
Las Médulas, en la comarca de El Bierzo, no es un paisaje natural. Es una cicatriz. Una herida de un rojo imposible, infligida a la tierra por el Imperio Romano en su insaciable sed de oro. Es un laberinto de pináculos de arcilla, bosques de castaños centenarios y, bajo la superficie, una red de túneles y galerías tan vasta que nadie, en dos milenios, ha logrado cartografiarla por completo. Es un lugar de una belleza sobrecogedora y un peligro latente. En abril de 2013, este paisaje monumental se tragó a una familia entera.
La familia Martínez no era ajena a la aventura. Miguel, el padre, era un profesor de historia de secundaria en Ponferrada, un hombre corpulento de risa fácil y una pasión casi obsesiva por el pasado romano de la región. Elena, su esposa, era farmacéutica, la organizadora, la que siempre llevaba tiritas, agua extra y un sentido común que equilibraba el entusiasmo a veces imprudente de Miguel. Iban con ellos sus dos hijos: Sofía, de doce años, una niña observadora y tranquila que había heredado la prudencia de su madre, y Lucas, de siete, un torbellino de energía que solo se detenía para hacer preguntas incesantes sobre dinosaurios y legionarios.
Era un sábado de abril, uno de esos días de primavera en El Bierzo en que el aire es tan claro que las montañas parecen estar al alcance de la mano. El plan era sencillo: una ruta de senderismo por el sendero principal, la Senda Perimetral. Querían llegar al Mirador de Orellán, donde se puede contemplar la inmensidad de la mina a cielo abierto, y luego quizás explorar la Cuevona y La Encantada, dos de las cuevas más accesibles.
Su monovolumen gris entró en el aparcamiento del Centro de Recepción de Visitantes poco después de las diez de la mañana. Ramón, el encargado del centro, un hombre curtido por el sol de la región, los recuerda perfectamente. “Compraron cuatro botellas de agua y un mapa, aunque Miguel bromeó diciendo que conocía aquello como la palma de su mano”, relataría Ramón meses después, con la voz rota, a la Guardia Civil. “El niño, Lucas, no paraba de saltar. Le dije a Miguel lo de siempre: que tuvieran cuidado, que el terreno es traicionero y que por nada del mundo se salieran de los senderos señalizados”.
Miguel le dio una palmada en el hombro. “¡Tranquilo, Ramón! Solo un paseo. Volveremos para comer tarde”.
Fueron las últimas palabras que alguien, fuera de la familia, escuchó de Miguel Martínez.
La tarde cayó sobre Las Médulas. El sol comenzó a teñir las agujas de arcilla de un color sangre aún más intenso. Ramón echó un vistazo al aparcamiento. Quedaban pocos coches. A las ocho, cuando el centro cerraba, solo quedaba uno: el monovolumen gris de los Martínez.
Ramón sintió un nudo frío en el estómago. Marcó el número del puesto de la Guardia Civil en Puente de Domingo Flórez. “Tenemos un coche aquí. Una familia. No han vuelto”.
La noche borró los colores del paisaje, convirtiéndolo en un mundo de sombras y peligros. Las primeras patrullas del GREIM (Grupo de Rescate e Intervención en Montaña) llegaron en la oscuridad. Sus potentes linternas cortaban la negrura, pero solo iluminaban troncos de castaños y paredes de roca. El silencio de Las Médulas, normalmente pacífico, se había vuelto opresivo.
Al amanecer del domingo, el operativo de búsqueda estaba en pleno apogeo. Un helicóptero de la Guardia Civil sobrevolaba la zona, sus aspas rompiendo la quietud matutina. Equipos con perros rastreadores se desplegaron por los senderos principales. Los voluntarios, vecinos de los pueblos cercanos que conocían el terreno, se unieron a la búsqueda.
Pero Las Médulas no es un parque cualquiera. Los romanos no excavaron simplemente; usaron una técnica llamada ruina montium (la ruina de los montes). Canalizaban agua desde montañas lejanas y la almacenaban en depósitos en lo alto de la colina. Luego, soltaban torrentes de agua a través de galerías excavadas en la montaña, provocando que la montaña literalmente explotara desde dentro, liberando la tierra que contenía el oro.
El resultado es un terreno que es un queso suizo. Bajo la belleza visible, existe una red de miles de túneles olvidados, pozos de ventilación tapados por la maleza y galerías inestables que se adentran cientos de metros en la oscuridad. Es un lugar donde uno puede caminar sobre una capa de tierra de apenas un metro de espesor antes de que ceda y lo precipite a una galería romana veinte metros más abajo.
