
El verano de 1984 olía a gasolina, a cinta de casete y a una libertad ilimitada. El mundo aún funcionaba sin GPS, sin teléfonos móviles y sin internet. Los viajes por carretera eran ritos de iniciación, aventuras trazadas en mapas de papel arrugados comprados en estaciones de servicio. Para Álex Morales y Javier Ríos, ambos de 19 años y recién terminados su primer año de universidad en Chicago, ese verano representaba la promesa definitiva.
Habían ahorrado durante meses. Álex, el meticuloso, había trazado la ruta. Javier, el impulsivo, había pasado semanas arreglando “El Correcaminos”, un Ford Mustang de 1978 de color azul eléctrico, heredado de su hermano mayor. El plan era legendario en su simplicidad: conducir desde Illinois hasta la costa de California, dormir en el coche, ver el Gran Cañón y no volver hasta que se les acabara el dinero.
La mañana del 3 de julio de 1984, cargaron el coche. Los padres de Álex le dieron veinte dólares extra “para emergencias” y le hicieron prometer que llamaría cada dos días desde un teléfono público. La madre de Javier le dio un abrazo que duró un poco más de lo normal. “Cuídense el uno al otro”, dijo, con una premonición que descartó como nervios maternales.
El Mustang azul se alejó por la calle suburbana, con la música de Bruce Springsteen saliendo a todo volumen por las ventanillas bajadas. Fue la última vez que sus familias los vieron.
Los primeros días fueron exactamente como los habían soñado. La primera llamada provino de Missouri. La segunda, dos días después, desde Oklahoma. “¡Vimos un tornado! Bueno, de lejos”, gritó Javier por el teléfono, el ruido de los camiones de fondo. Álex tomó el auricular: “Estamos bien, mamá. Comiendo demasiada comida basura. Cruzaremos a Texas mañana”.
La siguiente llamada programada, la del 7 de julio, nunca llegó.
Cuando pasó el 8 de julio, los padres de Álex comenzaron a preocuparse. “Quizás están en una zona sin teléfonos”, dijo el padre de Javier, tratando de ser optimista. Para el 10 de julio, el optimismo se había convertido en un pánico helado. Las familias denunciaron la desaparición.
La policía de Illinois abrió el caso, pero rápidamente se convirtió en un rompecabezas jurisdiccional que abarcaba media docena de estados. La investigación trazó su ruta basándose en los recibos de las tarjetas de crédito (que habían dejado de usarse) y las llamadas. El último rastro verificado fue una parada de gasolina en Gallup, Nuevo México, la mañana del 6 de julio. El empleado recordaba a dos jóvenes comprando refrescos y discutiendo sobre qué mapa tomar. Después de eso, el Mustang azul y sus dos ocupantes se desvanecieron de la faz de la tierra.
Comenzó la búsqueda. La Patrulla de Carreteras de Nuevo México y Arizona peinó las vastas y desoladas extensiones del desierto. Los helicópteros buscaron el reflejo del metal azul en el fondo de los cañones. Se revisaron los hospitales y las morgues. Nada.
Surgieron las teorías, cada una más dolorosa que la anterior para las familias que esperaban en casa.
La primera, y la más probable, era un accidente. El desierto del suroeste es implacable. Cientos de kilómetros de carretera vacía, curvas cerradas y distracciones fatales. “Pudieron haberse quedado dormidos”, dijo un detective. “Si se salieron de la carretera en uno de esos barrancos, podríamos tardar cincuenta años en encontrarlos”. Esta teoría ofrecía un final, pero no un consuelo.
La segunda teoría era la de un crimen. 1984 era una época en la que los autoestopistas eran comunes. ¿Subieron al pasajero equivocado? ¿Se detuvieron en el bar equivocado en una ciudad fronteriza? El Ford Mustang era un coche llamativo; podría haber atraído la atención no deseada.
La tercera, y la más extraña, era que habían huido. ¿Habían decidido abandonar sus vidas, sus estudios y a sus familias para empezar de cero en México o en alguna comuna de California? Sus padres descartaron esto de plano. Eran buenos chicos. Álex tenía planes de estudiar arquitectura. Javier estaba enamorado de su novia de la secundaria.
