El Secreto de la Barranca: Dos Desapariciones, 30 Años de Diferencia y el Siniestro Hilo que Une Dos Destinos

En 2022, en la vasta e imponente soledad de las Barrancas del Cobre, en Chihuahua, un equipo de geólogos que realizaba estudios de estabilidad del terreno tropezó con algo que detendría el corazón de cualquiera. Enterrado en una placa de arcilla endurecida por el sol, asomaba lo que inequívocamente parecía un hueso. No era animal; era humano. A medida que despejaban con cuidado la tierra, el descubrimiento se hizo más completo y más inquietante. Era un esqueleto entero, notablemente conservado por el árido entorno.

Sin embargo, lo que transformó este hallazgo de una tragedia a un profundo misterio fue lo que envolvía los restos. Una camisa de franela desgastada, de un estilo que no se vendía desde hacía más de treinta años. Y dentro del bolsillo de esa camisa, la llave de una posada. La etiqueta de plástico pertenecía a unas cabañas, la “Posada El Mirador”, un lugar que había sido demolido en 1992.

Pronto se confirmó la identidad del hallazgo. Pertenecía a Mateo Salas, un programador de software de 30 años de Ciudad de México, un recién casado que se había desvanecido durante una caminata en solitario en 2014. Pero la ropa y la llave no le pertenecían. Pertenecían a otro hombre, a otra desaparición. Una que ocurrió en 1989.

Dos hombres, dos líneas de tiempo, un solo hallazgo envuelto en el pasado de otro. Lo que siguió fue una investigación que tiró de un hilo enterrado durante décadas, y lo que desenredó fue más perturbador de lo que nadie podría haber imaginado.

La desaparición de Mateo Salas (2014)
En agosto de 2014, Mateo Salas y su esposa celebraban su luna de miel cerca de la Sierra Tarahumara. Mientras ella disfrutaba de los mercados y las vistas desde el tren, Mateo, un excursionista experimentado y meticuloso, planeó una caminata en solitario de tres días por las barrancas con las que había soñado durante años.

Mateo no dejó nada al azar. Llevaba un GPS, había registrado su ruta con los guías locales y dejó un itinerario detallado. Partió un viernes por la mañana, con la promesa de regresar el lunes.

Pero el lunes llegó y pasó, y Mateo no apareció.

Al principio, la preocupación era moderada. En ese terreno implacable, las señales se pierden, las baterías se agotan. No era inusual. Pero cuando Mateo no regresó y su dispositivo no emitió señal en casi 48 horas, su esposa dio la alarma. El martes por la mañana, los helicópteros de protección civil surcaban el cielo. Equipos de búsqueda a pie y guías rarámuris peinaban el área.

Los datos iniciales de su rastreador lo situaban a lo largo de un filo de la barranca. Luego, silencio. El clima había sido despejado ese fin de semana, lo que hacía su silencio aún más inexplicable.

El miércoles por la tarde, los equipos encontraron la tienda de Mateo. Estaba completamente intacta. La cremallera cerrada, el saco de dormir desenrollado, una linterna y un diario cuidadosamente colocados. No faltaba nada, excepto él.

Y su mochila. La mochila que contenía su comida, agua, brújula y botiquín de primeros auxilios se había ido.

Esto lo cambió todo. Un excursionista experimentado no se aleja del campamento sin su equipo de supervivencia. Los equipos de rescate supieron entonces que no se trataba de alguien que se había perdido. Era algo más. Se desplegó una operación a gran escala.

No había señales de lucha, ni ramas rotas, ni indicios de un animal salvaje. El lugar estaba impoluto. Los perros rastreadores captaron el rastro de Mateo, pero lo perdieron a menos de cien metros de la tienda, en un tramo de terreno rocoso. Después de eso, nada. Era como si el rastro simplemente terminara.

La familia Salas ofreció una recompensa sustancial. Pero sin una sola pista, la búsqueda se suspendió después de dos meses. Mateo Salas se había convertido en otro nombre en la creciente lista de personas que desaparecen en los vastos cañones de México sin un sonido, sin un testigo.

El fantasma de 1989
Ocho años después, en el laboratorio forense, los investigadores se centraron en los dos elementos anómalos encontrados con Mateo: la camisa de franela y la llave de la posada. Ninguno pertenecía a Mateo.

Pero sí pertenecían a Javier Ríos.

En el verano de 1989, Ríos tenía 26 años. Era un mochilero experimentado de Monterrey, estudiante de geología. El 3 de julio de ese año, se registró en la estación de guardabosques local en Creel. Nunca se registró su salida.

Cuando no regresó a casa, se inició una breve búsqueda. No se encontró equipo, ni campamento, ni señales de problemas. Días después, una fuerte tormenta de verano azotó la sierra. Las autoridades finalmente dictaminaron que fue una presunta víctima de los elementos. Su archivo se cerró.

Hasta ahora. La camisa de franela encontrada envuelta en el brazo de Mateo Salas era idéntica a la que Javier Ríos fue visto usando por última vez. Y la llave de la posada… los registros locales mostraron que Javier Ríos se había registrado en la “Posada El Mirador” justo antes de desaparecer.

