—Señor, por favor. Escúcheme. Se lo juro.
El grito de agonía de Peter los ahogó. Su cuerpo se sacudió. Se golpeó contra el banco. Un jadeo de pánico. Luchaba por respirar.
La voz de Callahan se elevó. Una furia ciega. Una que borra al padre.
—¡Mentirosa repugnante! ¡Le pusiste las manos encima! ¡Lo oí! ¿Crees que puedes entrar en mi casa y clavarle tus uñas asquerosas a mi niño?
Ella abrió los ojos. Horrorizada.
—No, señor. No le hice daño. Fui tan suave como un cordero. Se lo juro por la tumba de mi madre.
La mano abierta de Callahan la golpeó. Rápido. No lo vio venir. El bofetón explotó en su mejilla. Una ráfaga brillante de luz. Cayó de lado. Su hombro golpeó el mármol.
Los guardias se congelaron. Peter gritó de nuevo.
—¡Levántate! —bramó Callahan. —¡No te atrevas a arrastrarte por mi suelo como una rata!
Anita se enderezó a medias. La mejilla ardía. Los ojos, llenos de un dolor que se negaba a derramar.
—Señor Callahan, por favor. No le hice daño. Algo le pasa en la cabeza. Sentí algo. Como metal. O un bulto. Él gritó. Necesita ayuda.
—¿Crees que soy estúpido? —gruñó Callahan. La agarró del uniforme. La acercó. El aliento caliente de la rabia.
—Estás despedida. Y tienes suerte de que no te detenga por agresión. ¡Guardias, sáquenla de aquí!
—¡No, por favor! —chilló Anita. —¡Mírelo! ¡Mire a Peter! Algo está bajo su piel, señor. ¡Por el amor de Dios, escuche!
Callahan la empujó. Golpeó la pared. Un dolor agudo en la columna.
El guardia mayor se movió hacia ella. Pero dudó.
—Señor, tal vez deberíamos encerrarla en la habitación de invitados del norte. Sin ventanas.
Callahan chasqueó.
—Quítenle el teléfono. No saldrá hasta que yo lo diga.
Los ojos de Anita se ensancharon. Horror.
—Señor, no. ¡No, por favor! Digo la verdad. ¡No le hice daño! ¡Juro que no le hice daño a ese niño!
Su voz se quebró. Los guardias la agarraron de ambos brazos.
Peter, convulsionando. Logró un susurro roto.
—Para. No… no la lastimes.
Callahan no lo oyó. O fingió no hacerlo.
Arrastraron a Anita hacia el pasillo. Las piernas raspando contra el mármol.
—¡Señor Callahan, mírelo! ¡Yo no hice esto! Algo está en la cabeza de ese bebé. ¡Por favor, por favor, no haga esto!
La puerta se cerró de golpe. Silencio. Solo su respiración irregular en el pasillo.
La arrastraron. Hacia el norte. Hacia la habitación aislada. Fría. Inutilizada. Un almacén. Repropuesto para el castigo. Ella tropezó. Los pies resbalaron.
—Por favor —suplicó. —No soy una amenaza. No hice nada. Ese niño está sufriendo. Algo muy malo tiene en la cabeza.
El guardia más joven tragó saliva.
—Señora, las órdenes son las órdenes.
La encerraron.
Anita se desplomó. De rodillas. En la oscuridad. Aferrada a su mejilla palpitante. Todo su cuerpo temblaba. Pero lo peor. El recuerdo. El cuerpo encogido de Peter. Sus gritos. El terror en sus ojos.
Pegó la frente a la pared fría. Susurró.
—Lo siento mucho, bebé. Siento mucho no haber podido ayudarte.
Y entonces. Recordó. A través de la quietud. Su mano pequeña. Temblorosa. Rozando su muñeca. Antes de que la arrastraran. Y el susurro suave. Desesperado. No te vayas.
Ella inhaló. Un temblor.
—No me voy, bebé —susurró de vuelta a la oscuridad. Como si él pudiera oírla. —No me voy hasta que descubra qué te hicieron.
