
El aire en el túnel era un aliento congelado, denso con polvo y el óxido de setenta y ocho años.
La excavadora se detuvo. El silencio que cayó entonces no era natural. Era el silencio de un secreto, no de una ruina.
Fueron cinco. Cinco exploradores. Cuerpos jóvenes contra un pasado de acero y ceniza. Linternas temblaban. La luz débil rebotaba en la forma que acababan de desenterrar, más allá del esqueleto, más allá de los restos aplastados del Dr. Klaus Reinhardt.
Lo que se alzaba ante ellos no era una pared. Era una bóveda.
Acero de titanio. Grueso, reforzado, y lo que era imposible: doblado. No hacia afuera por una explosión, sino hacia adentro, como si una fuerza invisible lo hubiera succionado. La puerta de la bóveda, una barrera de 50 centímetros de espesor, parecía arcilla estrujada por la mano de un gigante.
—Mierda —jadeó uno de ellos, su voz un hilo.
El esqueleto de Reinhardt yacía a metros, aplastado por vigas de soporte retorcidas. Una verdad se hizo eco: la máquina no solo mató al hombre, sino que intentó enterrarse a sí misma.
La puerta gritó. El explorador principal, Lena, hizo palanca. El metal protestó, un gemido lento y profundo que resonó en el túnel. Cedió. Un hueco negro se abrió. El olor no era a óxido. Era a ozono, hierro y algo que olía a electricidad muerta.
La Cámara del Silencio
Entraron a rastras. La cámara era pequeña, circular.
En el centro, sobre un pedestal de piedra, había una estructura. El Dispositivo.
No era una bomba. No era un cañón. Era un anillo segmentado, de medio metro de diámetro, con bobinas de cobre enrolladas y un núcleo central de cristal ahumado. Parecía elegante, casi futurista. Silencioso. Muerto. Pero la superficie de metal no tenía una sola mota de óxido. Estaba prístina.
Lena se acercó. Sus manos temblaron al levantar la linterna. Bajo el anillo, grabada en la piedra con una herramienta, había una sola palabra.
Dämmerung. Crepúsculo.
—El Proyecto Crepúsculo —susurró otro, recordando las notas de Reinhardt—. Era real.
El Dispositivo no irradiaba calor. Irradiaba frío, una sensación de vacío. Lena sintió un tirón. Su brújula en el pecho se volvió loca, la aguja giraba salvajemente, como si el polo norte se hubiera mudado.
Dejó la brújula en el suelo. Cayó hacia el anillo. No por gravedad, sino por otra cosa.
El poder estaba allí. Latente.
Lena se obligó a retroceder. Sus ojos, fijos en el anillo, estaban llenos de una mezcla helada de descubrimiento y horror. El miedo de Reinhardt era palpable en el aire. No temía que lo descubrieran. Temía que esto funcionara.
Los Planos Finales
Detrás del pedestal, en un nicho de pared, había una caja de plomo, pequeña. Abierta.
Dentro, un solo pergamino. El último.
El plano estaba dibujado con tinta negra. No eran ecuaciones, sino diagramas de energía. Mostraba el Anillo de Crepúsculo, pero con una adición crítica. Una bobina secundaria, un estabilizador armónico. Una nota escrita con letras temblorosas al lado.
$*Debe operar al 12% de potencia. Más allá, el campo de convergencia colapsará sobre sí mismo. No afecta materia, afecta… espacio.*$
—Espacio… —Lena repitió, sin entender.
El que leía se llevó las manos a la cabeza.
—El anillo no era un arma. Era un doblador de campo. No para matar, sino para…
El hombre se detuvo, sus ojos se abrieron de golpe, un terror silencioso.
—…Para viajar. Reinhardt lo diseñó para doblar la realidad, para moverse.
El anillo era un motor. La idea era más aterradora que cualquier bomba.
El Gatillo del Pánico
De repente, un crujido.
No vino de la cueva. Vino de fuera. Como el arrastre de una bota pesada sobre grava.
Los cinco se congelaron. El pánico les cortó la respiración.
—No estamos solos —murmuró uno.
El sonido se repitió. Más cerca. Metódico.
Lena miró la bóveda doblada, el Dispositivo silencioso, y los restos de Reinhardt. El hombre había muerto allí abajo, escondiéndose de algo.
