La fotografía está fechada en julio de 2012. Es la última. En ella, José Manuel Castañeda y Mariana Espinosa sonríen desde un mirador de madera en la Sierra Tarahumara.
El viento seco parece agitar el cabello de Mariana, quien inclina ligeramente la cabeza, como si el peso de la inmensidad de las Barrancas del Cobre, extendiéndose a sus espaldas, fuera demasiado para soportar.
José Manuel, con una mano en el bolsillo, mira a la cámara con calma. Parecen tranquilos, ajenos al abismo que estaba a punto de tragárselos.
Eran el tipo de pareja que vivía para esos viajes. Salían de Hermosillo, Sonora, con su camioneta Nissan X-Trail gris cargada, una hielera con agua congelada y los celulares destinados a apagarse durante horas.
Él, ingeniero agrónomo, conocía las carreteras secundarias. Ella, maestra de primaria, era la meticulosa planificadora de itinerarios y reservas. Llevaban siete años juntos, y esas escapadas de verano eran su ritual. Silenciosos, organizados, llenos de caminatas y noches en cabañas sencillas.
Ese año, el destino eran las Barrancas del Cobre, ese laberinto de cañones en Chihuahua más profundos que el propio Gran Cañón. Planearon cinco días por la sierra, incluyendo el famoso recorrido en el tren Chepe. La idea era llegar a Divisadero, bajar a Urique y Batopilas. Zonas turísticas, sí, pero rodeadas de un silencio denso y caminos de terracería que se pierden en la inmensidad.
El 13 de julio enviaron el último mensaje a sus padres. “Estamos bien”. Su regreso a Hermosillo estaba programado para el día 18. Esa fue la última vez que alguien tuvo la certeza de que José Manuel y Mariana seguían con vida.
El 18 de julio pasó sin noticias. El 19, el calor de Hermosillo se sentía diferente, cargado con una ansiedad que aún no tenía nombre. La madre de Mariana intentó llamar después del desayuno.
El teléfono sonó dos veces y se cortó. Por la tarde, nada. Pensó que quizás habían extendido el viaje, algo que hacían a veces. Pero al caer la noche, cuando tampoco pudo contactar a José Manuel, la preocupación se instaló. Llamó a su consuegra. El miedo se confirmó: nadie sabía de ellos.
El día 20, un hermano de Mariana fue a la terminal de autobuses. No habían desembarcado. El auto no estaba en el garaje. La angustia se convirtió en pánico. El 21 de julio, con las voces quebradas, registraron la denuncia formal de desaparición.
La Fiscalía de Sonora alertó a Chihuahua. Se repartieron boletines con la foto del mirador en hoteles y estaciones del Chepe. “Pareja desaparecida. Viajaban en una Nissan X-Trail gris”.
Las primeras dos semanas fueron una búsqueda intermitente y frustrante entre Creel, Batopilas y Urique. Protección Civil, policías estatales y voluntarios locales recorrieron los senderos turísticos.
Mostraron las fotos a comerciantes y guías. Nadie los recordaba. Ninguna cámara de hotel registró su paso. Sus tarjetas de crédito estaban intactas. Sus cuentas bancarias, inmóviles. Un único video de una tienda en San Rafael mostró un vehículo similar pasando el 15 de julio, pero la imagen era borrosa, lejana. Inservible.
Fuera de eso, la carretera era polvo y silencio.
En agosto, cuando la esperanza comenzaba a disolverse, sonó un teléfono público en Huachochi. Una llamada anónima a la Fiscalía de Chihuahua. Un hombre, con la voz nerviosa, dijo haber oído hablar de un “retén falso” montado por hombres armados cerca del cañón de Batopilas.
Dijo que unos turistas habían sido detenidos y llevados “hacia el interior de la sierra”. No dio nombres ni fechas. La información no pudo confirmarse, pero cambió el tono de la investigación.
La hipótesis ya no era un accidente. Era el crimen organizado. El sur de la Sierra Tarahumara es una geografía inaccesible, una red de rutas antiguas usadas para plantíos ilegales, controlada por grupos donde el Estado rara vez entra. La idea de que hubieran sido interceptados se volvió plausible.
