El 16 de octubre de 1988, un día fresco y soleado en Knoxville, Tennessee, la vida de la estudiante universitaria Caroline Foster cambió para siempre. Con apenas 20 años, apasionada de la botánica y experta excursionista, partió rumbo al Great Smoky Mountains National Park para una caminata rápida por el conocido sendero Alum Cave. Prometió volver a casa a la hora de la cena, pero nunca lo hizo. Esa tarde, su coche fue hallado cerrado en el aparcamiento del sendero, con su mochila y su teléfono dentro, un detalle que desde el inicio dejó a los investigadores con más preguntas que respuestas.
La desaparición de Caroline desencadenó un operativo masivo. Más de 100 rescatistas, perros rastreadores y hasta helicópteros peinaron el terreno durante semanas. No hubo rastro alguno: ni ropa, ni huellas, ni objetos personales. El caso se enfrió y, con el tiempo, se convirtió en una leyenda más de las muchas desapariciones sin resolver en los Apalaches.
Sin embargo, 19 meses después, un hallazgo sacudió la tranquilidad de la región. El 20 de mayo del año 2000, tres espeleólogos que exploraban un área remota encontraron algo indescriptible: un altar improvisado en medio del bosque. Sobre un conjunto de troncos y una losa de piedra reposaba un cuerpo envuelto en un capullo endurecido de resina, como si estuviera suspendido en ámbar. No era solo un cadáver, era una construcción ritual.
El descubrimiento desencadenó uno de los operativos forenses más complejos jamás vistos en Tennessee. Para extraer la losa y el cuerpo, pesando más de 300 kilos, fue necesaria maquinaria especial y horas de trabajo. Una vez trasladado al centro forense de Knoxville, los análisis revelaron la verdad: se trataba de Caroline Foster. La joven había sido estrangulada con un cinturón de cuero y después, capa por capa, cubierta en resina durante casi dos años.
Los estudios de polen y restos microscópicos confirmaron la escalofriante cronología: el asesino regresaba temporada tras temporada para aplicar nuevas capas, como parte de un ritual meticuloso y aterrador. Los huesos tallados en forma de candelabros y símbolos grabados en los árboles alrededor del altar reforzaban la idea de un crimen con tintes rituales.
Para los padres de Caroline, la confirmación del hallazgo fue devastadora: no solo habían perdido a su hija, sino que habían descubierto que su muerte estaba ligada a un acto oscuro y prolongado, más allá de un asesinato común.
La investigación cambió de rumbo. Ya no se trataba de una simple desaparición, sino de un homicidio planificado con un trasfondo perturbador. Los perfiles elaborados por el FBI describían al posible responsable como un hombre solitario, de entre 30 y 50 años, con grandes habilidades de supervivencia y probablemente ligado a antiguas creencias paganas o rituales sincréticos. El caso parecía tener raíces tanto en la violencia como en viejas leyendas de los Apalaches, que hablaban de “guardianes del bosque” y cuerpos preservados con resinas de árboles perennes.
Aunque hubo pistas sobre un misterioso ermitaño que habitaba en los alrededores del parque, nunca se logró capturar a un sospechoso. Las pruebas forenses, limpias de ADN o huellas, hablaban de un asesino cuidadoso y extremadamente meticuloso.
El caso de Caroline Foster sigue siendo uno de los más perturbadores y enigmáticos de Tennessee. Su historia no solo refleja la fragilidad humana ante la violencia, sino también la fina línea entre el mito y la realidad en regiones marcadas por la tradición y la superstición.
Más de tres décadas después, la imagen del altar en lo profundo de las Smoky Mountains continúa siendo un símbolo inquietante de lo inexplicable. ¿Fue la obra de un solitario con delirios rituales, un vestigio de antiguos cultos ocultos en las montañas, o un crimen que jamás será descifrado? Lo único cierto es que el bosque guarda secretos que, aún hoy, siguen sembrando miedo y preguntas sin respuesta.
