En julio de 2003, Ingrid y Klaus Weber, una pareja alemana apasionada por la fotografía y los viajes extremos, emprendió una travesía hacia uno de los territorios más inhóspitos del planeta: el Gran Desierto Victoria, en Australia. Con apenas 29 y 32 años, cargaban su furgoneta Volkswagen convertida en hogar, equipada con cámaras, herramientas y todo lo necesario para sobrevivir en condiciones extremas. Su última parada registrada fue en una estación de servicio en Norseman, Australia Occidental, donde compraron agua, combustible y comentaron con el dependiente la ruta que planeaban seguir. Nadie volvería a verlos con vida.
La pareja había diseñado el itinerario con precisión: llamadas por radio a Múnich cada 48 horas, provisiones adicionales y mapas detallados. A pesar de su experiencia, tres días después, la primera llamada perdida encendió la alarma en Alemania. La segunda ausencia confirmó que algo estaba terriblemente mal. Comenzó así uno de los mayores operativos de búsqueda en la historia del país: helicópteros con cámaras térmicas, rastreadores aborígenes, equipos terrestres y apoyo internacional. Ni una sola pista. La furgoneta blanca parecía haberse evaporado bajo el sol abrasador.
El misterio marcó a fuego a la familia Weber. En Múnich, su apartamento quedó detenido en el tiempo: proyectos fotográficos sin terminar, planos de nuevas modificaciones en la furgoneta y recuerdos de viajes pasados. Maria Weber, hermana de Klaus, convirtió una habitación en un centro de operaciones improvisado, con mapas, recortes de prensa y reportes policiales. Año tras año viajó a Australia para mantener el caso vivo, aunque la esperanza se desmoronaba.
El desierto, sin embargo, no solo oculta, también conserva. En 2022, un guardabosques aborigen que realizaba un relevamiento rutinario avistó un destello metálico entre las dunas. Bajo dos metros de arena compactada apareció la furgoneta Volkswagen de los Weber, intacta, con matrícula alemana. Dentro, los esqueletos de Ingrid y Klaus, junto a sus pertenencias: las cámaras de ella, el maletín de herramientas de él y, lo más revelador, un contenedor metálico sellado con su diario personal.
Las últimas páginas del cuaderno eran una advertencia desde el pasado. Klaus había registrado con obsesión la presencia de una camioneta azul que parecía seguirlos. Describió al conductor como un hombre alto, canoso y con una cicatriz marcada en la cara. Incluso realizó un boceto en sus notas. La última entrada, del 18 de enero de 2003, reflejaba un miedo creciente: “Nos observa otra vez. Tercera vez hoy. Ingrid quiere denunciarlo, pero no hay señal. Mañana intentaremos llegar al próximo pueblo”. Nunca llegaron.
La disposición de los cuerpos y la forma en que la furgoneta había sido enterrada demostraban que no se trató de un accidente. Alguien utilizó maquinaria pesada para ocultar el vehículo y borrar todo rastro. El hallazgo transformó un caso de desaparición en una investigación por homicidio.
Los investigadores crearon un equipo especial y cruzaron la información del diario con desapariciones similares en la región entre 1995 y 2005. El patrón era escalofriante: seis vehículos con turistas extranjeros habían desaparecido en circunstancias casi idénticas, siempre precedidas por reportes de una camioneta azul merodeando. El perfil señalaba a un depredador con conocimiento experto del terreno, alguien capaz de rastrear y manipular el desierto a su favor.
El gran giro llegó gracias a un mecánico retirado que recordó haber reparado varias veces una camioneta azul perteneciente a un hombre con una cicatriz distintiva. El nombre: Malcolm Green, un trabajador itinerante con historial de empleos en campamentos mineros y empresas de transporte. En 2022, Green cumplía condena en una prisión de Perth por delitos menores. Sus fotos coincidían con la descripción en el diario. Su historial laboral lo ubicaba en todos los lugares clave de las desapariciones.
El interrogatorio a Green fue un momento decisivo. Frente a los investigadores, mantuvo el silencio hasta que le mostraron el diario de Klaus, intacto después de casi dos décadas bajo la arena. La presión lo quebró. En una confesión fragmentada pero devastadora, admitió haber seguido y cazado a turistas extranjeros durante años, eligiendo a sus víctimas por su aislamiento y por lo valioso de sus pertenencias. La furgoneta de los Weber fue enterrada con maquinaria de minería, un método que había usado para ocultar a varias de sus víctimas.
La confesión de Green no solo resolvió el caso Weber, sino que destapó una cadena de asesinatos en serie que se extendió por más de diez años en el desierto australiano. Equipos forenses localizaron otros vehículos enterrados en lugares remotos, confirmando que Ingrid y Klaus no fueron sus únicas víctimas.
El desenlace trajo alivio, pero no paz. Las familias de las víctimas, reunidas en Múnich en una misa conmemorativa, recibieron respuestas que habían esperado por casi veinte años, aunque el dolor permanecía. Para Maria Weber, la hermana incansable, el diario de Klaus se convirtió en el último acto heroico: su registro detallado, protegido por el clima seco del desierto, permitió identificar al asesino y dar cierre a un caso que parecía condenado al olvido.
El caso Weber provocó un antes y un después en Australia. Se implementaron protocolos más estrictos para la seguridad de turistas en zonas aisladas: seguimiento obligatorio por GPS, equipos de emergencia en vehículos alquilados y monitoreo constante de rutas remotas. La tragedia de los Weber, aunque devastadora, evitó que muchos otros viajeros corrieran la misma suerte.
El desierto, que durante casi dos décadas guardó celosamente su secreto, terminó siendo el testigo clave de una verdad enterrada. El viento y la arena liberaron la historia de Ingrid y Klaus, demostrando que incluso en el lugar más inhóspito, la verdad siempre encuentra la forma de salir a la luz.