La pregunta que consumía a los investigadores era escalofriante: ¿Por qué un excursionista de 2014 fue encontrado envuelto en la ropa de un hombre que desapareció en 1989?

Un descubrimiento que no fue un accidente
A medida que se limpiaba la arcilla de los restos de Mateo Salas, la verdad de su destino se hizo evidente. El análisis forense reveló una fractura en la parte posterior del cráneo. No mostraba signos de una caída accidental. La herida era limpia, directa y decisiva. La causa de su final: un impacto contundente.

Mateo Salas no se había perdido. Alguien le había quitado la vida deliberadamente.

La camisa de franela atada a su antebrazo fue analizada. Se encontraron dos perfiles de ADN en las fibras. El de Mateo, como se esperaba, y un segundo perfil no identificado, perteneciente a un hombre adulto. No era de Mateo. Era de otra persona.

Los detectives reabrieron el caso de Javier Ríos. Dentro de la caja de pruebas original de 1989, guardada en un archivo durante décadas, había un neceser recuperado de la casa de su familia, que incluía un cepillo para el cabello.

Los analistas forenses tomaron una nueva muestra de ADN del cepillo. El resultado fue inmediato. El perfil noificado en la camisa encontrada envuelta alrededor de Mateo Salas en 2022 coincidía con la muestra de cabello preservada de Javier Ríos de 1989.

El mismo hombre, la misma camisa, ahora vinculada a dos destinos trágicos con 30 años de diferencia.

La teoría y la cartera
Los analistas estaban divididos. ¿Era una coincidencia imposible o la firma de algo mucho más deliberado? Surgió una teoría principal: ¿Y si Mateo no solo tropezó con el mismo sendero que Javier Ríos caminó? ¿Y si encontró dónde había terminado el viaje de Javier? Un objeto personal, un entierro superficial, algo que nunca debió ser encontrado. ¿Y si alguien más estaba allí cuando lo hizo?

La investigación se centró. La señal de GPS de Mateo se había cortado justo más allá del filo de la barranca. Los investigadores regresaron a esa zona. Cerca de un mirador estrecho, lejos de cualquier ruta marcada, encontraron tierra removida. No era una tumba, pero algo había sido movido o desenterrado allí.

La historia se filtró a los medios. Dos desapariciones, un final confirmado provocado por otro, y una camisa de franela conectándolos.

En Creel, Chihuahua, una mujer llamada Elena Gámez vio el informe y se detuvo. Acababa de terminar de limpiar las pertenencias de su difunto tío, Carlos Durán, fallecido en 2021. Él era un hombre callado, un conserje jubilado, nunca se casó, vivía solo.

En una caja etiquetada simplemente como “Recuerdos de la Sierra”, Elena encontró algo que no podía ignorar. Postales viejas, un mapa roto de las Barrancas… y en el fondo, una cartera de cuero desgastada. Dentro había una identificación desvaída. El nombre: Javier Ríos.

Elena llamó a la policía.

El trabajador del sendero
Carlos Durán, su tío, había trabajado como guardabosques estacional en las Barrancas a finales de los años 80. No tenía antecedentes, ni acusaciones. Solo un hombre que caminaba a menudo y se mantenía reservado.

Pero los registros de empleo y viajes confirmaron la terrible coincidencia. Durán estaba en el parque durante el verano de 1989, cuando Javier Ríos desapareció. Y, aunque ya estaba jubilado, los registros mostraron que estaba de visita en la zona en 2014, la misma semana que Mateo Salas emprendió su última caminata.

La coincidencia no prueba un caso, pero el ADN sí. Los forenses analizaron la cartera de Ríos encontrada en el sótano de Durán. Incrustado profundamente en las costuras, encontraron material biológico. Extrajeron una muestra viable.

Cuando la compararon con los registros hospitalarios de la última admisión de Durán en 2021, coincidió. Carlos Durán había tenido esa cartera en su poder.

La teoría de trabajo se solidificó. En 1989, Carlos Durán, por razones desconocidas, tuvo un encuentro con Javier Ríos que terminó trágicamente. Ocultó lo que hizo, guardando un trofeo: la cartera.

Treinta años después, en 2014, Mateo Salas, explorando fuera del sendero cerca de donde su GPS se apagó, debe haber tropezado con algo. Quizás los restos de Ríos, quizás un objeto. Y, en una casualidad cósmica, Durán estaba allí. Mateo se convirtió en un riesgo, una amenaza silenciosa para un secreto de décadas. Durán, para proteger su pasado, silenció a Mateo.

¿Por qué dejó la camisa de Ríos en el brazo de Mateo? Nadie lo sabe. Quizás fue un acto de pánico, quizás una firma retorcida. Durán falleció un año antes de que se descubrieran los restos de Mateo, llevándose sus motivos con él.

No hay confesión formal, ni juicio. Pero para ambas familias, hay una conclusión. Mateo Salas perdió la vida para proteger la verdad sobre lo que le sucedió a Javier Ríos. Y ahora, ambos hombres están atados para siempre por un lugar, un patrón y un secreto que la naturaleza finalmente reveló.

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