
Me llamo Mark Thompson y siempre he sido un hombre de montaña. No un profesional, pero sí alguien que respeta las cumbres, que entiende el viento y que sabe leer un mapa. O al menos, eso creía. Lo que me sucedió en las Montañas Rocosas de Colorado no fue una simple historia de supervivencia; fue un encuentro con algo que la lógica y la ciencia dicen que no debería existir. Y, sin embargo, estoy vivo hoy gracias a ello.
Todo comenzó como una aventura de fin de semana más. Un ascenso en solitario que había planeado durante meses. El pronóstico era perfecto: cielos despejados, vientos suaves. Las primeras horas de la caminata fueron exactamente eso, perfectas. El aire era fresco y limpio, el tipo de aire que solo encuentras a más de diez mil pies de altura. El silencio solo era roto por el crujido de mis botas sobre el sendero y el silbido distante del viento entre los pinos.
Pero en las Rocosas, el tiempo es un dios traicionero.
Alrededor de las dos de la tarde, el cielo cambió. Pasó de un azul brillante a un gris pesado y amenazante en cuestión de minutos. El viento dejó de silbar y comenzó a aullar. La nieve no cayó suavemente; fue arrojada contra mí en láminas horizontales. En menos de media hora, la visibilidad se redujo a casi nada. El sendero que conocía tan bien había desaparecido bajo un manto blanco y furioso.
Cometí el error del principiante: entré en pánico. En lugar de buscar refugio inmediato y esperar, intenté descender rápidamente. Me salí del camino, pensando que podía cortar por una pendiente que recordaba. Fue entonces cuando mi bota resbaló sobre una roca oculta por la nieve fresca. No hubo tiempo de reaccionar. Escuché el chasquido antes de sentir el dolor: un sonido seco y enfermizo que resonó en el aire helado. Mi pierna izquierda se había doblado en un ángulo antinatural.
El dolor fue cegador. Caí rodando por la pendiente unos veinte metros antes de estrellarme contra un grupo de árboles jóvenes. Cuando me detuve, el mundo era un torbellino de nieve y agonía. Intenté ponerme de pie, pero un grito ahogado salió de mi garganta. Mi tibia estaba claramente rota.
Estaba solo, herido y la temperatura caía en picada. La tormenta empeoraba. Sabía lo que eso significaba. La hipotermia me mataría antes de que alguien siquiera supiera que estaba desaparecido. Me arrastré, usando mis brazos y mi pierna buena, hasta la base de una gran roca que ofrecía una mínima protección contra el viento. Saqué mi teléfono. Sin señal. Mi radio de emergencia… la había dejado en el auto para ahorrar peso. Una estupidez que me costaría la vida.
Me acurruqué, temblando violentamente. El dolor en mi pierna era una brasa ardiente, pero el frío era un enemigo peor. Se estaba infiltrando en mi ropa, en mi piel, en mis huesos. Mis pensamientos se volvieron lentos y confusos. Sabía que me estaba durmiendo, y sabía que si cerraba los ojos, no volvería a abrirlos.
No sé cuánto tiempo pasó. ¿Una hora? ¿Dos? La tormenta era un rugido constante. Y entonces, a través del estruendo del viento, escuché algo más.
Un crujido.
No era el viento. Era pesado. Metódico. Eran pasos.
Mi corazón se detuvo. ¿Un oso? ¿Un puma? Intenté agarrar mi cuchillo de senderismo, pero mis manos estaban tan entumecidas que apenas podía mover los dedos. Los pasos se detuvieron, muy cerca. Esperé el ataque.
Entonces, una sombra bloqueó la poca luz que quedaba. Era enorme. No era un oso. Un oso camina a cuatro patas. Esta… esta cosa estaba de pie. Se alzaba sobre mí, una silueta oscura contra el blanco giratorio de la nieve. Debía medir más de dos metros y medio, tal vez tres. Estaba cubierto de un pelaje oscuro y enmarañado.
El miedo que sentí fue algo primitivo, algo que va más allá del terror. Era la certeza absoluta de la muerte. La criatura se quedó inmóvil, observándome. Podía olerlo por encima del olor a pino y nieve: un olor almizclado, animal, como a tierra mojada y algo que no podía identificar.
