
El deber de un guardabosques es proteger la naturaleza, ser los ojos y oídos de los parques nacionales y velar por la seguridad de quienes los visitan. Es un trabajo solitario, silencioso y, a menudo, peligroso. Sin embargo, nadie en la estación de vigilancia estaba preparado para lo que sucedió aquella tarde gris. Un guardabosques con años de experiencia, conocedor de cada rincón del bosque y de cada riesgo del terreno, desapareció durante su patrulla rutinaria. Lo que parecía ser un simple retraso en el reporte de radio se transformó rápidamente en una de las desapariciones más aterradoras y extrañas de la historia forestal. En el borde de un precipicio, donde el viento sopla con una fuerza que corta la respiración, solo quedó un rastro de su existencia: su radio de comunicación. Pero el verdadero misterio no estaba en lo que faltaba, sino en lo que se encontró en el fondo del barranco, justo debajo de donde se perdió su señal.
La jornada había comenzado como cualquier otra. El guardabosques, respetado por su disciplina y su profundo conocimiento de la fauna local, salió a recorrer una de las rutas más aisladas del parque. Era un sector conocido por su belleza salvaje, pero también por sus acantilados traicioneros y su densa vegetación. A mitad de la tarde, la central intentó contactar con él para un control rutinario. No hubo respuesta. Al principio, sus compañeros pensaron que se trataba de una zona sin cobertura o de un fallo técnico en el equipo. Pero a medida que pasaban las horas y el silencio en la frecuencia de radio se hacía más denso, el presentimiento de que algo andaba mal comenzó a apoderarse de todos.
Se organizó una partida de búsqueda inmediata. Sus compañeros, hombres y mujeres curtidos en el rescate de montaña, siguieron su rastro con una precisión milimétrica. Al llegar al sector conocido como el Filo del Diablo, un lugar donde la roca se corta abruptamente hacia un vacío de cientos de metros, encontraron la primera pista. Allí, apoyada en una piedra justo en el borde del abismo, estaba su radio de mano. Estaba encendida, emitiendo un estático constante que parecía el eco de un grito mudo. No había señales de lucha, no había sangre, ni marcas de deslizamiento que indicaran una caída accidental. Solo la radio, abandonada en el punto exacto donde la tierra termina y empieza el aire.
La lógica dictaba que el guardabosques había caído al vacío. Los equipos de rescate prepararon las cuerdas y comenzaron el descenso hacia la base del acantilado, esperando encontrar lo peor. Sin embargo, lo que los rescatistas vieron al llegar al fondo del barranco desafía cualquier explicación científica o lógica forestal. En el terreno blando y húmedo del valle, directamente debajo del punto donde se encontró la radio, aparecieron unas marcas que congelaron la sangre de los hombres más valientes del equipo. Eran huellas, pero no humanas. Eran huellas gigantescas, profundas, que se hundían en el barro con una fuerza colosal, indicando un peso y un tamaño que no corresponden a ninguna especie conocida en la región, ni siquiera al oso más grande registrado.
Las pisadas no solo eran enormes, sino que mostraban una disposición extraña. Parecían rodear el lugar donde el guardabosques habría aterrizado si hubiera caído, para luego alejarse hacia lo más profundo del bosque virgen. Lo más inquietante es que no había rastro del cuerpo del hombre. Si hubiera caído desde semejante altura, el impacto habría sido fatal y los restos estarían allí. Pero el suelo estaba limpio, excepto por esas marcas masivas que parecían sugerir que algo, o alguien de proporciones míticas, lo había interceptado antes de tocar tierra o lo había recogido inmediatamente después.
A medida que la noticia del hallazgo se filtraba, el parque fue cerrado al público y las teorías comenzaron a brotar entre los lugareños y los expertos. Algunos hablaban de fenómenos geológicos inexplicables, otros de depredadores desconocidos que han permanecido ocultos en las zonas más remotas del parque durante siglos. Sin embargo, los investigadores veteranos guardaban un silencio incómodo. Las huellas presentaban detalles anatómicos que recordaban a las leyendas que los ancianos de la zona contaban junto al fuego, historias sobre guardianes del bosque mucho más antiguos que el propio servicio de parques, seres que no ven con buenos ojos la intrusión humana en sus dominios sagrados.
El caso del guardabosques desaparecido ha dejado una herida abierta en la comunidad. Se realizaron batidas aéreas y terrestres durante semanas, pero el bosque parece haberse cerrado sobre sí mismo. No se encontró ropa, ni equipo adicional, ni rastro biológico que diera una pista sobre su paradero. La radio, recuperada del borde del acantilado, fue analizada en busca de grabaciones o ruidos de fondo, pero solo contenía el murmullo del viento y un sonido rítmico, casi como una respiración pesada, que se registró apenas unos segundos antes de que el dispositivo fuera abandonado.
Hoy en día, el Filo del Diablo es un lugar evitado por muchos. La patrulla que encontró la radio y las huellas gigantescas ha preferido, en su mayoría, pedir traslados a otros distritos. La desaparición de un hombre en el cumplimiento de su deber es siempre una tragedia, pero cuando las pruebas sugieren que estamos siendo observados por algo que no podemos comprender, la tragedia se convierte en un miedo ancestral. La montaña sigue guardando su secreto, y mientras el viento siga soplando sobre aquel acantilado, la pregunta seguirá en el aire: ¿qué fue lo que el guardabosques vio antes de dejar su radio en el borde, y qué criatura dejó esas huellas imposibles en el fondo del abismo? La naturaleza tiene sus propios límites, y parece que aquel día, un hombre cruzó uno del que no se puede regresar.