
Francisco Herrera, a sus 74 años, era un hombre hecho de los cimientos de un Madrid que ya casi no existía. Durante cuarenta y ocho años, sus manos, ahora cubiertas de manchas de la edad y artritis incipiente, habían sido su orgullo. Eran las manos de un fontanero, un maestro de las tuberías y calderas del barrio de Malasaña. Eran manos que habían arreglado lo que estaba roto, que habían traído calor a los inviernos fríos y agua corriente a los pisos antiguos. Eran manos que habían construido una vida.
Ahora, esas manos temblaban ligeramente mientras sostenían el pomo de la puerta de su hija.
La vida de Francisco se había vuelto silenciosa hacía nueve años, el día que su esposa, Pilar, perdió su batalla contra el cáncer. Su apartamento en Malasaña, antes un lugar ruidoso lleno de risas, discusiones sobre fútbol y el olor a guiso de Pilar, se convirtió en un museo. Las fotos en las paredes eran los únicos compañeros que le quedaban. Él y Pilar habían criado a su única hija, Beatriz, en ese mismo apartamento, con un amor feroz y protector.
Ahora, Beatriz tenía 40 años. Era profesora, una mujer moderna con una vida ocupada, un marido tranquilo llamado Andrés y dos hijos adolescentes. Vivían en Las Rosas, un suburbio ordenado y distante que, para Francisco, se sentía tan estéril y ajeno como la superficie de la luna.
Desde la muerte de Pilar, su vida se había asentado en una rutina solitaria, puntuada por un único evento semanal: la cena del domingo en casa de Beatriz.
Esa cena era, para Francisco, un salvavidas y una tortura.
Era el único momento en que rompía su soledad, pero cada visita era un recordatorio de que ya no encajaba. La hora de viaje en el autobús interurbano era un peregrinaje hacia un lugar donde no era bienvenido. Beatriz, su “Beti” como la llamaba de niña, lo recibía con un suspiro apenas disimulado, un beso rápido en la mejilla que se sentía como una obligación.
“Hola, papá. Pasa. La comida casi está lista”, decía, sin mirarlo a los ojos, ya volviéndose hacia la cocina.
Andrés, su yerno, era un hombre de silencios. Levantaba la vista de su portátil, murmuraba un “Qué tal, Francisco”, y volvía a su trabajo. Los nietos, absorbidos por el resplandor azul de sus teléfonos móviles, ofrecían un “Hola, abuelo” robótico antes de desaparecer en sus habitaciones.
Las cenas eran peores. Francisco se sentaba a la cabecera de la mesa, un rey depuesto en un reino ajeno. Intentaba iniciar conversaciones. Hablaba del ayuntamiento, de una noticia que había leído en el periódico, de un recuerdo de cuando Beatriz era pequeña. Las respuestas eran monosílabos. Beatriz, tensa, se levantaba constantemente para recoger platos. Andrés miraba el fútbol en la televisión de la cocina. Los niños comían rápido, pidiendo permiso para “irse a estudiar”, lo que significaba volver a sus pantallas.
Francisco comía en silencio, saboreando una comida que estaba hecha con resentimiento.
Pero seguía yendo. Cada domingo. Porque la alternativa era peor. La alternativa era el silencio total del apartamento de Malasaña, la conversación unilateral con la fotografía de Pilar. Durante nueve años, Francisco se había estado mintiendo a sí mismo. Se decía que esta incomodidad era normal. Se decía que las familias modernas eran así, ocupadas, distantes. Se decía que, al menos, tenía un lugar al que ir, que no estaba completamente solo.
Se había convencido de que su presencia, aunque tolerada a regañadientes, seguía siendo una forma de conexión.
Hasta el jueves por la tarde que destrozó esa ilusión.
Todo comenzó con una visita al médico esa mañana. Francisco había estado ignorando los síntomas durante meses. El zumbido en sus oídos. El temblor en su mano izquierda. La fatiga que se adhería a él como una segunda piel.
El Dr. Salas fue amable, pero directo. “Francisco, los resultados de las pruebas están aquí. No voy a andarme con rodeos. Es la enfermedad de Parkinson, en etapa temprana. Y su audición está disminuyendo significativamente”.
Francisco sintió que el suelo de la consulta se volvía blando. No era el diagnóstico lo que lo aterrorizaba. Era la palabra que venía después: dependencia.
“Necesitará ayuda, Francisco”, dijo el médico, ajustándose las gafas. “Para sus próximas citas, necesitará que alguien lo acompañe. Alguien que pueda escuchar claramente las instrucciones de los medicamentos. ¿Tiene familia con la que pueda contar?”.
La imagen de Beatriz, con el ceño fruncido y mirando el reloj, apareció en su mente. “Tengo… tengo una hija”, murmuró.