LA PRUEBA
La habitación estaba oscura. Salvo por una rendija estrecha de luna. Cortando el suelo de madera. Anita Green permaneció inmóvil. Sentada en el borde de la cama rígida. Los brazos cruzados. Como una armadura. Su mejilla izquierda. Todavía palpitaba. Donde la mano de Robert Callahan había aterrizado. Un dolor sordo. Palpitando con cada latido. Pero no era el peor dolor. El peor era la humillación. La traición. La impotencia.
Ella había intentado ayudar. Había intentado decir la verdad. Y él la había llamado mentirosa. Rata. Y la había golpeado.
Sus ojos ardían. Pero no lloró. No podía permitírselo. Llorar solo le robaría la energía que necesitaba. Tenía que mantenerse alerta.
La habían encerrado. Sin teléfono. Sin ventanas. Una sola puerta. Con un cerrojo que no podía alcanzar. El silencio era total. Le zumbaban los oídos.
Presionó la punta de los dedos. En el lugar de su cuero cabelludo. Donde su difunto hijo, Tyler, solía acurrucarle el pelo. Y tararear.
Hacía mucho que no pensaba en ese niño. Demasiado doloroso. Pero el grito de Peter. Señor. Era el mismo sonido. Ese tipo de agonía. No viene de la nada. Ese miedo. Tenía que haber una causa.
Anita se levantó. Despacio. Caminó hacia la esquina. Donde había arrojado su delantal. Después de que los guardias la empujaron. Se arrodilló. Tanteó. Sus dedos rozaron un algodón suave. Lo acercó. Su corazón, acelerado. Escondido en la esquina del delantal doblado. Un pequeño pañuelo floral.
Lo abrió. Suavemente.
Ahí estaba. Aún aferrada a un solo cabello rubio. Una pequeña. Curva. Astilla de metal.
Anita la miró fijamente. No era una costra. Ni caspa. Brillaba débilmente. Bajo la luz de la luna. Como un diente. De algo. Que no debería estar dentro de la cabeza de un niño.
—No te preocupes, bebé —susurró a la oscuridad. —Miss Anita te va a conseguir ayuda.
Al otro lado de la mansión, el caos se había calmado. Silencio pesado. Robert Callahan estaba sentado junto a la cama de Peter. En la suite privada del niño. Los puños apretados. Peter había dejado de convulsionar. Pero ahora estaba acurrucado. Pálido. Temblaba. Sus ojos se abrían. Solo para cerrarse. Aturdido. Cristalino.
Callahan había despedido al médico. Le habían dicho. Una vez más. Solo otro episodio de migraña. Posiblemente agravado por el estrés.
—¡Estrés! —gruñó Callahan. —Esa mujer casi lo mata.
El doctor se había encogido de hombros. Acostumbrado a estos episodios. Las migrañas habían comenzado. Alrededor del sexto cumpleaños de Peter. Súbitas. Violentas. Sin rastro. Los neurólogos ofrecieron docenas de pruebas. Sedantes. Pero nadie le dio respuestas. Solo palabras. Lenguaje elegante. Y pastillas que no funcionaban.
Se acercó. Cepilló el cabello de su hijo. Lejos de la frente. Peter se inmutó. Callahan se detuvo.
Se inclinó.
—Está bien, hijo. Estoy aquí.
Los labios de Peter se entreabrieron. Susurró. Demasiado débil para oír. Callahan se acercó aún más.
—¿Qué dijiste, campeón?
Peter parpadeó. Lentamente.
Luego masculló.
—Ella no me lastimó.
El pecho de Callahan se tensó.
—¿Qué?
—Ella intentó ayudar.
Callahan se enderezó. Lentamente. Un escalofrío. Pesado. Se instaló en su estómago.
LA CONFESIÓN
A la mañana siguiente. Anita se despertó. Sobresaltada. Un sonido de llave girando en la cerradura. La puerta se abrió. Mrs. Robbins, la jefa de servicio, se deslizó. Con un termo. Y una toalla.
—No hables —dijo Robbins. Silenciosa. —No puedo quedarme mucho.
Anita se incorporó. Desorientada. Alerta.
—Por favor. Solo dime cómo está Peter.
—Está estable. Otra convulsión anoche. El Dr. Wtham le dio sedantes.
