El Horror Bajo el Bosque: Los 3 Turistas Desaparecidos y el Laboratorio Secreto que Ocultaba su Final

El Bosque Nacional Olímpico, en el estado de Washington, no es solo un bosque. Es una catedral. Un mundo primigenio de verdes imposibles, donde los árboles de abeto Sitka y cicuta occidental alcanzan alturas que rozan el cielo, y el suelo está alfombrado por un musgo tan denso y antiguo que parece absorber todo sonido. Es el lugar más húmedo de los Estados Unidos contiguos, un laberinto de ríos glaciares, valles profundos y una belleza tan profunda que intimida.

Es un lugar que atrae a las almas aventureras. Y es un lugar que, a veces, no las deja ir.

En octubre de 2018, tres de esas almas entraron en el sendero del río Hoh, buscando escapar del ruido de Seattle. Eran Mark Sullivan (30), Chloe Davis (28) y Ben Carter (29). Mark, el líder del grupo, era un ingeniero geotécnico, meticuloso y experimentado. Chloe, su prometida, era una enfermera de urgencias que aportaba la calma y el botiquín de primeros auxilios. Ben, el mejor amigo de Mark desde la universidad, era el fotógrafo, el espíritu libre que buscaba la toma perfecta.

Su plan era una caminata estándar de cuatro días, siguiendo el río hasta el Glaciar Azul. Dejaron su Subaru Outback azul en el estacionamiento del sendero en una mañana fresca de viernes. La última prueba de su existencia en el mundo normal fue una selfie que Ben publicó en Instagram a las 9:14 a.m., los tres sonriendo, con sus mochilas puestas, bajo el letrero de madera del comienzo del sendero. El pie de foto decía: “Desconectándonos. Nos vemos en el otro lado. #HohRainforest”.

Nunca regresaron.

El martes siguiente, cuando Mark no se presentó a una importante reunión de trabajo y Chloe faltó a su turno en el hospital, sonaron las alarmas. El miércoles por la mañana, el Subaru seguía en el estacionamiento, cubierto por una gruesa capa de rocío. El registro de excursionistas confirmaba su entrada, pero no su salida.

Comenzó la búsqueda.

En el Bosque Nacional Olímpico, una búsqueda y rescate (SAR) no es un paseo por el parque. Es una guerra contra la naturaleza. El terreno es implacable. El “Manto Verde”, como lo llaman los lugareños, puede ocultar a una persona a diez metros del sendero. Los ríos corren rápidos y lechosos por el deshielo glacial. Y la lluvia… la lluvia es constante, borrando huellas, enfriando cuerpos y convirtiendo los barrancos en trampas mortales.

La guardabosques Sarah Jenkins, una veterana con veinte años de experiencia en ese bosque, dirigió la operación.

“La gente no entiende este lugar”, dijo Jenkins a los periodistas reunidos en el centro de visitantes, su rostro curtido por la preocupación. “No es Disneylandia. Te sales del sendero, te tuerces un tobillo, y el bosque te reclama en cuestión de horas. La hipotermia es el asesino silencioso”.

Pero los tres no eran novatos. Tenían equipo para todas las estaciones, una baliza de localización personal (PLB) y raciones para seis días.

Los equipos K-9 (caninos) peinaron el sendero. Siguieron el rastro durante las primeras cinco millas, hasta un campamento fluvial conocido. Y allí, el rastro se evaporó. Los perros, entrenados para encontrar el olor humano, daban vueltas en círculos, confundidos, olfateando el aire antes de sentarse y gemir.

“Es como si hubieran sido sacados del suelo”, dijo el guía canino, desconcertado.

El helicóptero de la Guardia Costera sobrevoló la zona durante días, pero la triple cubierta de árboles hacía inútil la búsqueda aérea. Los equipos de tierra se adentraron en el bosque, gritando sus nombres hasta quedarse roncos.

No encontraron nada.

Ni un envoltorio de barra de granola. Ni un trozo de tienda de campaña rasgado. Ni una fogata de emergencia. Ni una sola huella fuera del sendero. Y lo más siniestro de todo: la baliza de localización nunca se activó.

Las teorías se arremolinaban como la niebla en el valle.

¿Un encuentro con un animal? Posible. El parque tiene una de las mayores poblaciones de pumas del país y osos negros. Pero un ataque a tres adultos experimentados, sin dejar rastro de sangre ni una lucha, era casi inédito.

¿Una caída? ¿Se desviaron y cayeron a un barranco? Los equipos de cuerdas descendieron a cada grieta y cañón cercanos al sendero. No encontraron nada.

¿Se perdieron? Mark era un experto en navegación. Era casi imposible que los tres se desorientaran tanto y tan rápido.

