Hay decisiones que quiebran el alma y palabras que se clavan como dagas. Para Marites, la vida que había construido junto a Adrián durante cinco años se desmoronó con una frase cruel, una exigencia que resonó en el silencio de su hogar: “Quiero que abortes a este niño. Es solo un estorbo para mi verdadera felicidad. Lo entiendes, ¿verdad?”. Esas palabras, pronunciadas por el hombre que amaba y con quien esperaba formar una familia, cayeron como un rayo sobre el último hilo de su confianza. Ella y la vida que llevaba en su vientre no eran más que un obstáculo para los planes de Adrián, un peso muerto en su camino hacia lo que él consideraba su “verdadera” realización. El contexto era un matrimonio roto por la infidelidad, pero el desenlace inicial fue una traición que la forzó a tomar una decisión de vida o muerte.
La traición se hizo insoportablemente clara una noche lluviosa en Tagaytay. Marites estaba sentada en el suelo frío, abrazando su vientre incipiente. Desde la sala, escuchaba los susurros de Adrián al teléfono, hablando con una mujer que ya no necesitaba identificar. Las preguntas, la confrontación, las lágrimas… todo eso se había agotado. La evidencia era abrumadora. Ella había sacrificado todo por él: había dejado su propio trabajo para ayudarle a lanzar su restaurante en Tagaytay, había aceptado un rol de apoyo y sumisión. Sin embargo, al llegar el éxito, el reconocimiento y la estabilidad económica, lo primero que él le dijo fue: “Ya no te amo”.
Inicialmente, Marites consideró tragar la humillación por el bien de su hijo. Intentó aferrarse a la esperanza de que la vida que crecía dentro de ella podría ser suficiente para salvar algo. Pero la crueldad de Adrián no tuvo límites. Cuando le arrojó la ecografía del bebé y le ofreció fríamente: “Haz eso, yo pago todo”, Marites comprendió que no quedaba nada por salvar. La persona que había amado se había esfumado, reemplazada por un extraño despiadado.
En silencio, sin lágrimas ni confrontaciones, Marites hizo una maleta con unas pocas prendas y sus ahorros. Antes de cruzar la puerta, se detuvo ante la foto de su boda colgada en la pared. Sus labios se movieron en un murmullo firme: “No volveré a llorar”. La promesa se convirtió en su mantra, la armadura que necesitaba para enfrentar lo desconocido.
Marites se subió a un autobús con destino a Cebú. Escogió esta ciudad porque era lo suficientemente grande como para ofrecer el anonimato necesario, lo suficientemente lejos para escapar de su pasado, y lo suficientemente vibrante para permitirle un nuevo comienzo en la tranquilidad. Llegó a Cebú con cinco meses de embarazo, sin hogar, sin familia y sin trabajo, armada solo con una feroz determinación de sobrevivir y de proteger al niño que Adrián había despreciado.
Su primer golpe de suerte fue encontrar trabajo como camarera en un mercado de carne cerca del puerto. La dueña del local, Doña Pilar, una mujer de espíritu recio y corazón noble, se apiadó de su situación. No solo le dio el trabajo, sino que le arrendó una pequeña habitación de mala muerte detrás de la cocina. “Así es la vida de mujer; a veces tienes que ser más valiente de lo que crees”, le repetía Doña Pilar, infundiéndole el coraje que Marites necesitaba día a día.
En octubre, en un hospital distrital, Marites dio a luz a dos niñas. No era un solo bebé, sino gemelas. Este giro inesperado del destino se sintió como una bendición, una doble vida que desafiaba la intención de su exesposo de eliminar a una. Las nombró Amihan y Liway, nombres que evocaban la serenidad y la luz del amanecer, con la esperanza de que sus vidas estuvieran marcadas por la paz y la fortaleza.
Los años pasaron, años de lucha solitaria pero llena de un amor inmenso. Marites se reinventó. Con los años, logró abrir una pequeña floristería en Colon Street, un negocio modesto pero suficiente para sostener a sus hijas. Las gemelas crecieron, Amihan (la más alegre) y Liway (la más tranquila), dos niñas brillantes, llenas de vida y devoción por su madre. Eran la prueba viviente de la fuerza de Marites, los hijos que su exesposo había querido que desaparecieran, y ahora eran su mayor fuente de poder.
Siete años después de aquella fatídica noche en Tagaytay, un día de Navidad, mientras Marites veía las noticias en el pequeño televisor de su floristería, vio la figura que había intentado borrar de su vida. Adrián apareció en la pantalla: un empresario exitoso, dueño de una cadena de restaurantes de moda en Tagaytay, y ahora, esposo de Catriona, la mujer que había sido su amante. Sonreían a la cámara, de la mano, posando como el epítome de la familia feliz y exitosa.
El corazón de Marites no se aceleró con la rabia. El dolor y la ira se habían esfumado. En su lugar, sintió una mezcla de decepción y una amarga carcajada. Ya no había rencor, solo una profunda piedad por la superficialidad de Adrián.
Miró a sus hijas, Amihan y Liway, que jugaban a su lado, vibrantes y hermosas. Esas niñas, a las que su exmarido había querido negar la existencia, eran ahora su triunfo más grande y su mayor fuerza.
En ese momento, Marites entendió que el destino tenía un plan mucho más satisfactorio que la venganza impulsiva. Adrián había elegido el éxito mundano, pero había perdido algo infinitamente más valioso. Ella, al elegir la vida en la oscuridad y la lucha, había ganado un amor doble, incondicional e irremplazable. Su regreso, siete años después, no sería con gritos ni lágrimas, sino con la presencia indiscutible de dos vidas hermosas que él había intentado extinguir. Su victoria sería silenciosa, un castigo que se sentiría en cada paso futuro de Adrián, al ver el reflejo de la vida que él había despreciado.