Decenas de estudiantes comían, dormían y se divertían junto al sofá que hacía las veces de sala de estar. Solo cuando lo hicieron pedazos salió a la luz el secreto que llevaba guardado 15 años.

¿Qué pasaría si el secreto más horrendo de un campus universitario en Guadalajara no estuviera enterrado bajo tierra, sino sellado dentro de un sofá?

En la Calle Olivos 612, en la Colonia Chapalita de Zapopan, existía una leyenda urbana. Era la casa del “Sofá del Terror”, una monstruosidad de vinilo marrón que venía con el contrato de alquiler y que, bajo ninguna circunstancia, podía ser movida. Durante 15 años, oleada tras oleada de estudiantes de la Universidad de la Sierra Occidental (USO) ocuparon esa casa. Todos bromeaban sobre la regla del propietario, Heriberto “Beto” Campos: “El sofá se queda”.

Era una reliquia de los años 70, encajada tan apretadamente en la sala que parecía parte de la estructura. Y apestaba. El hedor era indescriptible, una mezcla de lana mojada, aromatizante de cereza rancio y algo más… algo vivo. Las cobijas no ayudaban. Las velas tampoco. Los inquilinos publicaban memes y advertían a sus amigos, pero nadie, en 15 años, miró jamás en su interior.

Hasta 2023.

Javier “Javi” Mendoza y Mateo Fernández, dos estudiantes de primer año, se mudaron, desesperados por una vivienda barata. El descuento de 2,000 pesos por “tolerar” el sofá inamovible parecía un buen negocio. Pero Javi no estaba riendo. En la tercera noche, no pudo soportarlo más. Decidió que prefería arriesgarse a perder el depósito que vivir un día más junto a ese monumento en descomposición.

“Vamos a deshacernos de él”, dijo. Mateo levantó la vista de su teléfono. “El contrato dice literalmente que no podemos”.

“No me importa lo que diga”, replicó Javi. “No voy a vivir con esa cosa”.

Agarró un cúter y una palanca. “No lo vamos a mover. Lo vamos a destruir”.

El hallazgo que detuvo el tiempo
La hoja del cúter se encontró con el vinilo. El material luchó, pero Javi cortó con más fuerza. El olor explotó hacia afuera como una entidad física. Mateo tuvo arcadas.

“¿Qué… qué es eso?”

“Solo ayúdame”, dijo Javi entre dientes.

Mateo encajó la palanca en la costura trasera. Un sonido húmedo, desgarrador, llenó la habitación. Salió espuma, oscura, húmeda, podrida. Algo espeso y de un rojo parduzco se derramó sobre la alfombra. Javi siguió cortando hasta que su mano rozó algo sólido.

Sacó una cartera. Cuero negro, empapado. Dentro, una credencial de estudiante desvaída: Lucas Reyes. Año 2008.

“Mateo”, susurró Javi, con las manos temblando. “Mira”.

El rostro de Mateo palideció. “¿Por qué hay una cartera en el sofá?”

Javi no respondió. Cortó más profundo. El vinilo se despegó. Lo que vio a continuación congeló la sangre en sus venas. Piel como pergamino. Una boca congelada en un grito silencioso. Dientes aún visibles bajo la carne tensa.

Mateo gritó. Javi tropezó hacia atrás. Había un cuerpo dentro del sofá. Un cuerpo que llevaba allí 15 años.

La mentira de 15 años
En 2008, Lucas Reyes, un estudiante de 20 años de la USO, se había “desvanecido”. La historia oficial, iniciada por el propietario Heriberto Campos, fue que Lucas había robado 20,000 pesos de la renta y había huido. La policía emitió una orden de arresto. Luego, nada. El caso se congeló, dejando atrás solo la leyenda del sofá.

Cuando la policía llegó en 2023, la casa se convirtió en un hervidero de cintas amarillas y luces intermitentes. La detective Mara Valdez, de la Fiscalía del Estado, interrogó a Javi. Su tono era escéptico.

“¿Cómo sabe que se llama Lucas?”, preguntó ella.

“Su credencial estaba en una cartera, dentro del sofá”, explicó Javi.

“¿La abriste?”, el tono de Valdez se agudizó. “Cuando encuentras restos humanos, no revisas sus bolsillos. Acabas de contaminar la escena del crimen”.

Javi se quedó helado. No solo era el descubridor de un horror; ahora, era sospechoso.

