
El olor de la habitación era una mezcla de antiséptico, sopa de arroz hervida y el perfume floral del suavizante de telas. Para Miguel Santos, ese era el olor de la vida. Era el olor del amor incondicional. Durante los últimos cinco años, 1,826 días para ser exactos, su mundo se había encogido a las dimensiones de esta habitación de hospital improvisada, instalada en la pequeña sala de estar de su casa en Cavite.
A sus treinta y dos años, Miguel tenía la espalda de un hombre de cincuenta y los ojos de uno de setenta. La vida se medía en ciclos de medicación, baños de esponja y el cambio de sábanas.
Su esposa, Elena, yacía en la cama de hospital. Sus ojos oscuros, antes brillantes y llenos de travesuras, ahora estaban a menudo apagados, mirando por la ventana un mundo en el que ya no podía participar. Desde el pecho hacia abajo, estaba inmóvil.
“Pobre Miguel”, susurraban los vecinos por encima de sus vallas. “Renunció a todo. Es un santo”.
“Eres joven, Miguel”, le decían sus pocos amigos restantes, cada vez con menos frecuencia. “Deberías buscar a alguien. Elena lo entendería”.
Pero Miguel siempre negaba con la cabeza, su sonrisa paciente y cansada. “Ella es Elena. Es mi esposa”, decía, como si fuera la respuesta más simple del mundo. “Mientras ella respire, yo la cuidaré”.
Y la cuidaba. Se despertaba a las cinco de la mañana para prepararle el lugaw (arroz caldoso), la única comida que su sistema digestivo parecía tolerar bien. La alimentaba cucharada por cucharada, con la misma paciencia que ambos solían tener con sus alumnos de primer grado.
La bañaba. Un proceso meticuloso y agotador con esponjas y palanganas, luchando por mantener su dignidad intacta. La cambiaba, luchando contra la humillación de los pañales para adultos. Y luego, el ritual más doloroso: masajeaba sus piernas. Durante una hora cada noche, frotaba la piel pálida y los músculos atrofiados de las piernas que ya no se movían, rezando en silencio por un milagro que la ciencia decía que era imposible.
A veces, él bromeaba. “Te lo dije, ¿recuerdas? ‘En la salud y en la enfermedad'”, le decía mientras le acomodaba las almohadas. “Lo decía en serio”.
Ella sonreía. Una sonrisa débil, triste. Pero nunca respondía. Hacía mucho que había dejado de hablar, excepto para pedir agua o para decir que sentía dolor.
Un martes por la tarde, un día caluroso de abril, Miguel se preparaba para salir. Había conseguido un pequeño trabajo de tutoría para un cliente al otro lado de la ciudad, un ingreso necesario para pagar las costosas medicinas de Elena.
“Regresaré antes del atardecer, mi amor”, dijo, besando su frente húmeda. Ella asintió levemente, con los ojos cerrados.
Subió a su bicicleta, el único transporte que podían permitirse. Estaba a mitad de camino, pedaleando bajo el sol abrasador, cuando se dio una palmada en el bolsillo trasero.
Vacío.
Un pánico helado lo recorrió. La cartera. Se le había caído. No, recordaba. La había dejado en la mesita de noche, junto a la cama de Elena, después de sacar dinero para la farmacia.
“¡Maldita sea!”, murmuró. No podía ir con el cliente sin dinero para el transporte de vuelta y, lo más importante, necesitaba esa cartera para recoger la nueva receta de Elena.
Dio media vuelta y pedaleó de regreso, sus piernas ardiendo por el esfuerzo y la frustración.
Llegó a la pequeña casa sudando y sin aliento. Dejó caer la bicicleta en el patio. No quería despertar a Elena; probablemente estaba en su siesta de la tarde. Abrió la puerta principal con la mayor delicadeza posible.
La casa estaba silenciosa. O eso pensó al principio.
Pero entonces, lo escuchó.