Pero sin pruebas, el caso se enfrió. El sistema los olvidó, pero sus familias no. Imprimieron carteles, crearon páginas en redes sociales, rogaron por entrevistas en radios locales.
Describían a José Manuel como tranquilo, analítico; a Mariana como dulce, organizada. Nadie podía imaginarlos asumiendo riesgos innecesarios. Los años pasaron. El silencio de la sierra se hizo permanente, una década de ausencia que se acumuló como polvo sobre sus fotografías.
Once años. Una década más un año de silencio absoluto, de cumpleaños celebrados con un nudo en la garganta, de esperar un coche que nunca doblaría la esquina. En marzo de 2023, la sierra decidió hablar.
Un grupo de senderistas de Huachochi exploraba una ruta abandonada, un descenso antiguo sin señalización conocido solo por locales, un camino de rocas retorcidas y ramas secas. El lugar era tan aislado que no había señales de paso humano en años.
Uno de ellos, acostumbrado a la escalada, fue el primero en verla. En el fondo de un cañón seco, entre la maleza, descansaban los restos de un auto.
Era una SUV, calcinada hasta el chasis. Las puertas estaban abiertas, la cajuela expuesta. En el interior, solo metal derretido y los restos carbonizados de los asientos. Y al fondo, visible entre las cenizas, un cráneo humano y varios huesos largos.
No había ropa. No había documentos. Tomaron fotos, marcaron la coordenada GPS y regresaron a Huachochi para reportarlo.
Cuatro días después, los peritos de la Fiscalía Estatal llegaron. El análisis del número parcial del chasis, rescatado del motor, fue el primer impacto. El registro correspondía a la Nissan X-Trail de José Manuel Castañeda, desaparecida en 2012. Los huesos fueron recolectados y enviados al Servicio Médico Forense.
El resultado del ADN tardó cuatro meses. Llegó en julio de 2023, casi once años exactos después de la última foto. La compatibilidad genética era total. Los huesos pertenecían a Mariana Espinosa.
La noticia, que debía cerrar una espera, tuvo el efecto contrario. Se convirtió en un nuevo pozo de preguntas, más profundo y oscuro. Un funcionario llamó a la casa de la familia Espinosa pidiendo que estuvieran presentes.
La madre de Mariana contuvo la respiración al oír la palabra “compatibilidad”. Rompió en llanto solo cuando el agente añadió la frase que lo cambiaría todo: “No hay indicios del segundo cuerpo”.
En la sala, el padre se quedó con la mirada fija en la nada. Para la familia de José Manuel, la noticia fue aún peor. La frágil esperanza de que estuvieran vivos, o al menos juntos, se derrumbó.
Si los restos calcinados eran de Mariana, ¿dónde estaba José Manuel? ¿Había escapado? ¿Había sobrevivido? ¿O su cuerpo había sido borrado de una forma que ni siquiera dejaba huesos?
El caso se reabrió oficialmente. La Fiscalía de Chihuahua usó términos vagos, “revisión de hipótesis”. Los padres de Mariana insistieron: ¿Por qué nadie encontró ese vehículo en once años? La respuesta fue desconcertante.
El lugar no aparecía en mapas oficiales. Era un corte geológico, un callejón sin salida natural. Quien puso el auto ahí sabía exactamente lo que hacía. El vehículo había sido llevado a ese aislamiento total y quemado.
El interés de la prensa regional regresó. Las teorías antiguas resurgieron. Y entonces, un recuerdo específico atormentó al hermano de Mariana.
Poco antes del viaje en 2012, José Manuel había mencionado querer salirse de la ruta tradicional, explorar una brecha leída en un blog de senderismo. Hablaba de miradores inaccesibles para turistas.
El blog ya no existía, pero localizaron capturas de pantalla antiguas. Una publicación anónima de 2010 describía cómo llegar a “la boca del…”, el mismo lugar donde se encontró el auto: “hay que abandonar el camino… seguir una vereda que ya casi no existe. La bajada es peligrosa”. José Manuel había querido ir allí.