Se movió rápidamente. Agarró un trozo de acero doblado del suelo.
—Apaguen las luces —ordenó en un susurro áspero—. Ahora.
Las linternas murieron. La oscuridad se hizo absoluta. El frío de la cueva se hizo una presencia física.
Escucharon los pasos. Lentos. Seguros. Se detuvieron justo fuera de la entrada del túnel, donde el esqueleto de Reinhardt estaba aplastado.
Un nuevo sonido. Un clic suave y mecánico.
Luego, una voz. Castellano perfecto. Sin acento. Tranquila.
—Dr. Reinhardt no tuvo éxito en la auto-destrucción, aparentemente.
Los exploradores contuvieron la respiración. ¿Quién era? ¿Y cómo sabían de Reinhardt?
—Localizado. La señal electromagnética residual era demasiado obvia. —La voz se acercó a la entrada de la cámara—. Sabíamos que la cámara de contención no fallaría por completo. El Anillo es robusto.
Un rayo de luz blanca, fría y potente, atravesó la oscuridad. No era una linterna. Era una linterna táctica, profesional. El haz se movió lentamente por el interior, ignorando los escombros y a los exploradores acurrucados contra la pared. Se detuvo directamente en el Anillo de Crepúsculo.
La voz sonó con una satisfacción glacial.
—Ahí está. El motor de desplazamiento. Muestras de tejido descartables ignoradas. Protocolo Omega activo.
—¿Muestras de tejido descartables? —siseó un explorador, el que había descubierto la bóveda.
La luz blanca se detuvo. Giró.
Directamente a sus caras.
—Ustedes. —La voz se mantuvo plana—. Error de contención. No vitales. Sin embargo, testigos.
La figura no estaba en el túnel. Estaba justo en la entrada de la cámara, en el pasaje aplastado. Alto, delgado, vestido con un traje de combate negro sin insignias. No era un militar, no era un explorador. Parecía… limpio.
Lena levantó el trozo de acero. Sin pensar. Solo la rabia, el miedo y la necesidad de poder que venía del Anillo.
—¿Quién diablos eres? —gritó.
El hombre no se inmutó. Levantó algo. Un arma. No tenía cañón. Solo un cilindro brillante.
—Soy un limpiador. Y acaban de cometer un error. Lo que el Dr. Reinhardt enterró, debe permanecer enterrado.
—¡No! —Lena apretó los dientes, su voz temblando por la tensión—. ¡Él lo escondió para que ustedes no lo tuvieran! ¡Para salvar al mundo!
El hombre ladeó la cabeza. Un movimiento suave.
—No era para salvar al mundo, señorita. Era para salvarse a sí mismo de la carga. La historia es irrelevante. La tecnología es nuestra.
La luz del arma se hizo más brillante. Un zumbido, bajo al principio, luego agudo, se unió al frío del anillo. El Dispositivo de Crepúsculo en el pedestal comenzó a vibrar. El cristal central, por primera vez, emitió una luz débil.
—Protocolo de limpieza. Desactivar y neutralizar testigos. Procederé.
La palabra procederé fue la última cosa humana que escucharon. El zumbido se convirtió en un chillido metálico, y la luz del arma se expandió, no como un destello, sino como una pared de vacío blanco.
El poder. El terror de Reinhardt. La verdad de lo que él temía.
Lena cerró los ojos. Un último pensamiento, limpio, cortante: El mundo nunca estuvo a salvo.
El sonido no fue una explosión. Fue un desgarro. Un colapso. Como si el aire y el tiempo hubieran decidido que esa cueva, ese Dispositivo, y los cinco cuerpos que lo rodeaban, nunca existieron.
Silencio.
Un momento después, solo el eco del viento en las ruinas. El Dispositivo no estaba. El hombre limpio, no estaba. Los cinco exploradores, no estaban. El pedestal estaba vacío. El aire ya no olía a ozono. Solo a polvo y óxido. La bóveda doblada había vuelto a cerrarse lentamente, su pliegue de acero ocultando el secreto.
Solo quedaba una cosa. En el lugar donde Lena había gritado, el trozo de acero que había levantado para defenderse estaba ahora fusionado con el suelo de piedra. Una cicatriz negra y vidriosa. La única prueba de que, durante un instante en 2023, el Proyecto Crepúsculo había regresado.
Y se había llevado a todos.