
Hay lugares en el norte de España, en los pliegues más profundos de las montañas, donde el verde es tan denso que la luz del sol parece rendirse. Son bosques antiguos, gobernados por el musgo, el silencio y los arroyos fríos. El Bosque de los Susurros, cerca de los límites del parque nacional, es uno de esos lugares. Es un sitio de una belleza que intimida, un laberinto de senderos que se desvanecen y rocas cubiertas de líquenes. Es un lugar fácil para perderse. En 2013, este bosque se tragó a Laura Vega y a su hija de nueve años, Sofía. Durante diez años, el bosque no dijo nada. Hasta que, hace unas semanas, un turista tropezó con el secreto que la naturaleza había guardado con tanta crueldad.
Esta es la historia de esa desaparición, de la década de agonía que la siguió, y del descubrimiento que ha reabierto una herida que nunca llegó a cicatrizar.
El 14 de octubre de 2013 era un día de otoño perfecto. El aire era fresco y el sol teñía de oro las hojas de los castaños. Laura Vega, de 42 años, preparó dos mochilas. Una para ella, una pequeña de color rosa para Sofía. Laura era bióloga, una mujer que encontraba más consuelo en la compañía de los árboles que en la de las personas. Sofía era su sombra, una niña observadora y risueña que había heredado la pasión de su madre por coleccionar “tesoros”: hojas raras, piedras lisas, piñas perfectas.
David Vega, el marido de Laura y padre de Sofía, las vio marchar desde la ventana de la cocina de su casa rural. “¡No os salgáis del sendero de la cascada!”, les gritó, medio en broma.
Laura se giró, su pelo oscuro recogido en una coleta. “¡Confía en mí! Volveremos para la cena. Te queremos”.
Ese fue el último adiós. El plan era sencillo: una caminata de tres horas por la “Senda del Arroyo Escondido”, un sendero marcado como de dificultad baja, ideal para familias. Comían sus sándwiches junto a la pequeña cascada y volverían.
A las 7 de la tarde, el sol ya se había escondido tras las cumbres. David miró el reloj. A las 8, la oscuridad era total. La inquietud se convirtió en un nudo frío en el estómago. A las 9, llamó a la Guardia Civil.
Los agentes encontraron el coche de Laura, un viejo Renault azul, aparcado en la entrada del sendero. Estaba cerrado. Dentro, en el asiento trasero, estaba la chaqueta vaquera de Sofía, la que se había negado a llevar porque “aún hacía calor”.
La búsqueda comenzó esa misma noche, bajo la luz errática de las linternas. El Bosque de los Susurros, tan acogedor de día, se transformó en una fortaleza de sombras y sonidos desconocidos. Al amanecer, el operativo era masivo. El GREIM (Grupo de Rescate e Intervención en Montaña), unidades caninas, voluntarios del pueblo y un helicóptero que apenas podía penetrar el espeso dosel de hojas.
Buscaron durante días, que se convirtieron en semanas. Siguieron el sendero de la cascada una y otra vez. Los perros rastreadores parecían confundirse en un punto determinado, a unos dos kilómetros de la entrada. El rastro, simplemente, se desvanecía en el aire. Como si se las hubiera tragado la tierra.
Los investigadores barajaron todas las hipótesis. ¿Un secuestro? Improbable. El coche estaba cerrado, no había signos de lucha. Era un sendero poco transitado, pero no completamente aislado. ¿Una huida voluntaria? Imposible. Laura adoraba a David y no tenía motivos para huir. Su cuenta bancaria estaba intacta.
La única teoría plausible era la que el bosque susurraba: se habían perdido.
El terreno más allá del sendero marcado es traicionero. Está lleno de pequeñas depresiones kársticas, barrancos ocultos por la maleza y antiguas simas tapadas por la vegetación. Un paso en falso, un intento de atajar, y el bosque te engulle.
Los equipos de montaña descendieron a todas las cavidades conocidas. Peinaron cada metro cuadrado en un radio de cinco kilómetros. No encontraron nada. Ni una huella. Ni un trozo de tela. Ni la mochila rosa de Sofía.
La búsqueda oficial se suspendió después de un mes. El otoño dio paso a un invierno duro. La nieve cubrió el bosque, sellando el misterio bajo un manto blanco.
Para David Vega, la vida se detuvo. Los diez años siguientes fueron un purgatorio. Se convirtió en la sombra que recorría el pueblo. Dejó su trabajo como carpintero y dedicó cada día de su vida a buscarlas. Los vecinos de Potes, el pueblo más cercano, se acostumbraron a ver su figura solitaria entrando en el bosque cada mañana, con una mochila y un bastón, y regresando al atardecer, con la misma mirada vacía.
Se obsesionó con los mapas. Estudió cada curva de nivel, cada arroyo seco, cada cueva no registrada. Los agentes de la Guardia Civil le conocían bien; al principio, intentaron disuadirle. Luego, simplemente le dejaban hacer, con una mezcla de lástima y respeto.
“Están ahí dentro”, le decía David a cualquiera que quisiera escuchar, señalando la impenetrable pared verde. “El bosque no me las quiere devolver”.
