En el vasto y gélido territorio de los Montes Urales, en Rusia, existe un lugar que los habitantes locales, la etnia mansi, llaman tradicionalmente “La Montaña de los Muertos”. No es un nombre puesto al azar por el turismo moderno, sino una advertencia ancestral sobre los peligros que acechan en las cumbres donde el viento aúlla con una fuerza sobrenatural. En el invierno de 1959, un grupo de nueve excursionistas experimentados, liderados por Igor Dyatlov, se adentró en estas tierras para una expedición de esquí de alto nivel. Eran jóvenes brillantes, fuertes y preparados, pero nunca regresaron. Lo que las autoridades encontraron semanas después en lo que hoy conocemos como el Paso Dyatlov sigue siendo, más de seis décadas después, el misterio más perturbador y analizado de la historia forense mundial. No fue solo una desaparición; fue una escena de caos absoluto que desafía cualquier explicación lógica sobre el comportamiento humano y las leyes de la naturaleza.
La expedición estaba compuesta por ocho hombres y dos mujeres, la mayoría estudiantes o graduados del Instituto Politécnico de los Urales. Eran amigos cercanos, acostumbrados a las privaciones del invierno ruso y a las largas travesías por la nieve. Uno de ellos, Yuri Yudin, tuvo que abandonar el grupo poco después de comenzar debido a un dolor articular persistente. Esa dolencia, que en su momento le causó una profunda tristeza por abandonar a sus compañeros, terminó siendo el milagro que le salvó la vida. Él fue el último en verlos vivos, despidiéndose con un abrazo sin saber que sus amigos se dirigían hacia un destino que ninguna mente racional podría haber previsto.
El plan era sencillo para expertos de su talla: cruzar el paso y alcanzar la montaña Otorten. Sin embargo, el 1 de febrero, una tormenta de nieve redujo la visibilidad y el grupo se desvió ligeramente de su ruta, decidiendo acampar en la ladera de la montaña Kholat Syakhl. Fue su última noche. Cuando no regresaron a la civilización en la fecha acordada, se enviaron grupos de búsqueda compuestos por militares y voluntarios. Lo que hallaron el 26 de febrero dejó a todos paralizados. La tienda de campaña estaba allí, pero estaba rota desde el interior. Los objetos personales, las botas, los abrigos y la comida estaban intactos dentro de la tienda, pero los excursionistas habían huido en calcetines o descalzos hacia el frío mortal de -30 grados bajo cero. ¿Qué pudo darles tanto miedo como para preferir enfrentarse a una muerte segura por congelación antes que quedarse un segundo más dentro de su refugio?
A medida que los investigadores seguían las huellas en la nieve, el horror solo aumentaba. Encontraron los primeros dos cuerpos cerca de un gran cedro, a un kilómetro y medio de la tienda. Estaban vestidos solo con ropa interior y tenían las manos quemadas, como si hubieran intentado desesperadamente trepar al árbol o mantener una hoguera con sus propias extremidades. Luego, encontraron a Igor Dyatlov y a otros dos compañeros en el espacio entre el árbol y la tienda, en posiciones que sugerían que estaban intentando regresar al campamento cuando el frío los venció. Hasta aquí, la teoría oficial hablaba de hipotermia, pero el descubrimiento de los últimos cuatro cuerpos, meses después, cuando la nieve se derritió, cambió todo por completo.
Estos cuatro jóvenes fueron hallados en un barranco cercano, bajo metros de nieve. A diferencia de sus amigos, estos presentaban traumatismos internos masivos, comparables a la fuerza de un choque automovilístico a gran velocidad, pero sin heridas externas visibles. A uno de ellos le faltaba la lengua y los ojos, y otros presentaban costillas fracturadas de una forma que ningún ser humano o animal podría haber provocado. Además, las pruebas revelaron niveles inusuales de radiación en sus ropas. Las autoridades soviéticas cerraron el caso rápidamente, concluyendo que habían muerto debido a una “fuerza desconocida e irresistible”. Esa frase vaga fue el combustible para décadas de teorías de conspiración, desde ataques de tribus locales hasta experimentos militares secretos, avistamientos de ovnis y encuentros con criaturas criptozoológicas.
Una de las teorías más recientes y científicamente respaldadas sugiere una pequeña avalancha de placa que golpeó la tienda mientras dormían, obligándolos a salir aterrorizados para evitar ser enterrados vivos. Sin embargo, esta teoría no explica por qué caminaron tan lejos en lugar de desenterrar su equipo, ni aclara el origen de la radiación o la ausencia de lenguas y ojos. Otros investigadores apuntan al fenómeno de los infrasonidos provocados por el viento sobre la forma de la montaña, que puede generar ataques de pánico incontrolables y náuseas, llevando a las personas a actuar de manera irracional. Pero ninguna explicación parece cubrir todos los detalles macabros y extraños de esa noche en los Urales.
El Paso Dyatlov se ha convertido en un lugar de culto para quienes buscan respuestas a lo inexplicable. Se han escrito libros, rodado películas y realizado documentales, pero el silencio de la montaña permanece inalterable. Los rostros de esos nueve jóvenes, capturados en las fotos de sus propias cámaras recuperadas, nos miran desde el pasado con una alegría que se cortó en seco en medio de la oscuridad. Eran el orgullo de sus familias y el ejemplo de una juventud vibrante que creía poder conquistar el mundo, pero que terminó sucumbiendo a algo que, todavía hoy, no nos atrevemos a nombrar con certeza.
La tragedia de Dyatlov nos recuerda que, a pesar de todos nuestros avances, existen rincones de nuestro planeta donde las reglas cambian y donde el ser humano es apenas un invitado frágil. Cada invierno, la nieve vuelve a cubrir el paso, ocultando las rocas y los senderos, pero el misterio sigue ardiendo con la misma intensidad. ¿Fue un experimento fallido del gobierno? ¿Fue algo que bajó de las estrellas? ¿O simplemente la montaña reclamando lo que considera suyo? Mientras no tengamos una respuesta definitiva, los nombres de esos nueve excursionistas seguirán siendo el recordatorio de que el miedo más grande no es a lo que vemos, sino a aquello que nos obliga a correr descalzos hacia el olvido.