El Juramento Imprevisto: “Diga Que Es Mi Esposa” Dijo El Millonario, Y La Mentira Se Convirtió En Amor

Ella solo esperaba terminar su turno. Regresar a casa.

Pero las palabras la dejaron sin piso.

Paola Aguinaga limpiaba el suelo de mármol del vestíbulo principal del Hotel Emperador. Media tarde. Jueves caluroso de septiembre. El mármol estaba impecable, como siempre.

Paola, 31 años, conocía cada rincón. Cada mancha imposible. Cada queja.

“¿Dejan entrar a cualquiera aquí?”

La voz, chillona, venía de la recepción. Una mujer con un vestido caro y lentes oscuros. Miradas que pesaban.

“¿Esto es un hotel de cinco estrellas o un albergue?”

Paola levantó la mirada. La mujer la señalaba. Su uniforme azul, sencillo, estaba algo mojado por el agua del cubo. El calor le subió a la cara. Ardor.

“Señora, ella trabaja aquí,” explicó Marina, la recepcionista. Voz firme.

“¿Trabaja?” La mujer soltó una carcajada. “¿Entonces por qué está tan sucia paseándose por el vestíbulo como si fuera huésped? Esta clase de gente debería usar la entrada trasera. No quiero ver sirvientas cuando estoy pagando tanto por estar aquí.”

Paola apretó el mango del trapeador. Quería hacerse invisible.

Varios huéspedes se detuvieron a ver. La humillación era pública.

Fue entonces cuando una voz grave, tranquila, rompió el silencio.

“Ella no es sirvienta.”

Un hombre alto. Traje gris impecable. Cabello oscuro peinado hacia atrás. 41 años. Rostro serio. Ojos amables.

Paola lo reconoció al instante: Alberto Cervantes, el dueño del hotel. Lo veía pasar, distante, siempre ocupado. Nunca habían cruzado más que un saludo.

La mujer arrogante frunció el ceño. “¿Cómo que no es sirvienta? Está en uniforme.”

Alberto miró a Paola un segundo. Pidió permiso en silencio.

Luego se giró hacia la mujer. Voz firme.

“Ella es mi esposa.”

El vestíbulo entero se quedó en silencio absoluto.

Paola sintió que las piernas le temblaban. Abrió la boca para articular un “esposa”, pero Alberto continuó sin mirarla.

“Mi esposa gusta de ayudar al equipo de vez en cuando. Es algo personal suyo. Y francamente, señora, la forma en que trata a las personas me hace dudar si este hotel es el lugar adecuado para que usted se hospede.”

La mujer se puso roja. Abrió y cerró la boca varias veces. Tomó su bolso. Salió pisando fuerte hacia los elevadores. Derrotada.

Alberto se giró hacia Paola. Ojos serios. Algo que ella no pudo descifrar.

“Perdón por eso,” dijo en voz baja, solo para ella. “Tenía que hacerla parar. ¿Estás bien?”

Paola apenas podía procesar. Asintió. Muda.

“Qué bueno,” dijo él. Y antes de alejarse, añadió en un susurro. “Mañana a las 3 de la tarde, ven a mi oficina. Tenemos que hablar.”

La dejó en medio del vestíbulo. Corazón latiendo rápido. Mente llena de preguntas.

El Pacto de la Mentira

Paola apenas durmió.

Al día siguiente, subió al décimo piso. Manos sudando. La puerta de madera oscura con la placa dorada.

Tocó. “Pasa.”

La oficina era grande. Ventanas a la Avenida Reforma. Alberto se levantó al verla.

“Paola, siéntate, por favor.”

Ella se sentó. Tensa. Alberto volvió a su silla. Suspiró.

“Antes que nada, quiero disculparme otra vez. No lo planeé, fue un impulso.”

“No tenías que haber hecho eso,” dijo Paola. Encontró su voz. “Pero gracias. Nadie me había defendido así nunca.”

Alberto asintió. “Esa mujer estaba equivocada. No permito que humillen a nadie en mi hotel. Pero…” Dudó. “Ahora tenemos un pequeño problema.”