Dejé escapar un sonido, un gemido patético. La criatura inclinó la cabeza, como si estuviera confundida. Luego, lentamente, extendió un brazo que era tan grueso como el tronco de un árbol. Pensé que me iba a aplastar. Cerré los ojos.
Pero el golpe nunca llegó. En lugar de eso, sentí que me levantaban. El dolor de mi pierna rota me hizo gritar, pero el agarre fue sorprendentemente… cuidadoso. Me levantó del suelo como si yo no pesara nada, acunándome contra un pecho ancho y cubierto de pelo. Lo último que recuerdo antes de que la oscuridad me venciera fue el calor. Un calor corporal abrumador que me envolvía, luchando contra el frío mortal que me estaba reclamando.
Cuando desperté, estaba en la oscuridad. No la oscuridad de la tormenta, sino una oscuridad tranquila y profunda. El rugido del viento estaba amortiguado, distante. Estaba acostado sobre un lecho de agujas de pino secas y pieles de animales, pieles viejas y gastadas. Y estaba caliente. Dolorosamente caliente al principio, mientras la sangre regresaba a mis extremidades congeladas.
Me incorporé presa del pánico. Mi pierna palpitaba, pero alguien la había estabilizado. Estaba toscamente entablillada con dos palos gruesos y tiras de lo que parecía ser cuero crudo.
Miré a mi alrededor. Estaba en una cueva. No muy profunda, pero lo suficiente para bloquear el viento. Un pequeño fuego, casi sin humo, ardía en un rincón, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de roca.
Y al otro lado del fuego, estaba sentada la criatura.
Estaba agachada sobre sus talones, observándome. A la luz del fuego, pude verla claramente por primera vez. No era un oso. No era un hombre. Era algo intermedio. Su rostro era más simiesco que humano, pero sus ojos… sus ojos eran inteligentes. Eran profundos, oscuros y me miraban con una intensidad que me heló la sangre, pero no había malicia en ellos. Había curiosidad.
“¿Qué… qué eres?”, susurré.
La criatura solo inclinó la cabeza de nuevo. Emitió un gruñido bajo, gutural. No un rugido, sino un sonido de… ¿comunicación?
Pasamos el primer día así. En silencio. Yo estaba aterrorizado, pero también profundamente confundido. Esta cosa, este Bigfoot, Sasquatch, o como quisieran llamarlo, me había salvado. Me había sacado de una muerte segura, me había entablillado la pierna y me había dado calor.
La tormenta rugió afuera durante todo ese primer día y toda la noche. La criatura rara vez se movía. A veces, se levantaba y caminaba hasta la boca de la cueva, mirando hacia la cortina blanca de nieve, como un centinela. Luego volvía y se sentaba.
En un momento, mi garganta estaba tan seca que tosí. El dolor era agudo. La criatura me miró. Se levantó y salió de la cueva, desapareciendo en la tormenta por unos minutos. Regresó con un trozo de corteza lleno de nieve limpia. Lo dejó cerca de mí.
Comprendí. Agarré puñados de nieve y los dejé derretir en mi boca. Agua.
Más tarde, me trajo algo de comida. Eran raíces de algún tipo, secas y fibrosas, y lo que parecían ser larvas secas. Mi estómago se revolvió, pero el hambre era más fuerte que el asco. Comí. Sabía a tierra y nueces.
El segundo día, la tormenta amainó un poco, pero el mundo exterior seguía siendo un infierno blanco. Mi pierna dolía terriblemente, pero la fiebre que temía no llegó. La criatura pasó mucho tiempo “hablando”. No con palabras, sino con una serie de gruñidos, chasquidos y silbidos bajos. A veces parecía estar hablándome a mí, otras veces parecía estar hablando consigo misma.
Empecé a notar cosas. Las paredes de la cueva tenían marcas, rasguños deliberados que parecían formar patrones. En un rincón, había una pila de objetos: rocas de formas extrañas, trozos de madera pulida, incluso un viejo casquillo de bala oxidado. Era una colección.
Mi miedo comenzó a desvanecerse, reemplazado por un asombro abrumador. Esta no era una bestia sin sentido. Era un ser inteligente, solitario y, de alguna manera, casi humano. Mostraba… empatía.