Los perros rastreadores parecían confundidos. Detectaban el olor de la familia en el sendero principal, cerca del Mirador de Orellán, y luego, de repente, el rastro se desvanecía. Como si se hubieran evaporado.
“Es lo más extraño que he visto”, dijo el sargento al mando del GREIM a los periodistas que empezaban a llegar. “No hay una mochila caída, ni una huella clara fuera del sendero. Nada. Es como si la tierra se los hubiera tragado”.
Los días se convirtieron en una semana. La desesperación comenzó a instalarse. Los equipos de rescate peinaron cada sendero, cada mirador, las entradas de cada cueva conocida. Se utilizaron espeleólogos para descender a los pozos conocidos. Revisaron la Cuevona y La Encantada docenas de veces. Nada.
La investigación se amplió. ¿Y si no fue un accidente? La UCO (Unidad Central Operativa) de la Guardia Civil llegó desde Madrid. Investigaron las vidas de Miguel y Elena. Eran una familia normal, sin deudas aparentes, sin enemigos conocidos. La posibilidad de una huida voluntaria se descartó casi de inmediato; sus cuentas bancarias estaban intactas, sus pasaportes en casa.
La teoría de un secuestro o algo criminal también parecía improbable. ¿Cómo someter a cuatro personas, incluyendo a un hombre corpulento como Miguel, en un sendero público a plena luz del día, sin que nadie viera nada, sin dejar un solo rastro de lucha?
Toda la evidencia, o la falta de ella, apuntaba de nuevo al terreno.
Miguel, el apasionado de la historia. ¿Vio algo? ¿Una marca en una roca, una entrada de túnel que creyó reconocer de sus libros? ¿Decidió desviarse solo “un minuto” para mostrarle algo a su familia, algo que no estaba en los mapas turísticos?
El operativo de búsqueda se mantuvo activo durante semanas, pero la intensidad disminuyó. La primavera dio paso a un verano caluroso. El Bierzo estaba cubierto de verde, y la vegetación creció, ocultando aún más cualquier posible pista. Los medios de comunicación nacionales, que habían acampado en el pueblo, se fueron a cubrir la siguiente tragedia.
Para la familia extensa, los abuelos de los niños, comenzó un tipo de infierno diferente. El infierno de la ausencia de respuestas. El monovolumen gris fue finalmente retirado del aparcamiento por orden judicial, pero su huella permaneció en la grava y en la memoria de Ramón, que seguía mirando ese espacio vacío cada mañana.
El otoño llegó a Las Médulas. Los castaños soltaron sus hojas, creando una alfombra dorada y marrón sobre los senderos. El rojo de las montañas parecía más melancólico bajo el cielo gris de noviembre. Habían pasado siete meses. Siete meses de silencio absoluto. La familia Martínez se había convertido en una historia de fantasmas, una advertencia susurrada a los turistas.
El 12 de noviembre de 2013, dos hermanos de Orellán, cazadores de setas experimentados, decidieron aprovechar una mañana húmeda después de la lluvia. Se adentraron en una zona boscosa, lejos de los senderos principales, un lugar que conocían bien pero que rara vez era visitado. Estaban buscando níscalos entre los pinos, cerca de la base de una de las formaciones de arcilla menos conocidas.
Fue entonces cuando uno de ellos vio un destello de color azul que no encajaba con el marrón y el verde del bosque.
Semienterrada bajo un montón de hojas de castaño y tierra húmeda, junto a la entrada casi invisible de lo que parecía ser un antiguo canal de drenaje romano, había una pequeña mochila infantil. Era azul brillante, con el dibujo de un Tiranosaurio Rex en el bolsillo delantero.
Los hermanos se quedaron helados. Todo el mundo en El Bierzo conocía la historia del niño, Lucas, y su mochila de dinosaurio.
Llamaron a la Guardia Civil de inmediato. La zona fue acordonada en cuestión de minutos. El hallazgo se manejó con una delicadeza forense. La mochila estaba a casi dos kilómetros del último punto donde los perros habían detectado el rastro de la familia, en una zona de acceso increíblemente difícil.
El corazón de los investigadores latía con fuerza mientras abrían la mochila en el laboratorio. Dentro, las pertenencias de un niño de siete años. Un paquete de galletas a medio comer, ahora enmohecido. Una pequeña botella de agua, vacía. Una chaqueta fina de color verde. Una figura de plástico de un triceratops.