Anita tragó con dificultad.
—No son convulsiones. Solo… Hay algo dentro de su cuero cabelludo. Lo sentí.
Robbins asintió. Despacio. Miró hacia la puerta.
—Te creo —susurró. —Pero el señor Callahan. No está en un lugar para escuchar eso. No ahora.
La voz de Anita se quebró.
—Me golpeó.
—Lo sé. Yo intenté ayudar. También lo sé.
Robbins le dio la toalla. Y ropa limpia.
—Lávate. Come algo. Dejaré la puerta sin llave esta noche. Si quieres irte, vete. Nadie te detendrá.
Anita la miró fijamente.
—¿Y si no lo hago?
La mirada de Robbins se suavizó.
—Entonces ten cuidado. Estás más cerca de la verdad de lo que nadie ha estado jamás.
Más tarde ese día. Callahan estaba en la parte trasera. De su laboratorio privado. Una sala blanca. Equipos de diagnóstico. No los usaba en años. La muestra de cabello. Se la trajo. En un portaobjetos sellado. Su consultor de tecnología personal. Un hombre que le debía demasiados favores.
—¿Dijo que encontró esto en el pelo de su hijo? —preguntó el consultor. Mirando por el microscopio.
—Ella lo hizo —dijo Callahan. —La sirvienta.
El consultor se detuvo.
—Bueno, quien lo haya encontrado, tiene ojos agudos.
Callahan se cruzó de brazos.
—¿Qué es?
El hombre ajustó la lente.
—No es orgánico. Esto es metal. Probablemente una aleación. Demasiado fina para una astilla. Parece fabricado. ¿Con qué propósito? —Miró hacia arriba. —Aún no lo sé. Pero no es natural. Y no fue implantado recientemente. A juzgar por el folículo piloso alrededor. Esa cosa ha estado dentro de su cuero cabelludo. Durante un tiempo.
La mente de Callahan dio vueltas. ¿Desde cuándo?
El hombre se encogió de hombros.
—Podrían ser años.
La habitación nadaba. Años. Todos los médicos. Todas las pruebas. Todo el dolor. Peter había soportado. Y la única persona que lo encontró. Fue la sirvienta. A la que encerró. Como a una criminal.
Salió del laboratorio. Sin una palabra.
Esa noche. Anita seguía en su habitación. Cuando el pomo de la puerta giró. Esta vez. No era Mrs. Robbins. Era Callahan. Entró. Despacio. Ojos en sombra. El rostro ilegible.
Anita se puso de pie.
—No tengo nada más que decirle.
Él no respondió. Inmediatamente. Miró sus zapatos. Luego, el moretón. Aún floreciendo en su mejilla.
—Encontré lo que intentaste mostrarme.
Anita se quedó de piedra.
—No es nada —dijo. —Es metal. Algún tipo de microte. Nadie lo había notado antes.
Su voz se quebró. Apenas.
—Tenías razón.
Ella lo miró. Su rostro, una piedra. Él dio un paso adelante.
—Reaccioné exageradamente. Cometí un error.
Ella entrecerró los ojos.
—Un error es olvidar un cumpleaños. Me golpeaste. Y me encerraste. Como a un perro.
Callahan se encogió.
—No puedo deshacer eso. Pero necesito tu ayuda.
Anita se cruzó de brazos.
—¿Por qué debería ayudar a un hombre que solo escucha cuando es demasiado tarde?
—Porque Peter preguntó por ti.
Eso la detuvo. En seco.
—No ha hablado con nadie desde la convulsión. Pero esta mañana. Dijo una cosa.
—¿Qué fue? —preguntó ella. El aliento atrapado en el pecho.
—Dijo: Dile que sigo asustado.
Los ojos de Anita se llenaron. Pero los secó.
Lentamente. Caminó hacia la mesita de noche. Abrió el cajón. Levantó el pañuelo floral. Lo desdobló. Le mostró el diminuto trozo de metal. Aún adherido a la raíz del cabello de Peter.
—Aún no ha visto el miedo —dijo en voz baja. —Pero te ayudaré. No por ti. Por ese bebé.
Callahan asintió. Y por primera vez. En años. Susurró.
—Gracias.