Paola frunció el ceño. “¿Problema?”

“La noticia se regó,” explicó Alberto. “Huéspedes, personal. Y esta mañana recibí una llamada de mi familia. Escucharon que me había casado en secreto.”

Paola abrió los ojos. “¿Pero tú puedes decir la verdad?”

“Puedo,” aceptó él. “Pero la verdad ahora es complicada. Mi mamá está muy enferma, tiene 68 años y el corazón débil. Lleva meses pidiéndome que me case para que vea que estoy bien antes de…” Se detuvo. “Antes de que se vaya. Se angustia pensando que me voy a quedar solo.”

Paola sintió un nudo. Entendía ese dolor.

“Entiendo,” dijo en voz baja. “¿Pero qué quieres de mí?”

Alberto respiró hondo. “Sé que lo que voy a pedir es una locura. Necesito que lo consideres. Me gustaría pedirte que finjas ser mi esposa por unos meses. Solo hasta que mi mamá esté en paz, o hasta que…”

“¿Quieres que le mienta a tu mamá?” preguntó incrédula.

“No sería exactamente mentir,” dijo Alberto rápido. “Sería darle un último momento de felicidad. No necesitas saber todos los detalles. Y te compensaría, claro. Te pagaría una cantidad mensual. Te ayudaría con lo que necesites.”

Paola se quedó callada. Locura. Fingir ser la esposa de un hombre que apenas conocía.

Pero pensó en su vida. Sueldo apenas alcanzaba. Una deuda médica vieja.

“¿Cuánto tiempo?” preguntó.

“Meses. Tal vez seis como máximo,” respondió Alberto. “El doctor dijo que no le queda mucho. Solo quiero que tenga paz.”

Paola miró a ese hombre. Sinceridad. Tristeza.

“Voy a pensarlo,” dijo finalmente.

“Gracias,” dijo Alberto, aliviado. “Es todo lo que pido.”

 El Encuentro

Al día siguiente, Paola volvió a la oficina.

“Acepto,” dijo. “Pero con una condición. Cuando todo termine, quiero que me ayudes a pagar mi deuda del hospital. Nada más.”

Alberto extendió la mano. “Hecho.”

Se dieron la mano. Sin saberlo, daban el primer paso hacia algo que cambiaría sus vidas para siempre.

Dos semanas después, Paola estaba frente a una casa enorme en Polanco. Alberto a su lado, tomándola de la mano. Parecía natural. Pero el corazón de ella se aceleraba.

“Respira,” dijo él en voz baja. “Mi mamá es buena gente. Mi hermano… él puede ser complicado.”

Paola llevaba un vestido sencillo pero bonito. Se sentía rara. Habían ensayado. Alberto le contó historias familiares. Paola, de su vida humilde.

La puerta se abrió. Una señora mayor, cabello blanco, sonrisa dulce, en silla de ruedas. Doña Estela.

“¡Alberto, hijo!” exclamó.

Alberto la abrazó. “Hola, mamá. ¿Cómo te sientes?”

“Mejor ahora. ¿Y esta debe ser…?” Sus ojos se posaron en Paola.

“Mamá, ella es Paola. Mi esposa,” dijo Alberto.

Doña Estela se llevó las manos al pecho. Ojos llenos de lágrimas. “Dios mío, hijo, de verdad te casaste. No lo creí.”

“Créelo, mamá,” dijo Alberto sonriendo. “Fue sencillo, rápido, pero de verdad.”

Paola sintió el peso de la mentira. Pero cuando Doña Estela extendió la mano, Paola la tomó con cariño.

“Ven, pequeña. Déjame verte bien.”

Paola se arrodilló. Doña Estela tocó su rostro.

“Eres hermosa y tienes ojos bondadosos. Mi hijo eligió bien.”

“Gracias, Estela,” dijo Paola, un nudo en la garganta.

Conoció a Rafael, el hermano menor. 35 años. Guapo. Sonrisa confiada, pero ojos fríos.