Pasaron los meses. El verano se convirtió en otoño. El otoño en un invierno largo y silencioso. El caso de Álex y Javier pasó de ser una búsqueda activa a un caso frío. En sus hogares en Chicago, sus habitaciones se convirtieron en santuarios. Sus madres no podían soportar guardar sus cosas, así que todo permaneció exactamente como lo habían dejado: pósters en las paredes, libros sobre los escritorios, la ropa que no se habían llevado doblada en los cajones.
Los años comenzaron a acumularse. Uno. Cinco. Diez.
Las familias Morales y Ríos quedaron unidas por un dolor que nadie más podía entender. Celebraban los cumpleaños de los chicos en silencio. Cada vez que aparecía la noticia de unos restos no identificados encontrados en el desierto, sufrían un nuevo ciclo de esperanza y desesperación.
El mundo cambió. Cayó el Muro de Berlín. Nació Internet. El Ford Mustang de 1978 pasó de ser un coche usado a ser un clásico. Pero para las familias, el tiempo se detuvo el 3 de julio de 1984.
Llegó el año 2000. Habían pasado dieciséis años.
A las afueras de Holbrook, Arizona, no muy lejos de la última ruta conocida de los chicos, se encontraba “El Cementerio de Hierro”. Era un deshuesadero masivo, un laberinto de diez hectáreas de metal oxidado, coches apilados como ladrillos y piezas de motores esparcidas. El propietario, un hombre llamado Gus, lo había dirigido con mano de hierro durante treinta años.
En marzo de 2000, un detective de casos fríos del estado de Arizona estaba haciendo un barrido de rutina, una de esas tareas imposibles que rara vez daban fruto. Estaba digitalizando registros antiguos y cruzando números de bastidor (VIN) de vehículos robados o desaparecidos en los años 80 con los inventarios de los deshuesaderos del estado.
Un número en la lista de inventario de “El Cementerio de Hierro” llamó su atención. El VIN coincidía con el Ford Mustang de 1978 de Javier Ríos.
El detective, Mark Daley, casi se cae de la silla. Según el registro del deshuesadero, el coche había sido ingresado el 10 de julio de 1984, solo cuatro días después de la última vez que los chicos fueron vistos en Gallup. No estaba listado como “desaparecido” o “policial”, sino como “venta de chatarra” por un propietario desconocido.
Daley y un equipo forense llegaron al deshuesadero esa misma tarde. Gus, el propietario, un hombre curtido por el sol del desierto, los miró con recelo.
“1984”, masculló Gus. “¿Sabe cuántos coches han pasado por aquí desde 1984? Buena suerte”.
Pero el registro era claro. Sección G, Fila 12.
Se dirigieron a la parte trasera del lote, un área que rara vez se tocaba, reservada para los restos más antiguos. Y allí estaba. O lo que quedaba de él.
No era un coche reconocible. Era un bloque de metal oxidado, aplastado casi hasta quedar plano. Había sido compactado hacía más de una década. El color azul eléctrico había desaparecido bajo capas de óxido marrón y suciedad. Pero la placa del VIN, aunque abollada, era legible. Era “El Correcaminos”.
La esperanza de un accidente, de que estuvieran vivos en algún lugar, se evaporó en el aire seco del desierto. El coche estaba allí.
“¿Qué pasó con los efectos personales?”, preguntó Daley, su voz tensa.
Gus se encogió de hombros. “Las reglas son las reglas. Limpiamos los coches antes de aplastarlos. Las cosas se tiran o se guardan en cajas si parecen de valor. Pero hace dieciséis años… probablemente todo se quemó”.
El equipo comenzó a tratar la pila de chatarra como una escena del crimen. El descubrimiento fue horrible, pero no era una respuesta. ¿Cómo llegó el coche allí? ¿Y dónde estaban Álex y Javier?
El protocolo de Gus en 1984 había sido descuidado. El papeleo de “venta de chatarra” estaba firmado con un garabato ilegible. No había registro de quién lo había traído.
Durante dos días, el equipo forense peinó el área alrededor del coche aplastado. No encontraron nada. La frustración era inmensa. Estaban tan cerca y, sin embargo, tan lejos.
