparición inexplicable. Representa el inicio de la caída de un criminal que dejó cicatrices en decenas de familias. Y recuerda a la sociedad la importancia de no ignorar las señales, por pequeñas que parezcan, cuando se trata de proteger a los más vulnerables.

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