¿Juego sucio? Esta era la teoría que el Sheriff local, un hombre pragmático, odiaba pero no podía descartar. ¿Se encontraron con un cazador furtivo? ¿Un laboratorio de drogas escondido? Pero, ¿cómo someter a tres adultos en forma sin dejar un solo rastro?

Después de tres semanas de búsqueda infructuosa, con el invierno acercándose y la nieve comenzando a caer en las elevaciones más altas, la operación tuvo que ser suspendida. Se convirtió de una misión de rescate a una “operación de recuperación de duración limitada”.

Para las familias, el infierno acababa de comenzar.

El tiempo en el mundo exterior siguió avanzando, pero para los seres queridos de Mark, Chloe y Ben, se detuvo en octubre de 2018.

La hermana menor de Chloe, Jessica Davis, se convirtió en la cara pública de la tragedia. Se negó a dejar que el caso se enfriara. Creó un sitio web, “Los Tres de Hoh”, recaudó dinero para búsquedas privadas y acosó a la oficina del Sheriff y al Servicio de Parques cada mes.

“No se evaporaron”, repetía Jessica en cada entrevista, sus ojos ardiendo de dolor y frustración. “La gente no se evapora. Alguien sabe algo. El bosque sabe algo”.

Pasó un año. Luego dos. La nieve se derritió y volvió a caer. El caso de los Tres de Hoh se convirtió en folklore local, una historia de fantasmas susurrada en los campamentos para asustar a los nuevos excursionistas. La guardabosques Sarah Jenkins se retiró en 2022, admitiendo que el caso de los Sullivan-Davis-Carter fue el único que la atormentó, la única mancha en una carrera impecable.

Seis años pasaron. El mundo cambió. La pandemia llegó y se fue. Pero en el Bosque Nacional Olímpico, el musgo siguió creciendo, cubriendo cualquier secreto que el bosque pudiera guardar.

Agosto de 2024. El mundo se había olvidado en gran medida de los tres excursionistas.

Un equipo del Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS) estaba trabajando en una sección remota del bosque, a unas quince millas al noroeste de donde desaparecieron los excursionistas. No estaban en un sendero. Estaban realizando un mapeo sísmico, usando un radar de penetración terrestre (GPR) para estudiar la composición del suelo volcánico único de la región.

Era un trabajo tedioso, hasta que el técnico que monitoreaba la pantalla frunció el ceño.

“Oye, Dave”, llamó a su supervisor. “Tenemos algo raro aquí. Muy raro”.

En la pantalla, donde debería haber habido solo capas de roca de basalto y tierra, había un vacío. Una forma perfectamente rectangular, a unos treinta metros bajo tierra.

“¿Qué diablos es eso?”, dijo Dave. “¿Una caverna de lava?”

“No”, dijo el técnico. “Mire los bordes. Son demasiado… limpios. Es artificial. Y es enorme. Del tamaño de un supermercado”.

Revisaron todos los mapas del gobierno. No había minas registradas en esa área. No había búnkeres militares conocidos. No había nada. Solo bosque primario.

El descubrimiento de una estructura subterránea no registrada, en un parque nacional sensible, desencadenó una respuesta de varias agencias. En 48 horas, la zona, que normalmente solo veían los alces, estaba repleta de agentes federales del Departamento de Seguridad Nacional y del FBI.

Encontrar la estructura fue una cosa. Encontrar la entrada fue otra.

Les tomó tres días.

La entrada no era una cueva. No era una escotilla de metal obvia. Estaba disfrazada como los cimientos en ruinas de una cabaña de guardabosques de la era de 1930, una de las muchas ruinas históricas esparcidas por el parque. Parecía nada más que una pila de piedras y vigas podridas.

Pero debajo de una losa de chimenea derrumbada, encontraron el acero.

Era una escotilla de búnker. Una puerta de acero reforzado de grado militar, de tres toneladas, sellada no solo por el óxido, sino por un mecanismo hidráulico que había fallado hacía mucho tiempo.

Trajeron equipo pesado. El sonido de las antorchas de plasma cortando el metal resonó en el bosque silencioso, un sacrilegio industrial. Con un gemido ensordecedor de metal torturado, la escotilla finalmente cedió.

Abajo, solo había oscuridad y el olor a aire viciado, a ozono de maquinaria muerta y a algo más… algo dulce y putrefacto que hizo que los agentes retrocedieran.

Descendieron a lo que parecía ser un búnker de la era de la Guerra Fría. Un puesto de escucha, o tal vez un refugio de continuidad del gobierno, tan secreto que había sido borrado de los registros oficiales.

Los generadores diésel estaban silenciosos. Las luces de emergencia estaban muertas. El lugar estaba en silencio.

