En 1979, el mundo estaba en una encrucijada de cambios, pero en las regiones remotas de México, el tiempo parecía moverse más lentamente. Para la familia Martínez —el padre Javier (35), la madre María (33) y sus two hijos, Diego (8) y Sofía (6)— este viaje de verano era una aventura largamente anhelada. Su destino no eran las playas abarrotadas de Acapulco, sino un lugar de belleza etérea, casi surrealista: Real de Catorce.
Escondido a más de 2.700 metros de altura en la Sierra de Catorce, Real de Catorce era un antiguo pueblo minero de plata, un verdadero “pueblo fantasma”. Para llegar allí, uno debía conducir por un camino de rocas sueltas y sinuoso montaña arriba y, finalmente, atravesar el Túnel de Ogarrio, un oscuro túnel de un solo carril de 2,4 km excavado directamente en la montaña. Para Javier, un historiador aficionado, y María, una artista, este pueblo era un sueño. Para los niños, era una aventura a un mundo olvidado.
En una soleada mañana de julio, la familia Martínez cargó su sedán azul oscuro. Era un vehículo robusto, bien mantenido para el viaje. Llevaban cámaras, el caballete de María, libros y ropa suficiente para una semana. Le dijeron a los abuelos de los niños en la ciudad de San Luis Potosí que llamarían tan pronto como llegaran y se instalaran en el pequeño hotel que habían reservado. Fue la última vez que alguien supo de ellos.
Mientras caía la noche en Real de Catorce, el dueño de la posada comenzó a extrañarse. La familia Martínez, que había pagado un depósito, no había llegado. Supuso que tal vez se les había averiado el coche en el camino, algo común en el traicionero camino de montaña. Pero cuando pasó el día siguiente sin noticias, llamó a la policía local.
Al mismo tiempo, en San Luis Potosí, los padres de María comenzaban a preocuparse. La llamada telefónica prometida nunca llegó. Llamaron al hotel y sus peores temores se confirmaron.
Se inició una búsqueda de inmediato. Pero buscar cualquier cosa en la Sierra de Catorce en 1979 era una tarea casi imposible. El camino principal que subía la montaña era solo uno de los muchos senderos y caminos de tierra más pequeños que se desviaban hacia antiguas minas, asentamientos abandonados y cañones profundos y ocultos.
La policía y voluntarios recorrieron el camino a pie, mirando por los precipicios escarpados, esperando vislumbrar el brillo del metal o señales de neumáticos que se hubieran salido del camino. Entrevistaron a personas en la última gasolinera donde se vio a la familia comprando bebidas y cargando gasolina. El encargado recordaba las sonrisas de los dos niños, hablando emocionados sobre el “túnel mágico”.
Pasaron semanas sin una sola pista. El sedán azul oscuro, junto con las cuatro personas que iban dentro, parecía haberse evaporado en el aire árido del desierto.
Las teorías comenzaron a extenderse. La más obvia era un trágico accidente. Javier podría haber juzgado mal una curva, o haber sido golpeado por un desprendimiento de rocas repentino, enviando el coche a uno de los innumerables barrancos de cientos de metros de profundidad, completamente oculto a la vista. En ese entonces, no había barreras de protección en la mayoría de los tramos de la carretera.
Otra teoría, más oscura, era la de un robo. Aunque la zona era remota, los “bandidos” no eran desconocidos. Quizás la familia se detuvo a admirar la vista y fue emboscada.
También hubo susurros de naturaleza más mística. Real de Catorce es tierra sagrada para el pueblo Huichol (Wixárika), famoso por sus rituales con peyote. ¿Se había desviado la familia hacia el desierto, en algún tipo de búsqueda espiritual, para no volver jamás? Esta teoría fue rápidamente descartada por la familia; Javier y María eran personas prácticas, allí por la historia y el arte, no por alucinógenos.
Los meses se convirtieron en años. La búsqueda oficial fue suspendida. La familia Martínez, devastada por la pérdida y la incertidumbre, celebró servicios conmemorativos sin cuerpos. El archivo del caso se cerró, archivado bajo “desaparecidos, presuntamente fallecidos”.
El mundo avanzó hacia la década de 1980, luego la de 1990. La tecnología explotó. Los teléfonos móviles, Internet y las imágenes por satélite de alta resolución cambiaron la forma en que veíamos el mundo. Real de Catorce pasó de ser un pueblo fantasma a un destino turístico de moda, atrayendo a buscadores espirituales, cineastas y turistas curiosos por su belleza agreste. El camino fue mejorado y el Túnel de Ogarrio se convirtió en un ícono. Pero la historia de la familia Martínez desaparecida persistía, una cicatriz fría en la memoria local.