Javi y Mateo fueron reubicados en el “Auto-Motel El Sol”, un lugar barato en la salida a Tlaquepaque. Mateo estaba destrozado. “Me voy a regresar a mi casa”, dijo. “Javi, encontramos restos humanos en nuestro sofá. Los agentes creen que estamos involucrados”.

Mateo se fue. Javi se quedó solo en la habitación del motel, con el zumbido del aire acondicionado y el rostro de Lucas grabado en su mente. No podía dejarlo ir. Abrió su computadora portátil y buscó “Lucas Reyes, 2008, Guadalajara”.

Apareció el boletín de la policía: “Se busca por robo de 20,000 pesos”. El monto exacto de la renta.

“¿Y si no lo robó?”, pensó Javi en voz alta. “¿Qué pasa si alguien terminó con él y luego denunció el robo para encubrirlo?”

El estudiante detective
Javi estaba solo. La Fiscalía no confiaba en él. Su único amigo se había ido. Impulsado por una mezcla de miedo y justicia, revisó su contrato de alquiler. Allí estaba la cláusula: “El inquilino acepta una reducción de $2,000 pesos en consideración del sofá no removible”.

No removible.

Agarró su teléfono y marcó el número del propietario. “Sr. Campos. Soy Javier Mendoza, de Calle Olivos 612”.

Hubo una pausa. “Javi, sí. Escuché lo que pasó. Algo terrible. La Fiscalía me llamó”, dijo Campos, con una calma escalofriante.

“¿Usted sabía lo del sofá?”, interrumpió Javi.

“¿Qué si había restos en él? Por supuesto que no”, dijo Campos, suavemente. Su tono no cambió. Era como si Javi le hubiera preguntado por una gotera.

Javi colgó, más convencido que nunca. Campos no estaba sorprendido. Ni siquiera estaba enojado por la destrucción de su propiedad.

Javi buscó más profundo. Encontró una página conmemorativa de Facebook. Un amigo, David Ortiz, había publicado fotos. Javi le envió un mensaje. La respuesta fue instantánea.

“¿Encontraste algo sobre Lucas?”

“Encontré a Lucas”, escribió Javi.

Le preguntó a David si Lucas tenía problemas con el propietario. “Sí”, respondió David. “Lucas lo odiaba. La casa se estaba cayendo. Fugas, moho. Campos nunca arreglaba nada. Lucas iba a denunciarlo a la PROFECO. Llevaba un registro. Un cuaderno”.

Un cuaderno. El posible motivo.

El cuaderno de la verdad
Javi necesitaba encontrar a los padres de Lucas. Encontró un número en la página conmemorativa. Con el corazón en la garganta, llamó.

“¿Bueno?”

“Hola, mi nombre es Javier Grant… necesito hablar con usted sobre Lucas”.

Dos horas después, Anna y Miguel Reyes estaban sentados en la cama opuesta del motel. Tenían los ojos rojos de años de llanto silencioso. Javi les contó todo.

“La policía nos dijo que robó el dinero y huyó”, dijo Miguel. “Nunca lo creímos”.

“Creo que fue entrampado”, dijo Javi. “El casero, Heriberto Campos. Lucas iba a denunciarlo por las reparaciones”.

“Necesitamos pruebas”, dijo Miguel.

“El cuaderno”, dijo Javi. “Su amigo dijo que tenía un cuaderno donde registraba todo”.

Anna miró a Miguel. “La caja”, dijo ella. “La que está en la bodega”.

Le explicó a Javi que la policía les había devuelto una caja con las pertenencias de Lucas, pero nunca habían tenido la fuerza para abrirla. Media hora después, regresaron con una caja de cartón polvorienta.

Javi cortó la cinta. Dentro, libros de texto, un cargador roto… y un cuaderno grueso manchado de café. En la primera página: “Bitácora de la casa, Calle Olivos 612”.

Javi pasó las páginas. Registros de reparaciones, notas. Y luego, la última entrada:

31 de octubre de 2008. 4:00 p.m. Campos viene por la renta. Aún no ha arreglado la fuga. No dejaré que lo olvide.

Ese fue el día que desapareció.

“Iba a confrontarlo”, susurró Miguel.

“Tenemos que llevar esto a la detective Valdez”, dijo Javi.

“Ella no te cree a ti”, dijo Miguel, tomando el cuaderno. “Pero nos creerá a nosotros. Somos sus padres”.

