
El Nevado Huascarán, en la Cordillera Blanca de Perú, no es simplemente una montaña; es un dios andino, un altar de hielo y roca que se eleva 6.768 metros hacia el cielo. Es un lugar de una belleza que muerde y un peligro implacable que ha reclamado a innumerables almas. En este reino helado, el tiempo se detiene y los secretos quedan sellados bajo glaciares que se mueven a una velocidad geológica.
Fue en esta cumbre donde David Sierra, a sus 35 años, buscó la prueba final de su maestría. David no era un imprudente; era un escalador de élite, conocido por su fuerza y su concentración fría. Pero, en 1994, cometió un error crucial: confió en el hombre equivocado.
David y su compañero, Carlos Ruiz, emprendieron una ascensión de una ruta compleja y poco frecuentada, conocida por sus paredes de hielo traicioneras. Era una expedición de dos hombres, autosuficiente, diseñada para la pureza del reto.
El 15 de julio de 1994, a casi 6.000 metros de altura, la montaña se reveló como lo que era. Una tormenta feroz, un “viento blanco” que llegó sin previo aviso, los envolvió. David, que lideraba la sección de hielo, resbaló. La caída fue repentina y brutal.
Carlos, atado a él, fue arrancado de su anclaje. La cuerda se tensó con la fuerza de un rayo. Carlos, con la cara cortada por los cristales de hielo, logró detener su propia caída en un saliente precario. David, sin embargo, estaba suspendido en el vacío, balanceándose en la tormenta, gritando.
Carlos regresó a la base tres días después, agotado, sufriendo de congelación y trauma. Su historia fue desgarradora. Contó cómo David había caído en una grieta oculta e insondable. Dijo que luchó durante horas, intentando levantarlo, pero que David estaba atascado en las profundidades de la grieta.
“No tuve elección”, sollozó Carlos a los equipos de rescate. “La tormenta empeoraba, y él me rogó que me salvara. Tuve que cortar la cuerda. De lo contrario, ambos habríamos muerto. Me llevé la vida de mi amigo para salvar la mía”.
La historia de Carlos fue heroica y trágica. Fue interrogado, pero sin cuerpo, sin testigos, y con la evidencia de la tormenta, su testimonio fue aceptado. David Sierra fue declarado oficialmente “perdido en la montaña”, un héroe de la escalada que había sido víctima de la furia de los Andes.
Para Ana, la hermana de David, el cierre nunca llegó. Algo en la calma de Carlos, en la rapidez con la que volvió a escalar, le pareció frío. Ella creía que su hermano era demasiado fuerte para que una simple grieta se lo llevara tan fácilmente. Pero la policía no tenía pruebas. El caso se cerró.
Pasaron veintisiete años. Una generación. El mundo cambió, pero la montaña, una vez el cementerio estático de la historia, comenzó a cambiar también.
El año era 2021. Los glaciares del Huascarán, como todos los glaciares del mundo, estaban retrocediendo. La inmensa masa de hielo que había cubierto las cicatrices del pasado se estaba reduciendo centímetro a centímetro.
Una expedición de dos escaladores experimentados, el peruano Marco y el español Leo, se propuso conquistar una ruta histórica en la misma pared de hielo donde David desapareció. Eran escaladores técnicos, conscientes de la historia de la montaña.
A unos 5.800 metros, en una sección del glaciar que en 1994 habría sido una pared sólida de hielo, el paisaje había cambiado. Una gran sección del glaciar se había desprendido, revelando una pared de roca y hielo antiguo que no había visto el sol en décadas.
Mientras escalaban un tramo particularmente técnico, Marco vio algo. Un toque de color artificial incrustado en el hielo sucio. Era una cuerda.
Marco, pensando que era una vieja línea fija de algún intento de rescate de los años 80, la tiró para asegurarla. La cuerda era rígida, pero de un color rojo brillante, notablemente más moderna que las cuerdas de las expediciones de la época.
Siguieron la cuerda, pensando que podían usarla como ayuda. Pero a medida que se acercaban al final, el nudo final de la cuerda no estaba atado a un anclaje de roca, ni a un pico de hielo. Estaba atado a una figura humana.
Marco y Leo se quedaron helados. Parcialmente expuesto por el hielo derretido, colgando de su cuerda, estaba el cuerpo de un hombre.
El hombre estaba casi perfectamente conservado por el hielo. Vestía ropa de escalada de un estilo que se usaba en los años 90. Estaba momificado por la altitud y el frío, sus rasgos congelados en una expresión de sorpresa.
Y la cuerda, la misma cuerda que Marco estaba sujetando, se extendía desde su arnés. Era David Sierra. El fantasma de la montaña.
La noticia conmocionó al mundo de la escalada. El cuerpo de David fue recuperado en una operación forense increíblemente delicada. El glaciar no solo había devuelto a su víctima; había devuelto un testigo.
El cuerpo, en el laboratorio, confirmó que David había muerto de hipotermia severa y trauma en las extremidades, no de un impacto por caída. Y el examen de la cuerda fue la prueba final de una traición de hace 27 años.
El análisis de la cuerda reveló que David no había caído en una grieta insondable. Había caído y había quedado suspendido. El análisis forense sugirió que la cuerda había sido cortada limpiamente por un instrumento afilado (un cuchillo), no deshilachada por la fricción de la roca.
Y lo más crucial: la cuerda que sostenía a David no estaba cortada cerca del arnés. Estaba cortada en su punto de sujeción superior, el extremo que Carlos había sostenido.
La reconstrucción de los hechos fue terrible. David cayó y quedó atrapado, vivo, pero gravemente herido, quizás en un saliente o una grieta poco profunda donde Carlos podía verlo. Carlos, enfrentado a una tormenta que se acercaba y a la perspectiva de una evacuación agotadora con un compañero herido que consumiría sus limitados suministros, tomó una decisión monstruosa.
No tuvo que cortar la cuerda para salvar su vida. Cortó la cuerda para salvar su tiempo, sus suministros y su comodidad. Dejó a David colgado, vivo e indefenso, para que muriera lentamente en el frío, y luego regresó con su heroica historia de desesperación.
El Capitán Ruiz, el detective jubilado que había dirigido la investigación de 1994, fue llamado por la policía actual. Él siempre había sospechado de Carlos. El descubrimiento del cuerpo y la evidencia de la cuerda le dieron el poder que no tuvo en 1994.
Carlos Ruiz, ahora un respetado guía de montaña con su propia agencia de expediciones, fue arrestado. Confrontado con la imagen congelada del cuerpo de David y la prueba forense de la cuerda cortada, se derrumbó. Confesó haber dejado a David a su suerte, admitiendo la cobardía, la traición y la mentira de 27 años.
Para Ana, la hermana de David, el fin fue la liberación. El cuerpo de David regresó a casa. La montaña, ese dios de hielo, no había sido el asesino; había sido la biblioteca que había guardado la verdad, preservándola perfectamente hasta que el mundo estuvo listo para escucharla. La cuerda, el testigo congelado, finalmente había gritado justicia.