El equipo táctico avanzó, sus linternas cortando la oscuridad opresiva. El primer nivel era de alojamiento: literas, una cocina de acero inoxidable, salas de comunicaciones con equipos destrozados. Todo cubierto por una fina capa de moho. Parecía abandonado durante décadas.

Pero el olor empeoraba a medida que bajaban.

En el segundo nivel, la naturaleza del búnker cambió. Ya no era militar. Era… médico.

Encontraron una sala que solo podía describirse como un laboratorio. Mesas de acero inoxidable. Instrumentos quirúrgicos extraños. Y jaulas. Jaulas grandes, lo suficientemente grandes para humanos.

En una pizarra blanca, bajo la luz de las linternas, vieron anotaciones crípticas. Fórmulas químicas. Horarios de dosificación. Y nombres.

“Sujeto M.” “Sujeto C.” “Sujeto B.”

El corazón del agente principal se detuvo. M, C y B. Mark, Chloe y Ben.

Y entonces, los encontraron.

Estaban en una sala de almacenamiento refrigerada al fondo del laboratorio, cuyo sistema de enfriamiento había fallado hacía mucho tiempo.

Los detalles de lo que el equipo táctico encontró en esa habitación nunca se hicieron públicos. El informe oficial usaría términos como “restos humanos” y “evidencia forense”. Pero la verdad era un horror que perseguiría a esos agentes por el resto de sus vidas.

No había sido una muerte rápida.

Los cuerpos, identificados más tarde por registros dentales y ADN, eran de Mark, Chloe y Ben. Pero el análisis forense reveló una historia de pesadilla. Habían estado vivos allí abajo. Quizás durante meses.

El laboratorio no era de la Guerra Fría. Había sido reutilizado. Alguien, o algún grupo, había estado usando esta instalación olvidada para llevar a cabo experimentos humanos ilegales y atroces.

Las evidencias sugerían que los tres excursionistas no se perdieron. Se toparon con algo. Quizás la entrada camuflada. Quizás vieron a alguien que no deberían haber visto. Y fueron capturados.

Fueron llevados bajo tierra y se convirtieron en sujetos de prueba.

En una de las paredes de una pequeña celda de hormigón, rascado en el yeso con una uña o una piedra, encontraron un mensaje.

“DÍA 48. DIOS AYÚDANOS. BEN MURIÓ HOY. NOS DIERON LAS INYECCIONES OTRA VEZ. EL HOMBRE DE LA BATA BLANCA NO HABLA. SOLO MIRA. – M.S.”

Día 48.

La búsqueda de la guardabosques Jenkins, allá en 2018, había durado tres semanas. Para cuando la suspendieron, Mark y Chloe probablemente seguían vivos, a treinta metros bajo tierra, a quince millas de distancia, escuchando los helicópteros sobrevolar sin poder gritar.

El laboratorio había sido abandonado apresuradamente. Los “investigadores” se habían ido. Quizás el experimento había fallado catastróficamente. Quizás se asustaron. No había nadie allí. Solo los ecos de lo que habían hecho.

Las pruebas encontradas en el laboratorio (jeringas, muestras de tejido, los diarios crípticos del científico) apuntaban a una investigación ilegal sobre regeneración celular, utilizando métodos bárbaros e ilegales. Era la ciencia loca hecha realidad.

Para el mundo exterior, la noticia fue impactante. La historia de “Los Tres de Hoh” cambió de una tragedia de la naturaleza a una de las peores pesadillas de la depravación humana.

Para Jessica Davis, la hermana de Chloe, la noticia fue el final que nunca quiso.

Durante seis años, había luchado contra la imagen de su hermana muriendo de frío, perdida en la nieve. Era una imagen horrible. Pero ahora, fue reemplazada por una verdad mil veces peor. La imagen de Chloe en una jaula, en la oscuridad, siendo utilizada…

El Sheriff del condado de Polk, ahora un hombre mayor que había reemplazado a Brody, dio la conferencia de prensa.

“Durante seis años”, dijo, su voz ronca de emoción, “creímos que esta era una historia sobre los peligros de la naturaleza. Estábamos equivocados”.

“El Bosque Nacional Olímpico no se los llevó. Los seres humanos lo hicieron. Encontramos a Mark, Chloe y Ben. No fue un accidente. Fue un asesinato. Y la búsqueda de los responsables de este… laboratorio secreto… apenas comienza”.

El bosque, que había parecido tan silencioso y misterioso, resultó no ser el villano. Solo había sido el escenario. Había sido el manto verde que ocultaba un horror que no provenía de las garras de un oso o del frío de una grieta, sino del corazón calculado y oscuro del hombre.

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