No era el zumbido monótono del tanque de oxígeno. No era el susurro del ventilador de la habitación. Era… música. Una vieja canción de radio de los años 90, suave, casi inaudible, proveniente de la sala.
El corazón de Miguel se detuvo. Había olvidado apagar la radio. Eso era todo.
Pero la sensación de inquietud no desapareció.
Caminó de puntillas por el corto pasillo. La silla de ruedas de Elena estaba en su lugar habitual, junto a la pared, fría y vacía. La cama de hospital también estaba vacía.
Un terror agudo se apoderó de él. “¡Elena!”, gritó, su voz rompiéndose. “¿Te caíste? ¡Oh, Dios mío!”.
Corrió hacia la sala de estar, esperando encontrarla en el suelo, herida, indefensa.
Y allí fue donde se detuvo. Se detuvo tan bruscamente que sus pies resbalaron en el suelo de baldosas.
El mundo se inclinó. El aire fue succionado de sus pulmones.
Elena estaba allí.
No estaba en el suelo. No estaba en la silla de ruedas.
Elena estaba de pie.
Estaba de pie junto a la ventana delantera, la que daba a las buganvillas que él ya no tenía tiempo de podar. Llevaba su vieja bata de casa. La luz del sol de la tarde la bañaba, iluminando el polvo que bailaba en el aire.
Y se estaba moviendo.
No era un movimiento brusco. Se balanceaba suavemente, con los ojos cerrados, sus brazos delgados ligeramente levantados, siguiendo el ritmo de la vieja canción de radio.
Estaba bailando.
Miguel no hizo ningún sonido. No podía. Sentía como si un camión lo hubiera golpeado de nuevo, pero esta vez, el impacto era silencioso y lo había destrozado por dentro.
Vio las piernas que había masajeado durante cinco años, las piernas que los médicos dijeron que estaban muertas, sosteniéndola firmemente en el suelo. Vio la espalda que había lavado con tanta ternura, ahora erguida y fuerte.
El silencio de Miguel fue roto por el único sonido que pudo hacer. Un jadeo. Un pequeño y ahogado sonido de incredulidad.
La música seguía sonando, pero Elena se congeló. Su cuerpo se puso rígido.
Lentamente, como en una pesadilla, se dio la vuelta.
Sus ojos se encontraron con los de él. El rostro que él había memorizado en su quietud paralítica era ahora una máscara de terror absoluto. Vio la sangre drenar de sus mejillas, sus labios abrirse en un “oh” silencioso.
“Miguel…”, susurró ella. Su voz no era el susurro débil de una enferma. Era clara. Y estaba llena de pánico. “Miguel… yo… yo puedo explicarlo”.
Él no respondió. No podía. Las palabras no tenían sentido.
“Tú…”, finalmente logró decir, su propia voz irreconocible. “¿Estás… de pie?”.
Elena dio un paso vacilante hacia él, sus piernas, sus piernas funcionales, moviéndose. “Miguel, por favor, escúchame…”
Él dio un paso atrás, instintivamente, como si estuviera viendo un fantasma.
“Cinco años”, susurró él, las palabras saliendo de un lugar de incredulidad absoluta. “Cinco años… te he cambiado los pañales”.
“¡No, no, no!”, gritó ella, y la fuerza de su grito lo hizo retroceder. “¡No es así! ¡Al principio, no podía! ¡Lo juro! El accidente… fue real”.
“¿Pero cuándo?”, preguntó él, su voz comenzando a temblar, no de tristeza, sino de una ira fría y ascendente. “¿Cuándo empezó esto, Elena? ¿Cuándo empezaste a caminar?”.
Las lágrimas corrían por el rostro de ella. “Hace mucho tiempo. Quizás… quizás un año después. No lo sé”.
“¿Un año?”, repitió él. “Eso son… cuatro años. Cuatro años de mentiras. Cuatro años dejándome…”.
Miró sus propias manos. Estaban agrietadas, las uñas rotas por el trabajo servil. Las manos de un maestro, ahora las manos de un cuidador, de un tonto.
