Era una tarde de otoño cuando la central de emergencias del condado recibió una llamada inquietante. Una vecina, con voz entrecortada, denunció gritos extraños provenientes de una casa en la calle Willow Creek. Nadie había visto a los ocupantes en días, pero se escuchaban ruidos sordos, como golpes contra las paredes.
Dos patrullas fueron enviadas. Los oficiales no esperaban nada fuera de lo común: quizá una disputa doméstica o un malentendido. Pero al llegar, la escena tenía algo distinto. La casa estaba en silencio absoluto, con las persianas cerradas y un aire de abandono que no encajaba con un simple altercado.
Uno de los policías golpeó la puerta. Nadie respondió. Volvió a golpear, más fuerte, hasta que se escuchó un crujido de pasos apresurados en el interior. Entonces, se abrió apenas una rendija. Allí estaba: una niña de seis años, con los ojos enrojecidos y la piel marcada por moretones.
Con voz casi imperceptible, la pequeña susurró:
—Ella está arriba.
El susurro que heló la sangre
Los oficiales se miraron entre sí. No era la respuesta que esperaban. Uno de ellos trató de mantener la calma y preguntó quién estaba arriba. La niña solo repitió, con lágrimas cayendo por sus mejillas:
—Ella… está arriba.
El tono de su voz era una mezcla de miedo y advertencia, como si esas palabras no debieran haber sido pronunciadas.
Fue entonces cuando los policías decidieron actuar. Forzaron la entrada con una patada, la madera astillándose bajo el peso de la bota. La niña retrocedió, temblando, mientras los agentes avanzaban con linternas y armas desenfundadas.
Dentro de la casa
El olor fue lo primero que los golpeó: una mezcla nauseabunda de humedad, encierro y algo más difícil de definir. Las cortinas cerradas dejaban el interior en penumbras. Juguetes rotos y platos sucios se esparcían por el suelo.
La casa parecía detenida en el tiempo, como si nadie hubiera querido —o podido— mantenerla. El silencio era tan espeso que cada crujido de la madera bajo sus botas sonaba como un disparo.
Uno de los policías tomó la radio para pedir refuerzos, pero la señal se distorsionó. Chasquidos, interferencias, voces cortadas. Como si algo bloqueara la comunicación.
El ascenso
Guiados por el testimonio de la niña, subieron lentamente las escaleras. Cada paso era más pesado que el anterior.
En el descanso, encontraron marcas extrañas en la pared: arañazos profundos, como si alguien hubiera tratado de escapar o rasgar la pintura con desesperación.
El aire en el segundo piso era más frío, helado en comparación con la planta baja. Uno de los oficiales comentó, casi en un susurro:
—Aquí algo no está bien.
La puerta cerrada
Al final del pasillo había una puerta. Era la única cerrada, y detrás de ella se percibían sonidos apagados. Un arrastre, un golpe suave, un murmullo que no parecía humano.
El oficial al mando levantó la mano, ordenando silencio. Con un movimiento seco, giró el picaporte. Cerrado. Decidió forzarla.
Con un estruendo, la puerta cedió.
Lo que encontraron
Lo que había dentro los dejó helados.
La habitación estaba cubierta de símbolos pintados en las paredes, algunos con lo que parecía ser sangre seca. En el suelo, había objetos esparcidos: muñecas mutiladas, velas consumidas hasta el tope, fotografías recortadas de la niña con marcas sobre sus ojos.
Y en medio del cuarto, una figura inmóvil. Una mujer, sentada en una silla, con la cabeza inclinada hacia un lado. Sus manos estaban atadas, pero lo más perturbador era su expresión: la boca abierta en un gesto de terror eterno.
Uno de los policías se acercó lentamente. Cuando iluminó su rostro con la linterna, la sangre se le heló en las venas. Los ojos de la mujer no estaban vacíos. Miraban fijamente a la puerta, como si hubieran esperado ese momento.
La radio volvió a emitir un zumbido extraño. Una voz susurrante se coló entre la estática:
—No deberían haber entrado…
Sin final claro
Los oficiales salieron de la habitación con la niña en brazos. Llamaron refuerzos, pero ninguno quiso describir con detalle lo que habían visto arriba. El informe oficial hablaba de “condiciones insalubres” y de una persona encontrada sin vida en “circunstancias sospechosas”.
La verdad, sin embargo, quedó enterrada en sus miradas turbadas y en el silencio que mantuvieron después.
La niña fue trasladada a un lugar seguro, pero en entrevistas posteriores, cuando alguien le preguntaba por aquella tarde, ella solo respondía lo mismo que dijo al abrir la puerta:
—Ella está arriba.
Y nunca quiso agregar nada más.