La confrontación final
Esa noche, Javi no durmió. El silencio en el motel era absoluto hasta que, a las 2:47 a.m., el pestillo de la puerta hizo clic.

Alguien estaba de pie a los pies de su cama.

Javi encendió la lámpara. Era Campos. Tenía los ojos rojos, el pelo revuelto y una palanca de metal temblando en su puño. El aire olía a tequila.

“¿Cómo me encontró?”, dijo Javi.

“Soy dueño de 30 propiedades en esta ciudad”, gruñó Campos. “Sé qué moteles aceptan efectivo. Quiero que te detengas. Deja de hablar con sus padres. Déjalo ir”.

“No puedo”.

“¿Por qué terminaste con él?”, preguntó Javi en voz baja.

“¡No fue mi intención!”, explotó Campos. “¡Fue un accidente! ¡La fuga, el informe de la PROFECO! ¡No paraba de presionar! Lo empujé. Se golpeó la cabeza contra la barra de la cocina. Había… tanta sangre. Entré en pánico”.

“Y lo pusiste en el sofá”.

“No sabía qué más hacer”, sollozó Campos. “Iba a moverlo, quemarlo… pero no podía sacarlo por la puerta. Luego llegaron sus compañeros de cuarto. Dije que robó la renta. Funcionó. Nadie hizo preguntas. Hasta que llegaste tú”.

Levantó la palanca. “Deberías haber aceptado el descuento, chico”.

Javi midió el espacio. Su teléfono estaba en la mesita de noche. Mientras Campos levantaba la barra, Javi rodó. La palanca destrozó el colchón. Javi agarró el teléfono y marcó el 911.

“¡Necesito a la detective Valdez!”, gritó. “¡Soy Javier Mendoza, Auto-Motel El Sol, habitación 14! ¡Campos está aquí, está tratando de hacerme daño!”

Campos lo agarró, lo giró. “¡Era un accidente!”, chilló.

Javi mantuvo el teléfono en alto, la llamada abierta.

“¡Lo arruinó todo por una fuga!”, rugió Campos. “No iba a dejar que un mocoso destruyera todo por lo que trabajé. ¡No tuve elección!”

“Lucas también tenía una vida”, dijo Javi.

“No puedo ir a prisión”. Campos levantó la palanca para el golpe final.

La puerta explotó hacia adentro. La detective Mara Valdez irrumpió, con el arma en alto. “¡Suelte el arma! ¡Ahora!”

Campos se congeló. La palanca cayó al suelo. Valdez se acercó a Javi, quien temblaba contra la pared. “¿Estás bien?”

Él asintió. “¿Lo escuchó?”

Valdez levantó su propio teléfono, que mostraba una llamada activa. “Cada palabra. El despacho me conectó”.

Justicia, 15 años después
El juicio fue rápido. Con la confesión grabada, el cuaderno como prueba del motivo y los restos físicos, Heriberto Campos no tenía defensa.

En la sala del tribunal del penal de Puente Grande, Anna Reyes se dirigió a él. “Usted me quitó a mi hijo”, dijo con voz firme. “Pero no solo su vida. Tomó su memoria. Lo convirtió en un fantasma, en un ladrón. Hizo que la gente susurrara. Me hizo conducir por esa calle durante 15 años sin saberlo. Espero que cada vez que cierre los ojos, vea su rostro”.

Heriberto Campos fue sentenciado a 25 años de prisión.

Fuera del tribunal, Anna y Miguel abrazaron a Javi. “Le devolviste su nombre a nuestro hijo”, dijo Miguel.

Semanas después, Javi, que había vuelto a la universidad intentando encontrar la normalidad, fue invitado a hablar en la facultad de derecho local. Se paró frente a una sala de futuros abogados.

“Nunca conocí a Lucas Reyes”, dijo Javi. “Pero sé que trató de hacer a alguien responsable por algo que estaba mal. Pagó el precio más alto por ello. Pero si su historia nos enseña algo, es que a veces la justicia solo comienza cuando una persona se niega a mirar hacia otro lado”.

Anna Reyes le había dado a Javi el cuaderno original de Lucas. A veces, Javi lo abría y leía esa última entrada. Un recordatorio de que 15 años es mucho tiempo para el silencio, pero la verdad, por muy profundamente que esté oculta, siempre encuentra la manera de salir a la luz. A veces, solo necesita a alguien con un cúter y el valor de cortar.

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