Salió de la clínica con un puñado de recetas y un peso en el pecho más pesado que cualquier caldera que hubiera instalado. Se sentía viejo. Se sentía asustado. Por primera vez en su vida, el hombre que arreglaba todo, estaba roto.
No podía volver a su apartamento vacío. No con este nuevo silencio ensordecedor en sus oídos y el miedo temblando en su mano. Necesitaba… necesitaba a su hija. No el domingo. La necesitaba ahora.
Tomó el autobús a Las Rosas. No era su día. Llegó una hora antes de lo que Beatriz solía volver del trabajo. Tenía una llave, una que Beatriz le había dado “para emergencias”. Esto se sentía como una.
Entró en la casa silenciosa. Estaba impecable, impersonal. Se sentó en el sofá rígido, el informe del médico arrugado en su mano templasa. Esperó.
Cuando Beatriz y Andrés entraron, cargados con las bolsas del supermercado, su sorpresa se transformó visiblemente en molestia.
“¿Papá?”, dijo Beatriz, dejando caer las bolsas en la encimera. “¿Qué haces aquí? ¿Pasó algo? Hoy es jueves”.
“Vengo… vengo del médico”, comenzó Francisco, su voz temblando. “Yo…”
“¿Estás bien? ¿Te caíste?”, preguntó ella, pero ya estaba guardando la leche en la nevera, de espaldas a él.
“No, yo… Beatriz, los resultados…”
“Espera un momento, papá, estoy ocupada. Los niños llegan en cualquier momento y tengo que empezar la cena”.
Francisco se sintió pequeño. Invisible. El informe del médico en su bolsillo se sintió como una piedra. Se hundió de nuevo en el sofá. Buscando algo de normalidad, algo familiar en esa casa estéril, tomó el mando a distancia y encendió la televisión. El ruido de fondo lo calmaba. Puso las noticias de la tarde, el mismo programa que él y Pilar solían ver.
Diez minutos después, Beatriz entró en la sala, secándose las manos en un paño. Vio las noticias. Sus ojos se entrecerraron.
“Papá, por el amor de Dios”, dijo, su voz tensa. “Sabes que esa es la hora de mi serie. He tenido un día horrible”.
Agarró el mando a distancia de la mano de él y cambió el canal a un ruidoso programa de telerrealidad.
“Beatriz, por favor”, dijo Francisco, sintiendo una oleada de desesperación. “Solo quería… necesitaba hablar. El médico…”
Fue entonces cuando ella explotó. La frustración de años, de cenas dominicales obligadas, de ser la única hija de un anciano solitario, estalló en un torrente de crueldad.
“¡Ya basta, papá! ¡Estoy harta!”, gritó. “¡No puedes simplemente aparecer aquí cuando quieras! ¡No puedes cambiar las reglas!”.
“Solo quería un poco de compañía, Beti…”, suplicó él.
“¡Pues no puedes!”, espetó ella. Y entonces, pronunció las palabras. Las palabras que lo rompieron.
“¡Sinasalo ka lang namin dahil sa awa! ¡Dahil sa awa, naiintindihan mo ba!?”
“¡Solo te acogemos por lástima! ¡Por lástima, entiendes!”
El mundo se detuvo.
La frase resonó en la sala impecable. El sonido de la telerrealidad en la televisión pareció desvanecerse.
En ese momento, Andrés, su yerno, entró en la habitación, atraído por los gritos. Sus ojos se encontraron con los de Francisco, luego se desviaron incómodamente hacia el suelo. Permaneció en el marco de la puerta, en silencio.
Los dos nietos de Francisco, atraídos por el drama, aparecieron en lo alto de las escaleras. Vieron la cara de su madre, roja de ira. Vieron la cara de su abuelo, pálida como la ceniza. Se miraron el uno al otro y, como si fuera una coreografía ensayada, ambos sacaron sus teléfonos y se escondieron detrás de sus pantallas.
Nadie habló.
Nadie defendió a Francisco.
El silencio de su yerno y la indiferencia de sus nietos fueron la confirmación. Las palabras de Beatriz no fueron un exabrupto momentáneo; fueron la verdad.
Francisco Herrera, el hombre que había trabajado 48 años, el hombre que había criado a esa mujer con sus propias manos, no era un padre. No era un abuelo. Era una carga. Era un objeto de caridad.
“Lástima”.
Esa fue su verdadera enfermedad. Una enfermedad más degenerativa que el Parkinson, más aislante que su sordera.
Lentamente, con una dignidad que no sabía que poseía, Francisco se puso de pie. Beatriz todavía respiraba con dificultad, su ira ahora reemplazada por un atisbo de vergüenza. Pero no se disculpó.