Una vez, un espasmo de dolor por mi pierna me hizo gemir. La criatura se acercó. Yo retrocedí por reflejo. Se detuvo, a un metro de distancia. Extendió su enorme mano y la mantuvo en el aire, con la palma hacia arriba. Era un gesto de paz. Luego gruñó suavemente y señaló mi pierna, y luego a sí mismo.
No sé cómo lo supe, pero entendí. Estaba tratando de decirme que estaba a salvo.
La noche del segundo día fue la más extraña. La criatura se durmió. Se acurrucó cerca de la entrada de la cueva, bloqueándola con su enorme cuerpo. Sus ronquidos eran profundos, como el retumbar de un motor lejano. Me di cuenta de que me estaba protegiendo. No solo del frío, sino de cualquier otra cosa que pudiera estar ahí fuera.
Me quedé despierto mucho tiempo esa noche, observando a mi salvador a la luz moribunda del fuego. ¿Quién era? ¿Era el último de su especie? ¿Por qué me había ayudado? Tantas preguntas que nunca tendrían respuesta.
En la mañana del tercer día, el sol salió. La tormenta había pasado. La luz que entraba en la cueva era casi cegadora.
La criatura se despertó y se puso de pie. Fue a la entrada y miró hacia afuera. Luego se volvió hacia mí. Emitió un gruñido corto y agudo, diferente a los demás. Señaló hacia el exterior.
Era hora de irse.
Intenté ponerme de pie, apoyándome en la pared de la cueva. La pierna entablillada no podía soportar mi peso. La criatura observó mi lucha por un momento. Luego se acercó, pasó un brazo por mi espalda y me ayudó a levantarme, permitiéndome usar su propio cuerpo como una muleta gigante.
El descenso fue lento y agonizante. Cada paso era doloroso, pero él me sostuvo. Su fuerza era increíble. Me guio a través de la nieve profunda, que en algunos lugares me llegaba a la cintura, pero él la atravesaba como si nada.
No me llevó por el camino que yo había intentado tomar. Me llevó por una ruta diferente, más protegida, a lo largo de una cresta que yo no conocía. Después de lo que parecieron horas, llegamos a un claro. Y allí, abajo en el valle, pude ver el camino. Podía ver el reflejo del sol en un coche. Civilización.
Me apoyó contra un árbol. Estábamos a unos cientos de metros del camino, una distancia que podría arrastrarme si fuera necesario.
Nos miramos por última vez.
Quería decir gracias. Quería preguntar mil cosas. Pero todo lo que pude hacer fue asentir, con lágrimas congelándose en mi rostro.
Él me miró fijamente. Sus ojos oscuros parecían contener una tristeza antigua. Luego, levantó su gran mano, no para saludar, sino simplemente… la levantó. Y tan silenciosamente como había aparecido en la tormenta, se dio la vuelta y se adentró en el espeso bosque. Desapareció entre los árboles en segundos.
Me quedé allí, temblando de frío y conmoción. Me arrastré el resto del camino hasta la carretera. Una hora después, un conductor me encontró.
El equipo de rescate que me recogió dijo que era un milagro. Nadie podría haber sobrevivido tres días en esa tormenta con una pierna rota. El médico del hospital dijo que la tablilla que tenía era “primitiva pero sorprendentemente efectiva”.
Conté mi historia. Se lo conté a los rescatistas, a los médicos, a la policía. Me miraron con lástima. El informe oficial dice que sufrí hipotermia severa y alucinaciones debido a la falta de oxígeno y el trauma. Dijeron que probablemente me arrastré a una pequeña grieta en las rocas y que el shock me hizo perder la noción del tiempo.
Pero ellos no estaban allí. No sintieron ese calor. No vieron esos ojos inteligentes. No comieron esa comida extraña ni sintieron esa mano gigante estabilizando su pierna rota.
Sé lo que vi. Sé quién me salvó. El mundo puede llamarme loco. Pueden decir que fue una alucinación inducida por el frío. Pero yo sé la verdad. Las leyendas son reales. Y yo le debo mi vida a una de ellas. No volví a las montañas durante mucho tiempo, y cuando lo hice, siempre miraba hacia la línea de los árboles, esperando, y agradeciendo, a la sombra oscura que vive donde nadie se atreve a ir. Facebook Caption: Estaba solo, herido y congelándome en las montañas de Colorado. La ayuda llegó de la forma más inesperada. Una criatura me llevó a su refugio y me protegió durante tres días. Esta es mi historia.