La pérdida de un ser amado deja un vacío que el tiempo, lejos de sanar, solo hace más profundo. Para mí, la muerte de Clara, mi esposa, en un accidente de tráfico dos años atrás, había redefinido la existencia. Mi única prioridad era mi hijo, Lucas, de ocho años, una tarea que juré cumplir con todo lo que me quedaba. Pero ese juramento se tambaleó cuando Lucas me contó que había visto a su madre en el patio de la escuela. Inicialmente, lo atribuí al duelo y la imaginación infantil. Sin embargo, su advertencia específica —”Ella dijo que no debía ir con ella nunca más”— clavó una estaca helada en mi pecho. Había una urgencia, una verdad no dicha en su voz. Al día siguiente, la ansiedad me obligó a ir a la escuela antes de tiempo, y lo que presencié me arrojó a un terror que desafiaba toda lógica: mi hijo estaba siendo secuestrado por una mujer cuya apariencia era una copia exacta de la esposa que había enterrado dos años antes. La revelación no solo era un misterio de identidad, sino la manifestación de un secreto enterrado que había regresado del pasado para reclamar a mi hijo.
La vida se había convertido en una serie de rituales vacíos desde que Clara se fue. El recuerdo de su sonrisa, su calidez, eran fantasmas que habitaban la casa. Lucas y yo éramos dos náufragos aferrados el uno al otro. Por eso, cuando él me soltó la bomba con esa voz temblorosa, no pude reaccionar con la lógica de un padre, sino con el pánico de un hombre que ha perdido demasiado. La frase “mamá vino hoy” era ya inquietante, pero la advertencia, la prohibición de acompañarla, era lo que me hacía dudar de que fuera un simple sueño. ¿Por qué una aparición tranquilizadora le diría a su hijo que se alejara de ella?
Esa noche fue un tormento de insomnio y análisis febril. Revisité la tarde del accidente, cada palabra que intercambiamos, cada detalle del funeral. Me sentí invadido por la paranoia: ¿y si Clara no estaba muerta? ¿Y si la persona en el coche no era ella? Rápidamente descarté la idea como un subproducto del dolor. Pero la imagen de Lucas, serio, sin mirar atrás al despedirse en la escuela, me confirmó que su miedo era real.
A media mañana, mi ansiedad alcanzó un punto insostenible. No podía concentrarme en el trabajo; la necesidad de protegerlo era abrumadora. Decidí ir por él. Al acercarme al edificio, escuché gritos en el patio. El ruido me hizo correr, un presentimiento oscuro guiándome hacia el lado de la verja lateral, una zona menos vigilada por donde se accede a un pequeño parque adyacente.
La escena en el patio era confusa: un grupo de niños agitados y una maestra buscando frenéticamente. “¿Dónde está Lucas?”, pregunté, la voz quebrándose. La maestra no tenía la respuesta, pero un niño, con los ojos como platos, señaló la verja: “Se fue con una señora de abrigo beige. La tomó de la mano y salieron”.
El “abrigo beige.” El color de un viejo abrigo de lana que Clara amaba, que yo había tirado a la basura tras el accidente, incapaz de soportar su olor residual. El corazón se me paralizó. Corrí hacia la verja, salí al parque y doblé la esquina.
Lo que vi me hizo tambalear. A unos veinte metros, una mujer delgada, de cabello castaño y movimiento suave, caminaba de la mano de mi hijo. No era solo la pose, era el maldito abrigo beige que ahora llevaba puesto. Mi cuerpo reaccionó con una furia y un pánico primitivos. No era un fantasma, era un secuestro.
Grité el nombre de Lucas con toda la fuerza de mis pulmones. El sonido debió ser lo suficientemente desgarrador para hacer que la mujer se detuviera y volteara.
Y en ese instante, el mundo se me revirtió. El cerebro se negó a procesar lo que veían mis ojos. La mujer no era Clara. Había diferencias sutiles en la expresión, quizás en la mirada. Pero el rostro era idéntico. Era la misma estructura ósea, la misma forma de los ojos, la misma barbilla suave. Era como si la muerte se hubiera burlado de mí, enviando una réplica perfecta y malvada.
La mujer, al ser confrontada, soltó la mano de Lucas. Él me miró con una mezcla de alivio y terror, la prueba de que, aunque la mujer se pareciera a su madre, la había reconocido como una amenaza. Mi adrenalina era pura rabia y confusión. Corrí hacia ella, mi mente luchaba por entender la identidad de esa mujer: ¿Una gemela secreta? ¿Una hermana que nunca conocimos? ¿Una obsesiva que había pasado años buscando el parecido con mi esposa?
La confrontación fue violenta. La mujer intentó huir, demostrando que su intención era criminal. Logré sujetarla, forcejeando mientras Lucas se escondía detrás de mí. Cuando la policía llegó, alertada por los gritos de la maestra y los niños, la mujer permaneció en un silencio tenso, su rostro, el rostro de Clara, frío e inexpresivo.
El misterio apenas comenzaba. Las autoridades la identificaron rápidamente: no era un familiar cercano. Su nombre no aparecía en los archivos de la familia de Clara. Pero su parecido era tan exacto que era imposible ignorarlo. La investigación se centró en un hilo escalofriante: la mujer había trabajado en la clínica de rehabilitación donde Clara había pasado un breve tiempo antes de su muerte. Había sido despedida por un comportamiento errático. La policía comenzó a sospechar que el accidente de tráfico de Clara, catalogado como un simple percance, podría haber estado conectado de alguna manera con esta doppelgänger.
La advertencia de Lucas, “no vayas conmigo,” cobró un significado aterrador. ¿Fue su madre, en un momento de lucidez post-mortem, la que le advirtió sobre la mujer que compartía su rostro? ¿O fue esta mujer, la impostora, la que se presentó como un fantasma para manipularlo, creyendo que un niño de ocho años no distinguiría la verdad del engaño?
La realidad era que mi hijo no solo había sobrevivido a la pérdida de su madre, sino que ahora era el objetivo de un terror inexplicable que usaba el rostro del ser que más amaba. El abrigo beige, el rostro idéntico, el intento de secuestro: todo apuntaba a un plan meticuloso, originado en un secreto que Clara nunca me había revelado. Mi vida, que ya era un rompecabezas de dolor, se había convertido en un thriller psicológico. El amor que sentí por Clara me había devuelto a la vida; el rostro de esta mujer, idéntico al de ella, ahora me condenaba al pánico y a la vigilancia perpetua. La lucha por proteger a Lucas se había transformado en una batalla contra una sombra que vestía los recuerdos de mi esposa.