Habían pasado cuarenta y seis años.
En marzo de 2025, después de un invierno con lluvias particularmente intensas, seguidas de inundaciones repentinas, un grupo de estudiantes de geología de la Universidad de Zacatecas llegó a la zona para estudiar la erosión. Estaban caminando por un arroyo remoto, un lugar normalmente seco pero que claramente había sido arrasado por poderosas corrientes de agua semanas antes. Décadas de tierra y rocas habían sido arrastradas, exponiendo las capas geológicas inferiores.
Uno de los estudiantes, mientras examinaba la pared de un cañón, notó algo que no pertenecía allí. Asomando bajo un montón de rocas y lodo seco había un trozo de metal gravemente oxidado. Era de un color azul oscuro, casi negro.
Comenzaron a cavar. No era un fragmento. Era el chasis de un automóvil, aplastado y retorcido, boca abajo y medio enterrado. Llevaba allí mucho, mucho tiempo.
Llamaron a las autoridades. El equipo forense y de investigación tardó horas en excavar cuidadosamente lo que quedaba. Inmediatamente, hubo cosas extrañas.
Lo primero que notaron fue el estado del vehículo. Estaba severamente dañado por el impacto y por 46 años de estar enterrado. Pero, extrañamente, las cuatro puertas habían desaparecido. No es que se hubieran desprendido y estuvieran esparcidas cerca; simplemente no estaban en la escena. Las bisagras parecían haber sido removidas deliberadamente, aunque la corrosión dificultaba determinarlo con certeza.
Y entonces, se hizo el descubrimiento más perturbador. Cuando los investigadores limpiaron el lodo y la tierra del interior de la cabina, no encontraron nada.
No había restos humanos. Ni huesos, ni siquiera un fragmento.
Esto no tenía sentido. En un accidente lo suficientemente catastrófico como para enterrar el coche de esa manera, uno esperaría encontrar los restos de las víctimas dentro, o al menos esparcidos cerca. Pero aquí no había nada.
Tampoco encontraron equipaje. Ni maletas, ni ropa, ni cámaras, ni el caballete de María. El coche estaba completamente vacío, como si hubiera sido limpiado antes de ser empujado al arroyo.
Los investigadores localizaron el VIN (Número de Identificación del Vehículo) en un trozo del chasis relativamente preservado. Lo pasaron por la base de datos nacional de vehículos perdidos y robados.
Horas después, tuvieron una coincidencia. El vehículo estaba registrado a nombre de Javier Martínez. Habían encontrado el coche de la familia desaparecida en 1979.
La noticia conmocionó a todo México. Un caso frío de 46 años se había reabierto. Pero en lugar de ofrecer respuestas, el descubrimiento solo generó un nuevo conjunto de preguntas más desgarradoras.
Si fue un accidente, ¿por qué le faltaban las puertas al coche? ¿Por qué no había absolutamente ningún rastro —ropa, efectos personales o, lo más importante, restos— de las cuatro personas? Los expertos sugirieron que incluso después de 46 años, con la relativa protección de la cabina del coche contra los carroñeros, al menos algunos fragmentos de hueso o artículos personales densos deberían haber sobrevivido.
La teoría del robo violento parecía ahora mucho más probable. Quizás la familia fue detenida. Los atacantes los obligaron a salir del vehículo. Les robaron todo lo de valor, incluido su equipaje. Posiblemente incluso desmantelaron partes del coche (como las puertas) para venderlas, antes de empujar el chasis restante al remoto arroyo para ocultar la evidencia.
Pero eso llevaba a la pregunta más terrible: si la familia no estaba en el coche, ¿dónde estaban?
Los investigadores ampliaron el área de búsqueda alrededor del arroyo, utilizando perros rastreadores y radares de penetración terrestre, con la esperanza de encontrar una fosa común. Pero el desierto no entrega sus secretos fácilmente. Cuarenta y seis años es tiempo suficiente para borrar cualquier rastro superficial.
Para los familiares restantes de la familia Martínez —primos y sobrinos que habían crecido solo escuchando historias de Diego y Sofía como fantasmas— el resurgimiento del coche fue una tortura. El dolor de la pérdida se reavivó de nuevo, pero sin cierre. No había dónde dejar flores, ni tumba que visitar.
El coche sin puertas, guardado en un depósito de pruebas de la policía, se erige como un monumento silencioso a la tragedia. Es la única prueba de que la familia Martínez estuvo realmente allí, en ese camino de montaña en 1979. Pero también es un recordatorio escalofriante de que, aunque se encontró el coche, el destino de Javier, María, Diego y Sofía sigue siendo un profundo misterio, tragado por el tiempo y la inmensidad del desierto de la Sierra de Catorce.