
Los bosques de la Columbia Británica, en Canadá, son una vastedad inmensa y silenciosa. Son el reino de los cedros centenarios, el hogar de los osos grizzly y un territorio donde la civilización se rinde ante la inmensidad de la naturaleza. Para Roberto Morales, el capataz forestal, ese lugar no era un enemigo, sino un modo de vida. Conocía el olor del pino mojado, el crujido de las ramas y los límites exactos de la seguridad.
En 1999, Roberto era un hombre de cuarenta y tantos años, con manos curtidas y la confianza de quien ha sobrevivido a inviernos más duros que su propia edad. Estaba casado con Elena, tenían dos hijos y vivían en un pequeño campamento maderero en las afueras de Prince George. Su trabajo era trazar las fronteras de los nuevos permisos de tala, una tarea que requería penetrar en áreas que la mayoría de la gente evitaba.
La mañana del 5 de noviembre de 1999, Roberto salió en su camioneta. Llevaba su habitual chaqueta de mezclilla pesada, una camisa de franela a cuadros, su brújula y una radio de banda ciudadana para registrar sus coordenadas. “Volveré antes de que oscurezca, Elena”, fue su promesa.
A las 4:30 p.m., la radio de Roberto guardó silencio. Su último mensaje registrado fue una coordenada de posición y una nota breve al puesto de mando: “Área B-12. El cedro. Algo es inusual aquí. El camino no coincide con el mapa. Enviaré un informe visual…” La voz se cortó abruptamente con un sonido de estática.
Cuando Roberto no regresó, el pánico se instaló. La Gendarmería Real Canadiense (RCMP) lanzó una operación de búsqueda y rescate (SAR) inmediata. Encontraron su camioneta en el borde de un viejo sendero de tala, con las llaves puestas y su radio encendida.
La búsqueda subsiguiente, dirigida por el Sargento David Collins, se centró en el “Área B-12”, un sector de bosque virgen, denso y traicionero. Los perros rastreadores de Collins siguieron el olor de Roberto hasta una zona de pantano, donde el rastro se desvaneció. No había signos de lucha, ni sangre, ni evidencia de que hubiera sido arrastrado. El bosque se había cerrado sobre él.
La teoría más probable era la de un ataque de depredador. Un oso pardo o un puma. Pero la ausencia de restos o de un rastro de arrastre era desconcertante. Collins estaba convencido de que Roberto había sido atacado, pero el escenario no se ajustaba a los patrones conocidos de los depredadores. La búsqueda fue cancelada después de un mes, cuando el frío glacial del invierno del Yukón se instaló.
Roberto Morales se convirtió en el fantasma del bosque, una trágica leyenda del desierto.
Para Elena, los años que siguieron fueron un limbo helado. Vivía con la certeza de que su esposo había muerto, pero sin un cuerpo que llorar, su dolor era una herida abierta. La pensión de su esposo era un consuelo frío. Cada año, en noviembre, Elena regresaba al sendero, dejando flores en el lugar donde encontraron su camioneta, mientras el Sargento Collins, ya retirado, mantenía el expediente de Roberto en su garaje, obsesionado por las últimas palabras de radio sobre un “camino que no coincidía con el mapa”.
Pasaron quince años. El 1999 era historia antigua. El mundo había avanzado, pero el Bosque de Prince George seguía siendo igual de implacable.
En el verano de 2014, una nueva empresa maderera obtuvo permisos para talar la “Área B-12”, la zona que había permanecido cerrada desde la desaparición de Roberto. El capataz, un hombre llamado Frank, estaba inspeccionando el área con binoculares para trazar las rutas de tala.
Frank era un hombre de gran experiencia. Al mirar la parte superior de un cedro Douglas de unos treinta metros de altura, uno de los árboles más antiguos de la zona, notó algo extraño. Un toque de color que no coincidía con el verde oscuro de las agujas del árbol. Parecía tela.
El equipo de Frank, intrigado, utilizó un dron de reconocimiento para acercarse. La imagen que el dron envió a la pantalla de Frank hizo que su corazón se encogiera. Era ropa.
Con una operación arriesgada que requirió un escalador experimentado y arneses, lograron alcanzar la rama, a unos quince metros del suelo. Lo que recuperaron fue la ropa de Roberto Morales: su camisa de franela a cuadros y su chaqueta de mezclilla pesada.