Daley estaba convencido de que Gus sabía más de lo que decía. Presionó al anciano, amenazándolo con obstrucción. Finalmente, Gus cedió.
“No recuerdo mucho”, dijo, nervioso. “Pero en ese entonces… a veces los coches llegaban aquí de formas… no oficiales. Los moteros, gente que huía. Dejaban un coche, yo les daba 50 dólares y no hacía preguntas. Era un negocio diferente”.
“¿Y las pertenencias?”, insistió Daley.
“Tengo un contenedor viejo”, admitió Gus. “Cosas que parecían importantes. Cartas, fotos. Cosas que no quería quemar. Está allí atrás”.
Condujo al equipo a un contenedor de envío oxidado en el borde de la propiedad. Al abrir las puertas, un olor a moho y tiempo salió. Dentro había docenas de cajas de cartón podridas.
Pasaron horas revisando basura. Viejas revistas, herramientas rotas. Y entonces, en una caja empapada en el fondo, un técnico encontró una bolsa de lona.
Dentro de la bolsa había un álbum de fotos mojado y deformado. Y una billetera de cuero.
El corazón de Daley se detuvo. Abrió la billetera. La licencia de conducir de Illinois, aunque descolorida, mostraba el rostro sonriente de Álex Morales.
Pero fue el álbum de fotos lo que contó la historia. Muchas de las fotos estaban arruinadas, pegadas entre sí. Pero las últimas páginas eran claras. Eran del viaje. Álex y Javier posando frente al Mustang en una parada de descanso. Javier haciendo una mueca en el borde del Gran Cañón. La foto de la gasolinera en Gallup.
Y luego, la última foto.
La foto estaba tomada desde el asiento del pasajero del Mustang. Mostraba la parte trasera de otro vehículo, una vieja grúa oxidada. Y de pie junto a la grúa, mirando directamente a la cámara con una expresión hostil, estaba un hombre mucho más joven.
Daley le mostró la foto a Gus. El anciano se quedó blanco.
“Ese es Ben”, susurró. “Ben Bishop. Trabajaba para mí en ese entonces. Un tipo malo. Siempre bebía, siempre peleaba”.
La verdad finalmente salió a la luz. Ben Bishop había sido despedido por Gus a finales de 1984 por robar. Nadie había sabido más de él.
Con un nombre, la policía reabrió el caso con furia. Descubrieron que Bishop había muerto en una pelea de bar en Texas en 1990. Pero al interrogar a antiguos empleados, el rompecabezas se armó.
Álex y Javier no habían tenido un accidente. Su coche se había averiado en ese tramo solitario de la carretera. Ben Bishop, que conducía la grúa del deshuesadero, se detuvo. En lugar de ayudarlos, vio una oportunidad. Dos jóvenes, un coche llamativo. Los llevó al deshuesadero, probablemente bajo la promesa de una reparación barata.
Nadie sabe qué pasó exactamente en “El Cementerio de Hierro” ese día de julio de 1984. Si los chicos se resistieron a un robo, o si simplemente vieron demasiado. Pero Bishop, en un ataque de ira o pánico, los mató.
Se deshizo de sus cuerpos en el implacable desierto de Arizona, un lugar que guarda secretos fácilmente. Luego, simplemente remolcó el coche al fondo del lote, falsificó un formulario de chatarra y lo dejó allí, escondido a plena vista. Unos meses después, fue despedido. El coche fue olvidado, aplastado y enterrado bajo más chatarra.
El descubrimiento de la billetera y la foto en el contenedor fue el milagro que resolvió el caso. 16 años después, Álex y Javier habían sido encontrados, no por un mapa, sino por un objeto que apareció en el lugar más improbable.
Para las familias Morales y Ríos, la noticia fue el final de la tortura. La incertidumbre había terminado, pero el dolor se transformó en la cruda realidad de un asesinato sin sentido. Los restos de los chicos nunca fueron encontrados, pero ya no importaba. Sabían lo que había sucedido. El viaje por carretera de 1984 había terminado, no en la playa de California, sino en un deshuesadero de Arizona, resuelto por una billetera olvidada en una caja.