Y, en el fondo, envuelta en una bolsa de plástico con cierre hermético (Elena, la madre organizada, siempre preparada), había una pequeña cámara de fotos digital de color plata.
La cámara fue el descubrimiento más importante en siete meses. La batería estaba muerta, pero la tarjeta de memoria estaba intacta. Los técnicos de la UCO trabajaron toda la noche para recuperar las imágenes.
Por la mañana, el sargento al mando, un hombre que había visto de todo en sus treinta años de servicio, estaba pálido mientras revisaba los archivos en la pantalla de un ordenador.
Las primeras quince fotos eran felices. Evidentes. Selfies de la familia en el coche, sonriendo. Fotos de Miguel señalando el paisaje. Elena y Sofía abrazadas en el Mirador de Orellán, con el espectacular paisaje rojo a sus espaldas. Lucas haciendo el tonto, con los dedos detrás de la cabeza de su hermana.
La foto 16 era del sendero, una toma normal de los castaños.
La foto 17, aparentemente tomada por Miguel, era de una pared de roca. En el centro, parcialmente oculta por helechos, había una apertura oscura. No era una cueva grande, sino una grieta, apenas lo suficientemente ancha para que una persona pasara de lado. La entrada del canal de drenaje junto al que se encontró la mochila.
La foto 18 estaba borrosa. Oscura. Parecía haber sido tomada mientras alguien caminaba hacia la oscuridad, quizás con el flash disparado por accidente.
La foto 19 fue tomada dentro de la oscuridad. El flash iluminaba un pasillo estrecho de arcilla roja y húmeda. Se podía ver la espalda de Miguel, agachado, avanzando.
La foto 20 era la última.
La imagen era casi completamente negra. El flash había rebotado en algo, pero era difícil saber en qué. Era una confusión de sombras. El sargento hizo zoom. Una y otra vez. Ajustó el contraste y la exposición.
En la esquina inferior izquierda de la imagen, apenas visible, estaba el rostro de Sofía, la niña de doce años. No estaba sonriendo. Sus ojos estaban muy abiertos, mirando directamente a la cámara. Su boca estaba abierta, como si estuviera a punto de gritar o jadear.
Pero no era su expresión lo que heló la sangre del sargento. Era lo que estaba detrás de ella, en la oscuridad desenfocada.
No había nada claro. Solo formas. Pero en la negrura absoluta del túnel romano, más allá del alcance del flash, donde no debería haber nada más que roca y oscuridad, la luz de la cámara pareció captar algo. Un reflejo. Algo que parecía el brillo de unos ojos. O quizás solo un destello de pirita en la roca. O tal vez, como insistieron los geólogos más tarde, solo un efecto de la humedad en la lente.
El descubrimiento de la mochila y la cámara reavivó la búsqueda con una intensidad frenética. Los equipos del GREIM y los espeleólogos se centraron en esa entrada de túnel olvidada.
Pero el lugar era una trampa mortal. Los ingenieros que entraron primero informaron de que la galería era parte de una red ruina montium extremadamente inestable. El aire era viciado, con bajos niveles de oxígeno. Pequeños desprendimientos ocurrían con solo tocarlas. A los cincuenta metros, la galería principal se derrumbaba en un caos de rocas y lodo.
Trajeron georradares. Intentaron perforar desde arriba. Pero la montaña no estaba dispuesta a revelar su secreto. Cada intento de avanzar provocaba más derrumbes. Después de dos semanas de esfuerzos peligrosos, la operación fue declarada demasiado arriesgada para los equipos de rescate. Tuvieron que sellar la entrada.
La familia Martínez nunca fue encontrada.
El hallazgo de la mochila no trajo un cierre; abrió un abismo de preguntas aterradoras. ¿Se perdieron en el laberinto subterráneo, vagando en la oscuridad hasta que el aire se acabó? ¿Fue un derrumbe repentino? ¿O fue la expresión de terror en el rostro de Sofía y el inexplicable reflejo en la última foto algo más?
Las Médulas guardan silencio. La cicatriz roja de la tierra ahora también es la cicatriz en el corazón de una comarca. Los turistas siguen llegando, admirando la belleza del paisaje, pero aquellos que conocen la historia miran las cuevas de manera diferente. Miran las sombras entre los castaños y sienten el eco de un misterio que se niega a morir.