La investigación de 2023 trajo nuevos datos. Al revisar los archivos de 2012, los nuevos fiscales encontraron informes incompletos, patrullajes mal documentados, testigos sin entrevistar. Era como si la búsqueda inicial se hubiera hecho con prisa, o con miedo.
La familia Espinosa contrató a un investigador privado de Ciudad Obregón, un expolicía federal retirado. El hombre viajó a Huachochi, se hospedó en una pensión y empezó a hablar con los locales. Regresó con un nombre:
Jesús Armando Villa, alias “Chui”. Un hombre desconfiado que vivía sin luz eléctrica. Cuando el investigador le mostró la foto de la pareja, Chui desvió la mirada. Murmuró: “La mujer parecía buena gente. Gritaba fuerte. Pero eso ya fue hace mucho”. Y cerró la puerta.
El investigador sugirió que el “retén falso” de 2012 podría haber estado en un antiguo desvío minero conocido como “La Senda de la Víbora”, un sendero olvidado que conectaba con campamentos clandestinos. Un lugar donde, se decía, “quien pasaba sin ser invitado, no regresaba”.
Mientras tanto, los forenses en la capital reconstruían la escena del crimen. La conclusión fue inquietante: Mariana estaba en la cajuela en el momento de la quema. Alguien la colocó allí, probablemente ya sin vida. Se encontraron residuos de acelerantes. No fue un accidente. Fue una ejecución y una destrucción de pruebas.
En enero de 2024, un pequeño equipo de militares, peritos y un guía local partió con destino a “La Senda de la Víbora”. Era un descenso peligroso, un lugar donde el silencio no era de paz, sino de ausencia. Tras horas de caminata, el guía se detuvo. Señaló una bifurcación cubierta de ramas. “Usado en los 90 por cargadores ilegales”, dijo. “Nadie pasa por aquí desde 2005”.
Siguieron. Vieron señales humanas recientes: una botella de plástico de 2021, una sandalia rota. Y entonces, entre dos rocas, algo brilló. Un reloj de pulsera metálico, parcialmente oxidado. Correa de acero, carátula negra. El forense lo recogió. Más tarde, al mostrar la foto, la hermana de Mariana lo confirmó sin dudar. Era de José Manuel.
El reloj lo cambiaba todo. Si el reloj estaba allí, a kilómetros del auto donde murió Mariana, ¿cómo llegó? ¿Lo abandonó en una huida? ¿Se lo quitaron? No había restos humanos cerca. Pero era la primera evidencia directa de José Manuel en doce años.
Semanas después, en febrero de 2024, una carta anónima llegó al antiguo colegio donde Mariana trabajaba. Escrita a mano, con letra irregular. Decía solo: “Ella no murió sola. Él la vio. No quiso, pero no pudo más. Perdón”.
Junto a la carta, doblado tres veces, había un pedazo de tela manchada.
El impacto en las familias fue devastador. “Él la vio”. ¿José Manuel presenció la muerte de Mariana? La tela fue analizada. Tenía una gota de sangre humana, seca, antigua. Probablemente femenina, pero demasiado degradada para confirmar el ADN de Mariana. La mancha parecía una gota arrastrada por un dedo.
El investigador privado regresó a buscar a “Chui”, el hombre que oyó los gritos. Encontró la cabaña vacía, la puerta abierta y un papel en el suelo: “No vuelvo. No me busquen”. Los vecinos dijeron que huyó dos días después de que se supiera lo del reloj.
La investigación oficial se topó con un muro. Un exagente de la Policía Estatal de 2012 contactó anónimamente al investigador privado. Confesó algo que nunca registró: “En 2012, durante las búsquedas, nos dijeron que no sobrepasáramos La Senda de la Víbora.
El argumento era el riesgo… pero oímos que había gente pesada. Nos dijeron que si metíamos más patrullas, podíamos perder hombres”. El exagente concluyó: “Esa camioneta yo la vi de lejos. Nos dijeron que no nos acercáramos, que eso no era nuestro”.