“¿Por qué?”, fue todo lo que pudo preguntar.
“¡Porque tenía miedo!”, sollozó ella, cayendo al suelo, esta vez de rodillas por su propia voluntad. “¡Tenía miedo de perderte!”.
“¿Perderme? ¡Estaba aquí! ¡He estado aquí cada segundo de cada día!”.
“¡No!”, gritó ella, golpeando el suelo. “¡Estabas aquí por la enferma! ¡Por la pobre Elena paralítica! ¿Pero qué pasaría si mejoraba? ¿Qué pasaría si volvía a ser… solo Elena?”.
Él la miró, la confusión nublando su rabia.
“Antes del accidente”, dijo ella, su voz ahora un susurro culpable. “Las cosas no estaban bien, Miguel. Lo sabes. Estabas distante. Estabas siempre en la escuela, con tus reuniones. Apenas me mirabas. Y esa nueva maestra… la señorita Reyes… vi cómo la mirabas”.
“Elena, eso no era nada…”
“¡Era algo para mí!”, gritó. “Estaba aterrorizada de que te fueras. Y luego… el accidente. Fue horrible. Pero en el hospital, vi algo en tus ojos que no había visto en años. Necesidad. Devoción. Me mirabas como si yo fuera el centro de tu universo de nuevo. Me cuidabas. Me amabas”.
Él la escuchaba, horrorizado.
“Cuando la sensación en mis piernas comenzó a volver, hace cuatro años… entré en pánico. Si mejoraba, si volvía a ser la vieja y aburrida Elena, ¿te irías? ¿Volverías a mirar a la señorita Reyes?”.
“Así que… no dije nada”, confesó, con el rostro enterrado en sus manos. “Fue fácil. Dejé de intentar moverme. Y tú… tú te quedaste. Dejaste tu trabajo. Me convertí en tu mundo entero. Y era… era horrible, pero era maravilloso. Me amabas”.
La revelación colgaba en el aire, venenosa y sofocante.
Miguel la miró. Miró a la mujer arrodillada en el suelo, confesando que había construido una prisión para ambos. Una prisión de su miedo.
Él había renunciado a su carrera. Había renunciado a sus amigos. Había renunciado a su juventud. Los había sacrificado en el altar de su amor por ella. Y todo había sido una farsa. Una actuación de cinco años.
La compasión que había sido su combustible durante 1,826 días se evaporó. Se secó, dejando atrás solo el lecho agrietado de la traición.
“Pobre Miguel”, recordó los susurros de los vecinos. No lo decían por lástima. Lo decían porque era verdad. Era un pobre tonto.
“¿Qué… qué vas a hacer?”, preguntó ella, su voz pequeña, infantil.
Miguel la miró, a su esposa, que ahora estaba perfectamente sana, arrodillada a sus pies. La vio, tal vez por primera vez, no como una víctima, sino como su carcelera.
No dijo nada.
Se dio la vuelta, caminó por el corto pasillo, entró en la habitación que olía a enfermedad y mentiras. Vio la cama de hospital. Vio las pilas de pañales limpios que había comprado esa mañana.
Cogió su cartera de la mesita de noche.
“Miguel…”, lo llamó ella desde la sala. “¿Miguel, por favor, di algo!”.
Él caminó de regreso por el pasillo. Pasó junto a ella, que seguía en el suelo. No la miró.
Abrió la puerta principal. La luz del sol de la tarde era cegadora.
“¿A dónde vas?”, gritó ella, su voz llena de pánico real esta vez. “¡Espera! ¡Miguel, te necesito!”.
Él se detuvo en el umbral, con la espalda hacia ella.
“No”, dijo, su voz tranquila, muerta. “Ya no me necesitas”.
Cerró la puerta detrás de él, dejando a la mujer que podía caminar sola en la casa que él había convertido en un santuario, y que ella había convertido en una prisión.