El Secreto de Medianoche: Seguí a Mi Esposa al Amanecer y el Descubrimiento en la Oscuridad Reveló un Pacto Que Jamás Podré Olvidar

Hay grietas en la rutina diaria que, al principio, parecen insignificantes. Una mancha, un olor sutil, un susurro en la noche. En mi caso, todo comenzó con una extraña humedad en nuestra cama. Un detalle que, con el paso de las semanas, se transformó en la punta de un aterrador iceberg que ocultaba un secreto sobre mi esposa, Amara, y un ritual nocturno que desafiaba toda lógica y paz mental.

La primera vez que noté que las sábanas estaban mojadas, lo atribuí a un accidente. Quizás Amara había derramado agua limpiando, o tal vez simplemente estaba sudando en exceso. La sensación era fría al tacto y venía acompañada de un ligero y desagradable olor metálico.

“Amara,” susurré, medio dormido, “la cama está húmeda.”

Ella se giró lentamente, su rostro extrañamente imperturbable, casi demasiado tranquilo. “No te preocupes,” murmuró suavemente, “a veces sucede.”

No insistí. Me encogí de hombros mentalmente. Sudor nocturno, pensé. Estrés. Pero una punzada de incomodidad se instaló en mi estómago.

A la mañana siguiente, me levanté después de que ella se dirigiera a su rutina de oración. Inspeccioné su lado de la cama. Estaba saturado. El edredón parecía haber sido lavado y mal secado, pero no había manchas visibles, solo esa humedad profunda y el tenue olor metálico de nuevo. Decidí ignorarlo y me fui a trabajar, intentando convencerme de que era trivial.

Pero esa noche, el patrón se repitió, acompañado de algo nuevo. Tan pronto como ella se durmió, comencé a escuchar débiles susurros, como si alguien hablara bajo el agua. Al principio, pensé que era el ventilador de techo o algún ruido del exterior. Pero pronto me di cuenta de que el sonido provenía directamente de su lado de la cama. Eran sonidos guturales, bajos y líquidos.

“¿Amara?” susurré.

No hubo respuesta.

Ella estaba inmóvil, su respiración suave, su cuerpo apenas temblaba como si estuviera en un sueño profundo. Y entonces, la humedad comenzó a extenderse de nuevo, empapando lentamente las sábanas debajo de ella. Mi corazón se aceleró cuando extendí la mano para tocarla: la tela estaba fría, pegajosa y más espesa que el agua.

El olor metálico regresó, esta vez más fuerte, más penetrante. Era un olor que mi subconsciente identificaba, pero que mi mente se negaba a nombrar.

Retiré mi mano rápidamente. “¡Amara!” dije, esta vez más fuerte.

Ella se despertó de golpe, sus ojos muy abiertos, su respiración agitada. Entonces, a la luz tenue de la luna que se filtraba por la ventana, vi algo que me congeló. Sus pupilas. No eran el negro habitual. Estaban ligeramente iluminadas por un resplandor rojizo, fugaz pero inconfundible.

“¿Por qué estás despierto?” preguntó, su voz temblando.

“Y-yo… solo quiero saber qué está pasando,” tartamudeé. “La cama siempre está mojada. ¿Cuál es el problema?”

Ella evitó mi mirada, sus ojos llenos de lágrimas contenidas. “No debiste preguntar,” susurró. “No debiste quedarte despierto cuando esto sucede.”

Antes de que pudiera formular otra pregunta, se levantó, tomó su almohada y me dijo: “Por favor… duerme en el sofá esta noche.”

No protesté. El terror era un freno más fuerte que cualquier argumento. Dejé la habitación, pero no pude dormir. Me senté en el sofá, mi pulso martilleando, observando el oscuro pasillo que conducía a nuestro dormitorio. La curiosidad y el miedo luchaban en mi interior.

Alrededor de las 2:30 a.m., lo escuché de nuevo. El sonido. El goteo suave. Luego el susurro: bajo, húmedo e incomprensiblemente extraño.

Reuní todo mi coraje y me acerqué lentamente a la puerta. Pegué mi oído a la madera, conteniendo la respiración.

Fue entonces cuando lo oí con claridad: la voz de Amara susurrando con una desesperación desgarradora, “Toma lo que necesitas… pero déjame vivir.”

Algo dentro de mí se rompió. Mi sangre se heló. La frase era una súplica, una negociación con algo que yo no podía ver ni entender.

El goteo se detuvo. Silencio. Luego, de repente, un suave llanto resonó desde el interior de la habitación, un sonido ahogado, como si alguien estuviera aspirando aire bajo el agua.

Quería abrir la puerta de una patada, gritar, encender la luz, pero mi mano se negó a moverse. Me quedé paralizado, temblando, hasta que el sonido se desvaneció y la quietud regresó.

Cuando finalmente abrí la puerta al amanecer, Amara dormía profundamente. Su piel estaba pálida, sus labios blancos, y su lado de la cama estaba empapado una vez más.

Esta vez, no había lugar para el autoengaño. Lo que fuera que estuviera ocurriendo en esa cama no era normal. La humedad, el olor metálico, los ojos rojizos, el susurro de medianoche y el llanto ahogado en la oscuridad… la suma de estos detalles apuntaba a una conclusión que mi mente luchaba por aceptar: Amara no estaba simplemente sudando o soñando; estaba participando en algo oscuro, un ritual nocturno o un pacto involuntario.

Mi escepticismo inicial había sido reemplazado por una certeza aterradora: la sustancia en las sábanas no era agua, y el olor metálico era inconfundiblemente el de la sangre. Mi esposa se estaba desangrando lentamente en su sueño, o permitiendo que algo se alimentara de ella, y el precio de su vida era ese sacrificio nocturno.

Esa mañana, fingí normalidad, pero mi mente estaba en pánico. Necesitaba entender la verdad sin alarmarla. ¿Qué había hecho Amara? ¿Qué significaban las palabras “Toma lo que necesitas”? El terror se hizo físico al darme cuenta de que mi esposa estaba atrapada en un ciclo de sacrificio del que yo era el único testigo, y su súplica final —”déjame vivir”— sugería que la amenaza no era solo su salud, sino su propia existencia. Decidí que no dormiría esa noche. La única forma de salvarla era presenciar el ritual completo y enfrentar lo que se escondía en la oscuridad de nuestro dormitorio. La siguiente medianoche sería mi momento de confrontación o de perdición.

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