Alguien vio el auto en 2012. Alguien decidió no actuar. La verdad sobre Mariana fue encubierta por miedo.
Marzo de 2024. Se cumplía un año del hallazgo de la SUV. La familia Espinosa colgó una manta en Hermosillo: “Una verdad a medias no es justicia”. La fiscalía autorizó una última exploración a “La Senda de la Víbora”, ahora con el objetivo claro de encontrar a José Manuel.
Regresaron al punto donde hallaron el reloj y avanzaron más. Encontraron una grieta natural entre las rocas, una fosa seca. Debajo de una estructura irregular de rocas apiladas, como un intento rudimentario de ocultar algo, el forense encontró un pedazo de hueso carbonizado. Del tamaño de una tibia, parcialmente roto.
Fue enviado a la Ciudad de México. Cuatro semanas después, el informe: “Los restos óseos recuperados presentan coincidencia genética con material biológico de José Manuel Castañeda en proporción superior al 99.98%”.
Estaba muerto. Su cuerpo, a diferencia del de Mariana, había sido fragmentado, disperso, casi borrado. La noticia devastó a ambas familias. El entierro de José Manuel fue simbólico: un ataúd con un solo hueso. El padre de José Manuel solo preguntó: “¿Dónde quedó su cara?”. No había cráneo.
Días después, un exempleado de una hacienda cercana, Rogelio Morales, se presentó en la delegación de Huachochi, temblando. Dijo que entre 2012 y 2013 oyó a un capataz hablar de “una pareja de turistas que se metieron donde no debían”. Hablaban de un “carro quemado”, de que “la mujer gritaba” y que “al otro lo quebraron allá abajo”.
El caso se enfrió de nuevo. En junio de 2024, la fiscalía lo movió a “fase de cierre investigativo”. Sin culpables, sin juicio, sin nombres.
Pero las cartas anónimas no se detuvieron. En julio de 2024, llegó otra: “Él no la traicionó, pero tampoco pudo salvarla y eso fue su condena”. En febrero de 2025, una más: “Yo no pude hablar en su momento, pero ustedes sí. Díganle al mundo que ellos no se perdieron, los hicieron desaparecer”.
Un grafólogo confirmó que los tres textos eran de la misma persona. Alguien que vio, que calló, y que ahora vivía atormentado.
La historia de Mariana y José Manuel se convirtió en algo más que un caso policial. Se convirtió en memoria. El hermano de José Manuel creó un archivo digital, “Caminos que no regresan”, para registrar otros desaparecidos. La hermana de Mariana produjo un documental, “Lo que no se dice”. En la escuela de Mariana, plantaron un árbol guamúchil.
Un periodista investigativo descubrió que el informe forense original de 2023 estaba censurado. Un técnico retirado le confesó: “Había más huesos. Pero no todos estaban en el coche, algunos estaban más arriba. Yo creo que la escena fue montada”.
La teoría final, la única que encaja todas las piezas, es la más terrible. Fueron interceptados en “La Senda de la Víbora”, quizás tras fotografiar algo que no debían. Mariana fue asesinada ese día.
José Manuel fue mantenido vivo, forzado a presenciarlo, atormentado (“Él la vio… no pudo más”) y asesinado después. Sus restos fueron dispersados. El auto fue quemado días más tarde en el cañón como una puesta en escena, una advertencia.
La investigación oficial se detuvo por miedo a lo que controlaba esa sierra. En enero de 2025, unos jóvenes encontraron una cruz de madera cerca del sendero. No tenía nombre. Solo una frase tallada a cuchillo: “Aquí lloró alguien”.
El caso de Mariana y José Manuel ya no es un expediente. Es un árbol que crece en un patio de escuela, un archivo digital de ausencias y un recordatorio de que en la Sierra Tarahumara, el silencio no es paz; es un grito contenido. Y aunque el Estado decidió callar, alguien, en algún lugar, sigue escribiendo cartas, incapaz de olvidar lo que vio.