En otoño de 1997, Jeremy Wells, un joven de 29 años de Charlotte, Carolina del Norte, decidió tomarse unas vacaciones para hacer lo que más le apasionaba: caminar en soledad por la naturaleza. Analista de sistemas de profesión, Wells encontraba en la montaña un refugio frente a la rutina diaria. No era imprudente ni inexperto. Planeaba cada ruta, notificaba a los guardabosques y llevaba siempre el equipo necesario. Aquella vez, eligió uno de los tramos más bellos y aislados del Sendero de los Apalaches, en el bosque nacional de Pisgah, un lugar que los lugareños llaman Turtle Ridge.
Salió el 15 de septiembre, dejando su coche en el punto de inicio con una nota indicando su regreso para el 19. Antes de partir, llamó a sus padres, como siempre hacía, asegurándoles que estaría bien. Esa llamada fue la última vez que escucharon su voz. Cuando Jeremy no se comunicó el miércoles, la familia se inquietó. El viernes, al no regresar, su ausencia se transformó en pánico.
El sábado 20 se lanzó un operativo de búsqueda con rescatistas, guardabosques y voluntarios. Durante días, no encontraron rastro alguno. Su coche seguía en el estacionamiento, intacto, con el mapa y sus pertenencias en orden. La esperanza comenzó a apagarse. Las montañas pueden ser traicioneras: una caída, un animal salvaje, una simple desorientación podían explicar la desaparición. Pero el 25 de septiembre, un descubrimiento perturbador cambió la historia.
Un voluntario halló la mochila de Jeremy en una hondonada. No estaba tirada al azar, sino encajada entre dos rocas, como si alguien la hubiera colocado allí. Lo inquietante eran tres profundos cortes paralelos, limpios y precisos, que atravesaban el resistente material. No parecían mordeduras ni zarpazos. Ningún animal local podía producir tal daño. El contenido estaba esparcido: ropa, tienda y saco mojados por la lluvia. Faltaba la comida y el botiquín de primeros auxilios, pero la billetera, los documentos y hasta un libro seguían intactos.
Alrededor de la mochila, la escena se volvía aún más macabra. Decenas de huesecillos de ardillas, aves y otros animales pequeños aparecían limpios y agrupados en montículos, como si alguien hubiera estado alimentándose allí durante largo tiempo. Cerca, en la tierra húmeda, se observaron extrañas marcas: no huellas claras de botas ni de patas, sino arrastres anchos, como de algo pesado y blando que se desplazaba reptando. Los perros rastreadores se negaron a seguir el rastro; aullaban, se encogían y retrocedían aterrados.
La búsqueda oficial terminó sin respuestas. El caso quedó archivado bajo la vaga explicación de “accidente con animal salvaje”. Pero los padres de Jeremy nunca aceptaron esa versión. Contrataron a un investigador privado, Frank Collier, un ex policía escéptico. Al principio, Collier pensó en cazadores furtivos o delincuentes locales, pero pronto las pruebas lo desarmaron.
Los análisis de los huesos mostraban marcas microscópicas imposibles de atribuir a dientes. La desaparición del botiquín sugería una inteligencia básica, como si aquello que lo tomó supiera de su utilidad. Al entrevistar a lugareños, Collier oyó relatos de un guardabosques retirado que recordaba ataques a ovejas en los años setenta, con órganos extraídos quirúrgicamente y sin una gota de sangre en el suelo. También halló reportes de otros excursionistas desaparecidos en las últimas décadas en el mismo sector, siempre hombres fuertes y en solitario.
El giro más siniestro llegó con el testimonio de una pareja que, la noche en que Jeremy debía llamar a sus padres, escuchó en el valle de Turtle Ridge un sonido indescriptible: un gorgoteo húmedo, como la tos de un gigante. El ruido los obligó a recoger sus cosas en plena oscuridad y huir.
Collier decidió internarse él mismo en Turtle Ridge. En marzo de 1998, junto a un cazador local, regresó al lugar donde se halló la mochila. Allí descubrió un silencio antinatural, árboles marcados horizontalmente a tres metros de altura y una cueva escondida entre arbustos. En su interior había restos óseos de ciervos, mapaches e incluso un oso, todos con cortes anómalos. Lo más aterrador: halló el botiquín de Jeremy, abierto, con vendas usadas y cápsulas destrozadas, junto a una sustancia espesa, verde y viscosa impregnada en la roca.
Llevó una muestra al laboratorio. El resultado fue desconcertante: tenía composición similar a sangre, pero también elementos vegetales como clorofila y un coagulante desconocido. El ADN no coincidía con ninguna especie registrada.
Collier ya no dudaba: algo vivía en Turtle Ridge. Algo con garras capaces de cortar la mochila, con cierta inteligencia para usar un botiquín, y lo suficientemente poderoso como para infundir terror en animales y humanos.
Poco después regresó solo, armado con cámaras de visión nocturna y trampas fotográficas. En la madrugada, lo vio: un ser alto, de piel pálida y húmeda, que se movía entre los árboles con miembros larguísimos y sin cabeza reconocible, apenas un engrosamiento con tres manchas oscuras. En sus brazos, garras negras como hoces. Era la misma fuerza que había dejado las marcas en las pertenencias de Jeremy.
Las cámaras lo delataron con un destello, y la criatura se replegó, pero volvió segundos después, avanzando directo hacia el investigador. Collier huyó a través del bosque, perseguido por un gorgoteo húmedo y la certeza de haber visto lo innombrable. Escapó herido, con tres profundos cortes en la pierna, testigos de un encuentro que marcó para siempre el misterio de Turtle Ridge.
Hasta hoy, el caso de Jeremy Wells sigue sin resolverse oficialmente. Pero quienes conocen los detalles saben que en aquellas montañas hay algo más que paisajes idílicos. Algo que caza, se esconde y protege su territorio con un poder que ningún informe policial se atreve a reconocer.