“Entonces, tú eres la famosa esposa,” dijo Rafael, estrechándole la mano con demasiada fuerza. “Qué sorpresa. Mi hermano nunca te mencionó.”

“Todo fue muy rápido,” dijo Alberto, poniendo el brazo alrededor de Paola.

Durante la cena, Doña Estela hizo preguntas. ¿Dónde se conocieron? ¿Boda? Paola y Alberto respondieron con la historia acordada.

Más tarde, Rafael jaló a Alberto al pasillo. Caras tensas. Rafael sospechaba.

Cuando regresaron, Rafael anunció: “Mamá, estoy pensando en hacer una fiesta para celebrar la boda de Alberto y Paola.”

Doña Estela aplaudió. “¡Qué idea tan padre!”

Alberto miró a Paola. Preocupación. Una fiesta significaba más mentiras.

“Será un gusto,” dijo Alberto, forzando una sonrisa

El Peligro y la Proximidad

Esa noche, en el coche, el silencio pesaba.

“Mi hermano sospecha,” dijo Alberto. “Necesita controlarlo todo.”

“¿Y ahora?” preguntó Paola.

“Ahora tenemos que ser más convincentes,” respondió Alberto. “Perdón por esto. Sé que es mucho.”

Paola miró las luces de la ciudad. “Tu mamá es una mujer especial. Entiendo por qué haces esto.”

Alberto la miró de reojo. Sonrió con tristeza. “Gracias, Paola, de verdad.”

En ese momento, algo pequeño, pero real, empezó a cambiar entre ellos.

La fiesta fue tres semanas después. En el Hotel Emperador. Paola, nerviosa, llevaba un vestido azul marino. Cabello recogido.

Alberto fue por ella. Abrió la puerta. Se quedó quieto.

“Estás hermosa,” dijo. La voz sincera. Paola se sonrojó.

En el salón, más de 50 personas. Paola se sintió chiquita. Alberto no se separó. La tomaba de la mano. La presentaba. La hacía sentir incluida.

Doña Estela, feliz, sonreía. “Tú trajiste luz de vuelta a los ojos de mi hijo. Llevaba años perdido, pero ahora vuelve a sonreír.”

Paola se sintió culpable. Pero la felicidad de Estela era real.

En medio de la fiesta, Rafael se acercó a Paola.

“Voy a ser directo, Paola. No creo en este matrimonio.” La sonrisa no llegaba a los ojos.

“No sé de qué hablas.”

“Sé perfectamente de qué hablo. Tú trabajas como empleada de limpieza. Mi hermano nunca te mencionó. No tiene sentido.”

“A veces las cosas pasan rápido,” respondió Paola.

“O a veces la gente miente,” dijo Rafael, acercándose. “No sé qué están tramando, pero lo voy a descubrir. Y cuando lo haga, se lo contaré todo a mi mamá.”

Paola sintió un escalofrío. “¿Harías eso? Lastimar a tu propia madre.”

“La protegería de una mentira. Y protegería a mi hermano de una oportunista.”

Alberto apareció. “¿Algún problema aquí?”

“Ninguno,” dijo Rafael con una sonrisa falsa. Se alejó.

“¿Qué dijo?” preguntó Alberto.

“Sospecha de todo,” dijo Paola. “Y amenazó con contarle a tu mamá.”

Alberto cerró los ojos. “No voy a dejar que haga eso.”

“¿No sería mejor decir la verdad ahora?”

Alberto miró a Doña Estela. “Todavía no. Por favor, Paola, solo un poco más. Está tan feliz.”

Paola asintió. La culpa crecía.

 La Verdad Se Revela

En las semanas siguientes, pasaron más tiempo juntos. Cenaban. Hablaban de verdad. Alberto le contó su soledad. Paola, sus sueños de estudiar enfermería.

Poco a poco, algo cambió. Los roces de actuación se sintieron reales. Las sonrisas, sinceras. Se estaban enamorando.

Dos meses desde el acuerdo. Mañana fría de noviembre. Alberto llamó a Paola. Su voz quebrada.

“Es mi mamá. Empeoró anoche. Los doctores dicen que es cuestión de días.”