Él la miró. Miró a Andrés, que seguía estudiando la alfombra. Miró a los niños, que seguían tecleando.
No dijo nada. No había nada que decir.
Se acercó a la puerta principal. Cogió su chaqueta del perchero. El informe del médico seguía en el bolsillo. Lo sintió rozar sus nudillos. Ya no importaba.
Salió de la casa. Cerró la puerta suavemente detrás de él. Nadie lo detuvo. Nadie le dijo adiós.
El Vuelo
El viaje de regreso a Malasaña fue una niebla. Francisco no recordaba el autobús. No recordaba caminar desde la parada.
Se encontró de pie en su apartamento, ahora oscuro. El rostro sonriente de Pilar lo miraba desde un marco de plata.
“Tenían razón, mi amor”, le susurró a la foto. “Soy una carga”.
Se sentó en su viejo sillón de orejas, el que olía a Pilar y a tabaco de pipa. Y tomó una decisión.
La decisión no fue impulsiva. Fue lógica. Fue el último acto de un hombre que había pasado su vida arreglando cosas. Había un último problema que arreglar: él mismo.
Esa noche, no durmió.
Abrió un viejo cajón y sacó sus libretas bancarias. Tenía ahorros. No era rico, pero 48 años de trabajo frugal le habían dejado lo suficiente. Fue al cajero automático de la esquina y retiró el límite diario.
Regresó y empacó una pequeña bolsa de lona. No la maleta grande. Solo una bolsa. Un par de camisas, sus artículos de aseo, sus pastillas para la presión arterial y la foto de Pilar.
Dejó todo lo demás. Dejó su teléfono móvil sobre la mesa de la cocina. Dejó la llave del apartamento junto a él. Dejó el informe del médico sobre la mesa.
Al amanecer del viernes, Francisco Herrera salió de su apartamento por última vez. Caminó por las calles de Malasaña mientras la ciudad despertaba. Se dirigió a la Estación de Atocha.
Compró un billete. Un billete de ida. A un lugar del que Pilar siempre había hablado pero que nunca habían podido visitar: la costa de Cádiz. Un lugar cálido, donde el mar era azul.
Subió al tren. Mientras se alejaba de Madrid, no miró atrás.
Las Secuelas
El domingo, Beatriz se sintió aliviada cuando su padre no apareció. “Supongo que sigue enfadado”, le dijo a Andrés. “Mejor. Necesito un descanso”.
El siguiente domingo, tampoco apareció.
El lunes siguiente, Beatriz sintió la primera punzada de culpa. Llamó a su teléfono. Fue al buzón de voz. “Papá, soy yo. Solo… llámame”.
El miércoles, fue a Malasaña.
La llave seguía sobre la mesa. El teléfono estaba apagado. La cama estaba hecha.
Y sobre la mesa, estaba el informe del médico.
Enfermedad de Parkinson. Pérdida auditiva neurosensorial severa.
Beatriz leyó las palabras. Y luego vio las recomendaciones: Necesita compañía. Alto riesgo de aislamiento.
Se dejó caer en la silla de su padre, su corazón golpeando dolorosamente. “Vengo del médico…”, había dicho él.
Corrió a la comisaría.
La policía inició una investigación. Era un hombre de 74 años con un diagnóstico neurológico reciente. Era una prioridad.
Revisaron sus cuentas bancarias. Vieron la retirada de efectivo. Vieron el billete de tren a Cádiz. Y luego… nada. El rastro se enfrió.
Francisco Herrera se había desvanecido.
El caso permaneció abierto. Durante un año. Luego dos. Beatriz puso carteles de “DESAPARECIDO”. Contrató a un investigador privado.
“Es como si se hubiera convertido en un fantasma, señora”, le dijo el investigador. “Ha desaparecido por voluntad propia”.
Pasaron los años. Los nietos de Francisco crecieron y se fueron a la universidad, sus recuerdos de su abuelo eran vagos, una figura silenciosa en un sofá. El matrimonio de Beatriz y Andrés sobrevivió, pero ahora estaba cimentado en un silencio culpable, un tema del que nunca hablaban.
Beatriz ahora tiene 45 años. Sigue siendo profesora. Cada jueves por la tarde, cuando vuelve a casa, la culpa la golpea. La palabra “lástima” resuena en su casa impecable.
Nunca supo lo que le pasó a su padre.
Pero a veces, en un pequeño pueblo de pescadores en la costa de Cádiz, un anciano llamado “Paco”, con un ligero temblor en las manos y un audífono, se sienta en el muelle. Mira el océano. Juega a las damas con los otros jubilados. Les cuenta historias de cómo arreglaba las calderas de Madrid.
Es tranquilo. Es respetado. No es una carga. Es solo Francisco. Finalmente, en paz.