La ropa estaba rasgada. Pero no rasgada horizontalmente, como si la hubiera atrapado un arbusto, sino rasgada verticalmente, con una fuerza inmensa. Lo más espantoso fue que no fue simplemente arrojada a las ramas; las prendas estaban enganchadas en una configuración extraña, casi expuesta, como un macabro trofeo.
La policía fue alertada de inmediato. El Sargento Collins, el hombre que no había podido dejar el caso, regresó a la zona.
El primer examen confirmó lo que Collins temía: la ropa contenía restos orgánicos y evidencia de sangre. Era la camisa de Roberto. La altura era el enigma. Ningún depredador conocido en la zona, ni siquiera un oso, subiría a un árbol tan alto y rasgaría la ropa con tanta precisión, sin arrastrarla al suelo.
La respuesta no estaba en la tela, sino en el forro.
Los forenses que examinaron la chaqueta notaron una costura irregular a lo largo del forro del hombro, una modificación que no era parte del diseño original. Con cuidado, abrieron la costura. Dentro, sellado con cera de abeja y un trozo de nailon, encontraron algo de la época de la desaparición: una micro-grabadora de casete de un tamaño minúsculo.
Era el diario de voz de Roberto.
El desafío de recuperar el audio fue tan grande como encontrar la ropa en la cima del árbol. La cinta, con 15 años de antigüedad y expuesta a la humedad, estaba extremadamente frágil. Pero el equipo de expertos logró lo que parecía imposible.
El audio recuperado no era el de un hombre perdido, sino el de un testigo.
La cinta comenzó con la voz tranquila de Roberto, detallando coordenadas geográficas y la calidad de la madera, como era de esperar. Luego, el audio se volvió tenso.
“Área B-12. El cedro. Algo es inusual aquí. El camino no coincide con el mapa. Este camino… es nuevo. No es de tala. Suena a maquinaria pesada”.
Roberto se había desviado de su ruta de tala. Había tropezado con algo que no debía ver.
Los minutos siguientes eran el sonido de un hombre moviéndose sigilosamente por la maleza, el sonido de la respiración rápida de Roberto. Luego, el sonido de voces. Voces humanas, tensas, que hablaban en un idioma con jerga que la policía tardó en descifrar.
El audio capturó una discusión. “¡Te dije que no vinieras aquí! ¡Es territorio nuestro!”, gritó una voz. La discusión se centró en “la carga” y “la ruta de Prince Rupert”.
Roberto no estaba solo. Había tropezado con una operación de contrabando a gran escala, utilizando los senderos de tala remotos de Canadá para mover drogas o mercancías ilegales hacia la costa. La “ruta que no coincidía con el mapa” era su camino de contrabando.
Entonces, el audio capturó el momento de la confrontación. La voz de Roberto, ahora desesperada: “Soy un capataz forestal. No he visto nada. Lo juro. Solo estoy marcando…”
La voz del contrabandista, fría: “Ya es tarde, amigo. Has visto demasiado. Y tu radio está apagada. Nadie va a escuchar esto”.
Se escuchó el sonido de un golpe sordo, un grito ahogado de Roberto, y luego, el sonido de una lucha. El audio se detuvo con el sonido de una respiración pesada y la voz del criminal que decía, con una satisfacción escalofriante: “Ponlo donde nadie lo busque. Que el bosque se lleve la culpa”.
La verdad final era un horror de origen humano. Roberto no fue víctima de un oso, sino de una ejecución. El asesino, o asesinos, lo mataron en el suelo, desnudaron su parte superior del cuerpo y luego, en un acto de advertencia macabro y calculado, arrojaron su ropa a la cima del árbol. Querían que la policía creyera en una leyenda local o en un animal, pero al mismo tiempo, querían marcar el territorio.
La investigación de 2014, guiada por la voz de Roberto, se centró en las redes de contrabando de la zona que operaban en 1999. El “Área B-12” no era un sector de tala, sino un punto de encuentro para el crimen organizado.
El Capitán Collins, el hombre retirado, se sentó con Elena, escuchando el audio de su esposo. El dolor era inmenso, pero el limbo había terminado. Roberto no había abandonado a su familia, ni había muerto en vano. Había muerto como un testigo.
La operación policial que siguió, basada en la evidencia de un hombre muerto hace 15 años, finalmente desmanteló la red de contrabando. El árbol del cedro, el testigo mudo, finalmente reveló la evidencia que se había guardado en el corazón de un pequeño grabador, y la justicia se sirvió, aunque tardía, en los fríos bosques de Canadá.