Paola llegó a Polanco. Alberto, cara cansada, ojos rojos. La abrazó. No era actuación.

“Está dormida,” dijo. “Pero pidió verte cuando despierte.”

Paola se quedó con él. Horas después, la enfermera avisó.

Subieron al cuarto. Doña Estela, pálida, frágil. Sonrisa amable.

“Mis queridos,” dijo con voz débil. “Vengan aquí.”

Se sentaron junto a la cama. Tomaron sus manos.

“Quiero agradecerles,” dijo Doña Estela. “Estos últimos meses han sido los más felices de mi vida. Ver a mi hijo feliz. Verlo con alguien que lo quiere. Fue todo lo que le pedí a Dios.”

Paola sintió las lágrimas. Estela empezó, la voz se quebró.

“Lo sé, pequeña,” dijo Doña Estela, apretándole la mano. “Siempre lo supe.”

Alberto palideció. “Mamá…”

Doña Estela sonrió. “¿Creen que no me di cuenta? Una madre conoce a su hijo, Alberto. Vi que estaban fingiendo.”

Paola se tapó la cara. Sollozó. Alberto, en shock.

“Mamá, yo solo quería que estuvieras feliz.”

“Lo sé, hijo. Y fue hermoso. Pero, ¿saben qué vi? Empezaron fingiendo, pero dejaron de fingir hace semanas. La forma en que se miran, eso no es mentira. Eso es amor de verdad.”

Alberto y Paola se miraron. Era cierto. La actuación se había convertido en realidad.

“No sé cómo pasó,” dijo Alberto en voz baja, mirando a Paola. “Pero pasó. Me enamoré de ti de verdad.”

“Yo también,” susurró Paola. “Intenté no enamorarme, pero no pude.”

Doña Estela sonrió, una lágrima en su cara. “Entonces, dejen de fingir. Vivan de verdad. Sean felices.”

“Mamá…”

“Ahora puedo irme en paz. Encontraste a alguien especial.” Miró a Paola. “Cuida a mi hijo. Puede parecer fuerte, pero tiene el corazón blandito.”

“Te lo prometo,” dijo Paola, voz entrecortada.

Doña Estela cerró los ojos. “Ahora descansen. Y ustedes dos, vayan a vivir de verdad.”

 Un Beso Verdadero

Tres días después, Doña Estela falleció en paz.

El funeral fue triste. Alberto tomó la mano de Paola. Refugio.

Rafael se acercó después del entierro. “Estaba equivocado,” dijo, mirando a Paola. “Mi mamá me contó todo. Dijo que ustedes dos fueron los más valientes por intentar hacerla feliz. Y que su amor era real.”

Rafael asintió. Se fue.

“¿Y ahora?” preguntó Paola, mirando a Alberto.

“Ahora,” dijo Alberto, girándose y tomando su rostro. “Ahora dejamos de fingir. Vamos a intentarlo de verdad. ¿Quieres?”

Paola sonrió a través de las lágrimas. “Sí, quiero.”

Ahí, en ese lugar de despedidas, sellaron un nuevo comienzo con un beso verdadero.

Seis meses después, Paola terminaba su primer semestre de enfermería. Alberto había pagado sus estudios. Ella era Coordinadora de Atención en el hotel. Ya no limpiaba.

Vivían juntos en un departamento acogedor. Un hogar.

Una noche, cenando tacos de carnitas, Alberto tomó su mano.

“¿Sabes qué aprendí?”

“¿Qué?”

“Que a veces hay que fingir primero. Hay que meterse en el papel para descubrir quiénes somos en realidad. Nunca me habría permitido enamorarme de ti si no me hubieran obligado a estar cerca. Y ahora, no puedo imaginar mi vida sin ti.”

Paola le apretó la mano. “A veces empezar de nuevo no es regresar al principio. Es solo elegir un nuevo camino.”

Ambos rieron. Habían encontrado algo raro. Algo verdadero. Algo que comenzó con una mentira y se transformó en algo más bonito de lo que cualquiera pudo haber planeado.

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