La habitación de Sofía permaneció intacta. Sus dibujos de mariposas seguían pegados en la pared. La mochila del colegio seguía junto a su cama. David entraba allí cada noche, se sentaba en el borde de la cama y permanecía en silencio durante horas. No lloraba; el dolor se había secado, dejando solo una ausencia hueca.
Los aniversarios eran los peores. Cada 14 de octubre, David volvía al inicio del sendero y dejaba dos flores silvestres junto al cartel de madera. Se sentaba en el capó de su furgoneta, ahora tan vieja como su dolor, y miraba el bosque hasta que la noche lo borraba todo.
La prensa nacional olvidó el caso. Se convirtió en una de esas trágicas historias locales, un cuento con moraleja para advertir a los turistas que no se salieran de los caminos.
Diez años. Tres mil seiscientos cincuenta días de “no saber”.
El 5 de septiembre de 2023, un joven turista alemán llamado Félix recorría la zona. Félix era fotógrafo aficionado y buscaba una toma única de las montañas al atardecer. Ignoró las señales de “Sendero Marcado” y comenzó a trepar por una ladera empinada, siguiendo el cauce seco de un arroyo.
Se adentró más de un kilómetro en la espesura, mucho más allá de donde cualquier equipo de rescate había considerado probable que una madre y una niña pudieran llegar. El terreno era difícil, casi escalada.
Mientras buscaba un buen apoyo para su cámara, su pie resbaló en el musgo húmedo. Cayó unos metros y aterrizó en una especie de repisa estrecha, oculta bajo un saliente de roca y densos helechos. Estaba ileso, pero molesto. Fue entonces cuando lo vio.
No era una cueva, sino una profunda grieta en la roca, casi un pozo, oscurecida por la vegetación. Algo en el fondo captó un destello de luz. Pensando que podría ser una pieza de equipo de escalada perdida, encendió la linterna de su móvil y apuntó hacia abajo.
El haz de luz iluminó algo que no debería estar allí. Un trozo de tela de un color antinatural, un rosa desvaído por la humedad y el tiempo.
Félix sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío del bosque. Bajó la linterna un poco más. Y entonces lo vio.
Allí, en el fondo de la grieta, a unos seis metros de profundidad, yacían dos formas. Estaban acurrucadas juntas. Una más grande, protectora, y una más pequeña, anidada contra ella. Eran esqueletos, cubiertos de hojas y tierra, pero inequívocamente humanos. Junto a ellos, desgarrada pero visible, estaba la mochila rosa de Sofía.
Félix tardó varios minutos en poder moverse. Trepó fuera de la repisa, corriendo y tropezando, sin mirar atrás, hasta que encontró cobertura telefónica. La llamada que hizo al 112 rompió diez años de silencio.
Recuperar los cuerpos fue una operación compleja que llevó dos días. La grieta era estrecha y de difícil acceso. Los forenses del GREIM tuvieron que descender con arneses. El hallazgo fue descrito como “profundamente macabro y desgarrador”.
No había dudas. Eran Laura y Sofía.
El análisis forense contó la historia que el bosque había ocultado. Laura tenía una fractura grave en la pierna izquierda, una fractura que la habría incapacitado por completo. Sofía no tenía heridas graves.
La teoría, ahora casi una certeza, es devastadora.
Se salieron del sendero. Quizás Sofía vio una flor rara o quiso seguir a una ardilla. Se desorientaron. En el terreno irregular, Laura resbaló y cayó en la grieta, rompiéndose la pierna en la caída. Sofía, incapaz de sacarla e incapaz de dejarla, bajó a la grieta con ella. O quizás ambas cayeron juntas.
Laura no podía salir. Sofía, con nueve años, probablemente podría haber trepado para salir. Pero no lo hizo.
El hallazgo más desgarrador fue la posición en la que las encontraron. Laura estaba recostada contra la pared de la roca. Sofía estaba en su regazo, y los brazos de Laura la rodeaban, en un último abrazo. Murieron juntas. De hipotermia, de hambre, de desesperación.
Junto a los restos de Laura, encontraron una pequeña bolsa impermeable. Dentro, protegida de los elementos, estaba su cartera. Y dentro de la cartera, una foto de carnet de David, sonriendo.
La noticia golpeó a David Vega como un tren. La agonía de la incertidumbre se había ido, reemplazada por la certeza del horror. Durante diez años, había imaginado mil escenarios, pero ninguno tan cruel como la realidad: su esposa y su hija, vivas durante horas, quizás días, en el fondo de un agujero oscuro, a pocos kilómetros de casa, mientras él y cientos de personas las buscaban.
El bosque, finalmente, las había devuelto.
El funeral se celebró la semana pasada en la pequeña iglesia del pueblo. La misma iglesia donde David y Laura se habían casado. Cientos de personas acudieron, muchas de las cuales habían participado en la búsqueda una década atrás.
David Vega caminó tras los dos pequeños ataúdes. Ya no era “El Caminante”, el fantasma del bosque. Era, de nuevo, un esposo y un padre, enterrando a su familia.
El Bosque de los Susurros sigue allí. El sol sigue iluminando las hojas de los castaños. Pero para los habitantes de la zona, el silencio del bosque ya no es pacífico. Es el eco de un abrazo final en la oscuridad, el testimonio de un amor maternal que eligió no dejar que su hija muriera sola, y el peso de diez años de pasos perdidos que buscaban en el lugar equivocado.