El Precio de una Segunda Vida: La Deuda del Alma

Eduardo Santillán dejó caer la bolsa del pan justo en medio de la acera. Los huevos se rompieron, la yema se filtró por el papel, pero él no se movió. No podía. A veinte metros de distancia, sentado en una banca del parque con una gorra azul y una chamarra que él mismo le había regalado en Navidad, estaba Mateo.

Su hijo.

El mismo al que había enterrado seis meses atrás en el Panteón de San Miguel. El mismo cuyo ataúd cargó sobre sus hombros, sintiendo el peso de cada paso como si le arrancaran el alma. El mismo cuyo rostro había besado por última vez en aquella funeraria con olor a azucenas y silencio.

Mateo estaba ahí. Vivo. Comiendo una torta con los ojos fijos en su teléfono, completamente ajeno a que su padre lo observaba desde el otro lado de la calle.

Eduardo sintió que las piernas le fallaban. Se apoyó contra un poste de luz. Su respiración se volvió irregular, entrecortada.

—No puede ser —susurró—. No puede ser real.

Pero lo era. Mateo se levantó de la banca, tiró el papel en el bote de basura y comenzó a caminar. Eduardo dio un paso adelante, otro, y entonces, antes de pensarlo, gritó:

—¡Mateo!

El joven se detuvo. Giró apenas la cabeza. Cuando sus ojos se encontraron con los de Eduardo, su rostro no mostró alivio, ni amor. Se transformó en puro terror.

Las Cicatrices del Imperio
Eduardo Santillán había sido un hombre de decisiones rápidas. Construyó su fortuna desde cero, levantando una empresa de construcción que ahora tenía contratos en tres estados. Sacrificó vacaciones. Sacrificó tardes de juego. Sacrificó a su hijo mientras este crecía, siempre respondiendo con un frío: “Ahorita tengo que trabajar”.

Ahora, frente a ese parque, Eduardo comprendió que su fortuna no servía para comprar el aire que le faltaba.

Seis meses atrás, Mateo salió de casa tras una cena silenciosa. —No llegues tarde —fue lo único que Eduardo dijo sin levantar la vista del periódico.

Tres días después, la policía encontró un cuerpo en un barranco. El coche estaba destrozado. El rostro del cadáver estaba tan brutalizado que Eduardo, nublado por el dolor y la culpa, firmó los papeles de identificación sin mirar dos veces. Enterró a un extraño bajo el nombre de su hijo.

El Encuentro en la Sombra
Tras la persecución en el parque y semanas de investigación con un detective privado llamado Hugo Maldonado, Eduardo llegó a un edificio derruido en la zona industrial. Habitación 307.

Tocó la puerta tres veces. El silencio del otro lado fue absoluto.

—Mateo —dijo Eduardo con la voz quebrada—. Sé que estás ahí.

La puerta se abrió apenas unos centímetros. Mateo apareció más delgado, pálido, con ojeras que hablaban de noches sin sueño.

—No deberías estar aquí —dijo el hijo.

Eduardo entró a la fuerza y se detuvo en seco. Al fondo, una joven llamada Lucía abrazaba a un bebé.

—Es tu nieto —soltó Mateo con una risa amarga—. Se llama Sebastián.

Eduardo sintió que el mundo se desmoronaba. Tenía un nieto y su hijo había fingido su muerte para que él nunca lo supiera.

—¿Por qué, Mateo? —preguntó Eduardo, cayendo de rodillas.

—Debía dinero, papá. Mucho dinero. A gente como Julián Rosas. Pero la verdad… la verdad es que quería escapar de ti. De tus juntas, de tu sombra, de sentir que nunca era suficiente para el gran Eduardo Santillán.

La Entrega y la Traición Final
Eduardo no dudó. Vendió acciones, propiedades y su casa de la playa. Reunió tres millones de pesos para comprar la vida de su hijo. Se citó con Julián Rosas en un bar oscuro, entregando las maletas con el sudor frío recorriéndole la espalda.

—Aquí está el dinero —dijo Eduardo—. Mi hijo queda libre.

Julián Rosas, un hombre con ojos de serpiente, contó los billetes y sonrió con una crueldad infinita.

—Hiciste bien, Santillán. Pero hay algo que deberías saber antes de irte.

Eduardo se detuvo.

—Tu hijo nunca me debió nada —soltó Julián con una carcajada—. No hay deuda. Mateo me pagó una miseria para que yo te siguiera el juego. Quería ver si realmente te importaba. Quería ver cuánto estabas dispuesto a pagar por el hijo que ignoraste toda la vida.

El Perdón sobre las Ruinas
Eduardo regresó al departamento de Mateo. No entró con rabia, sino con el alma vacía. Mateo, al verlo entrar, supo que la mentira había muerto.

—¿Cuándo planeabas decirme la verdad? —preguntó Eduardo.

Mateo se derrumbó. —Quería saber si me amabas, papá. Quería saber si eras capaz de perderlo todo por mí, porque yo sentía que ya te había perdido hace años entre tus edificios y tus millones.

Eduardo se acercó a su hijo y, por primera vez en veinte años, lo abrazó sin prisa.

—Fui un padre terrible —confesó Eduardo llorando—. Te hice sentir que no eras suficiente. Me usaste, sí. Me mentiste. Pero el precio que pagué no fue por tu deuda, fue por mi redención.

Un Nuevo Cimiento
Eduardo Santillán no recuperó su empresa. No le importó. Vendió lo que quedaba y compró una casa pequeña con jardín.

Hoy, Eduardo no tiene contratos millonarios, pero tiene una rutina sagrada: prepara el desayuno para Lucía, ayuda a Mateo con sus clases y lleva al pequeño Sebastián al parque. Se sientan en la misma banca donde vio al “fantasma” por primera vez.

A veces, la vida nos quita todo para enseñarnos lo que realmente importa. Eduardo enterró a un hijo para descubrir que el verdadero tesoro no estaba bajo tierra, ni en una caja fuerte, sino en la oportunidad de decir, finalmente: “Estoy aquí, y esta vez no me voy”.

Related Posts

Our Privacy policy

https://tw.goc5.com - © 2026 News